Cualquier ciudadano puede asumir libremente que los públicos ciudadanos (si usted quiere denominarlo “pueblo”, adelante) tienen los conocimientos necesarios para saber qué hay que hacer, es decir, qué decisiones tomar en qué momento y de la mejor manera.
O más amargamente podemos intentar probar aquella hipótesis que presume la ignorancia sistemática de los votantes. Sin embargo, lo anterior no invalida que dichos públicos tengan diferentes preferencias acerca de la importancia que ocupa el conocimiento en las decisiones políticas.
En nuestras democracias hay, por decirlo de una manera simplificada, una distribución de preferencias epistocráticas que interactúan con preferencias democráticas puras. Los ciudadanos que tienen preferencias epistocráticas evalúan positivamente que los expertos tengan un rol preponderante en las decisiones públicas, mientras que aquellos ciudadanos que tienen preferencias democráticas puras otorgan mayor peso a la legitimidad del liderazgo que al expertise del político (siendo fiel a la frase de Dahl: el conocimiento no te convierte en jefe).
Sin embargo, con independencia de nuestras creencias, la relación entre experto y político, entre conocimiento e interés o entre meritocracia y política siempre es conflictiva y está alojada al interior de la democracia. Esta tensión es un ser vivo que la habita y no se puede extirpar, entre otras cosas, porque las preferencias ciudadanas la alimentan.
Dicho de manera brutal: los ciudadanos esperan que una democracia sea un régimen de gobierno que asegure mejores decisiones que aquellas obtenidas al arrojar una moneda al aire, pero que a su vez permita la discusión, negociación y compromiso que salen sobrando bajo el imperio de un déspota ilustrado y benevolente.
Simplificando: la democracia es un régimen de gobierno que no solo tiene que ver con cuestiones de justicia (buenas razones), sino también con la obtención de buenos resultados. Y aunque no sepamos, en términos generales, atribuir el peso específico que el conocimiento tiene en la obtención de los buenos resultados, podemos acordar que mediante el expertise podemos establecer qué asuntos merecen la pena que sean discutidos públicamente y también estimar, razonablemente bien, qué tan importante resulta el azar en la prosecución de nuestros resultados.
Las preferencias epistocráticas y democráticas puras se dan en democracias reales como las latinoamericanas, con una alta proporción de ciudadanos que manifiestan una insatisfacción con su funcionamiento. Un avezado político puede evaluar que la insatisfacción democrática, fuente de muchos giros democráticos, tiene mucho que ver con las cuestiones de justicia (buenas razones) y su presentación narrativa, pero cometería un error de cálculo si ignorara que también se relaciona con los buenos resultados.
Analizando algunos pocos datos se puede llegar a formular la siguiente hipótesis: cuando los ciudadanos están insatisfechos con la democracia puede que estén reclamando mejores resultados. Formulada de manera más específica: la insatisfacción democrática puede que alimente las preferencias epistocráticas antes que las democráticas puras.
Un partido en el gobierno puede creer que las prácticas sorteístas (como ejemplo paradigmático de las preferencias democráticas puras) son una práctica fundamental tanto para su partido como para el ejercicio de gobierno, incluso puede pensar que esas prácticas permiten democratizar la sociedad política.
Sin embargo, un gobierno nunca debe olvidar que si aspira a convertirse en un buen gobierno ello implica no solo legitimidad, sino también resultados. Según la hipótesis anterior, un gobierno asumido en un contexto de insatisfacción democrática alta debería estar tan preocupado en producir buenos resultados como en construir e impulsar una agenda de buenas razones.
Un partido en el gobierno, como es el caso de Morena, puede creer que las prácticas sorteístas constituyen un mensaje contundente para esclarecer su postura acerca del rol que tendrán los expertos y el conocimiento en su gobierno. Un gobierno tiene la posibilidad, mientras la sociedad se lo permita, de respaldar sus decisiones en la ideología, pero ese mismo gobierno ha de saber que para gobernar siempre se requiere algo más que ideología. Un gobierno requiere hacer rendir cuentas a los expertos que llevan adelante complejas decisiones gubernamentales y para ello es necesario que los políticos y sus hombres y mujeres de confianza tengan algún tipo expertise.
Gran parte del debate contemporáneo que alimenta las teorías democráticas radica en cuestionar de qué forma lo epistocrático está presente y conforma no solo los resultados sino también la legitimidad. En este aspecto todo está en discusión y es disputable; lo que un gobierno no puede hacer es esconder el conocimiento, el expertise y los expertos debajo de la alfombra con el único argumento de que molestan (a su ideología).
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