Al escribir estas líneas ignoro el contenido de la sentencia dictada por el Magistrado Unitario que ha decretado la libertad de la maestra, por lo que no es posible opinar con objetividad; sin embargo, su liberación bien podría obedecer a la combinación de algunos factores que suelen presentarse en nuestro sistema penal, principalmente, negligencia de la PGR y complicaciones técnico jurídicas para acreditar fehacientemente los delitos de lavado de dinero y delincuencia organizada, cuyas redacciones en las leyes son de suyo intrincadas y difíciles de probar. Estas circunstancias contribuyen a engrosar las estadísticas de impunidad, no solo en este caso, sino en muchos otros que cotidianamente arriban a los juzgados.
El derecho penal mexicano no se restringe a un mero conjunto de normas contenidas en los diversos catálogos penales que existen en el país, sino que se integra también por los procesos de creación de dichas normas, emisión, interpretación, aplicación y ejecución de las sanciones previstas. Esta rama del
derecho no se limita a establecer el catálogo de penas aplicables a determinadas conductas, sino que trasciende hasta el punto de satisfacer la necesidad de dar a conocer a la sociedad las conductas prohibidas y las consecuencias en caso de incurrir en ellas.
Hace diez años, como una respuesta del Estado mexicano a la severa crisis de inseguridad y criminalidad en el país, y como reacción a los graves problemas que representan la impunidad, la sobrepoblación en las cárceles y el desamparo de las víctimas, tuvo lugar un radical cambio en el paradigma de las políticas nacionales para abordar estos flagelos. Así surgió la reforma constitucional mediante la cual se sentaron las bases de un nuevo sistema de justicia penal, con sus correspondientes modificaciones en leyes secundarias.
El alcance de las reformas se sustenta no solo en el sistema de oralidad para orientar los procesos, sino que encuentra su fundamento en las disposiciones de carácter penal objetivas, lo que no se trata sino de la descripción misma de las conductas susceptibles de ser sancionadas por el poder público. La codificación penal es un cuerpo legislativo de naturaleza escrita de carácter inmóvil, por lo cual, resulta indispensable una dinámica de interpretación constante de las normas establecidas. Esto es, el trabajo de los jueces no se circunscribe a la aplicación de las leyes al caso concreto, para ello bastaría con aplicar un software diseñado para tal efecto, sino que su labor trasciende hasta el punto de convertirse en intérpretes de las normas penales para adecuarlas a la realidad social. Suena bien, sin embargo, se trata de una tarea harto difícil y sensible.
A las complicaciones propias que supone la interpretación normativa, los jueces penales deben sumar otro tipo de factores que necesariamente inciden en sus determinaciones. Estos tienen que ver con circunstancias que entorpecen la eficacia en la administración de justicia cotidiana. En la realidad del nuevo sistema de justicia penal mexicano no pueden soslayarse hechos reales como la actividad deficiente en la investigación de los delitos y la actuación de las policías. El hilo suele romperse por lo más delgado, y si bien es cierto que en esta década se han realizado esfuerzos por corregir esas taras sistemáticas y recurrentes, no se han logrado los resultados deseados. Tampoco es que toda la culpa deba achacarse a ministerios públicos y policías; también los jueces suelen incurrir en sentencias débiles y defectuosas que al ser revisadas provocan la liberación de los sujetos a proceso.
En ocasiones, lejos de facilitar y agilizar el encausamiento de los procesados, el nuevo sistema de justicia penal conserva algunos resabios del anterior proceso escrito, tales como complejos actos judiciales; falta de disposición de los jueces y funcionarios judiciales para facilitar el manejo de causas procesales; falta de capacitación; carencia de sistemas gerenciales del juzgado y de control interno, lo que repercute en la calidad de las sentencias; corrupción; y falta de transparencia, donde los poderes judiciales han sido particularmente reticentes a abrir sus actuaciones y sentencias al escrutinio público.
Todos o algunos de esos factores inciden necesariamente en la calidad del sistema de administración de justicia penal y, aunados a los vicios ya mencionados que se originan en los órganos policiacos y de procuración de justicia, han dificultado la efectiva operación del sistema penal tal como estaba prescrito.
Resulta obvia la existencia de un desfasamiento en la relación entre los eslabones que concatenan a los actores del proceso penal integral: policías, fiscalías y jueces. Gran parte de las críticas a la impunidad que el grueso de la sociedad percibe son consecuencia de la incongruencia en la actuación de esos órganos, de ahí que aquellos casos que son objeto de una gran exposición mediática, como lo es la liberación de Elba Esther Gordillo, no hacen sino avivar el fuego de la frustración social.