Vale la pena recordar los motivos que dieron lugar a la creación de esta figura, sus objetivos y características para saber que esa “autonomía” es parte fundamental de su nueva función
Ha sido recurrente el tema de la Fiscalía General y su inherente autonomía, con la que debe contar para garantizar, en primera instancia, su funcionamiento a nivel nacional y estatal. Esta autonomía no solo se constriñe a lo presupuestal o estructural, sino a la facultad real de ejecutar, sin miramientos, medidas para el combate a la corrupción.
Asimismo, no se limita a la reunión de requisitos, credenciales e incluso de capacidad, sino que también es un tema de percepción, pues debe garantizar su independencia de otros poderes u órdenes de gobierno, cuyos titulares, integrantes, servidores, funcionarios, proveedores, compadres, amigos y demás podrían, eventualmente, ser sujetos vinculados a casos de corrupción o algún otro delito.
¿Qué debe ser? Una fiscalía que diseñe mejores estrategias para combatir el crimen, para investigar y perseguir el delito, para dar respuesta clara y de frente contra la corrupción, para ejecutar de manera transparente y eficaz el presupuesto otorgado, para representar realmente a la sociedad y para actuar con estricto apego a la ley. Así es, tal como está establecido en nuestra Constitución bajo el nuevo sistema: autonomía de decisión y de gestión.
¿Qué debe parecer? Una fiscalía confiable, capaz de responder al llamado de justicia y de dar ejemplo en la nueva forma de servir a la ciudadanía. Una fiscalía que no esconda ni permita impunidad, que dé seguridad por sus resultados y por quien la representa.
Es decir: una institución fuerte que se sostenga independientemente de su titular; pero, para dar esa primera señal, es fundamental esta primera designación que marcará la pauta. La fiscalía debe nacer viva y viable. Debe ser digna de respeto, otorgar confianza al ciudadano y provocar temor a la delincuencia.
¿Que no debería pasar? Que la decisión se reduzca a un tema político, en el que no importen las verdaderas razones de peso, sino las de número: el número de votos que garanticen la designación, sin más.
No se debe justificar tampoco su capacidad, pues se sabe que los argumentos serán debatidos con base en las publicaciones del Sistema Nacional de Seguridad Pública y otras mediciones, y, por supuesto, por la percepción ciudadana, que hoy vive con miedo.
Los partidos encontrarán un “por qué sí”, aunque sea hueco; así, a conveniencia nomás, con dedicación a quien puede tener todos los atributos que gusten y uno más: la sujeción al poder en turno.
¿Cuáles serían las consecuencias? Una es la desesperanza y otra es que sigan los mismos (o peores) niveles de inseguridad, impunidad y de incredulidad intactos, y esto es grave. La primera exigencia ciudadana es poder vivir con seguridad.
¿Y los argumentos de selección? Increíblemente son los mismos a nivel federal y estatal, pues, al ser gobierno, no importa el partido. La fiscalía a modo parece ser el mensaje; en la federación las oposiciones señalan vicios, esas mismas voces que en los estados donde son gobierno estarán tratando de justificar las designaciones.
Peor aún, se desperdicia un gran momento, no solo de implementación de un nuevo sistema, sino de nuevas administraciones, oportunidad única de un cambio de timón que se disuelve.
¿Qué va a ser y qué va a parecer? Lo mismo. En México parece que todo cambia para seguir igual o peor.
No todo, y menos esto, debe ser una decisión política, sino de Estado. El hartazgo sobre la impunidad y la corrupción seguirá incluso con un sistema nuevo si lo que lo sostiene es más de lo mismo. Al tiempo.