Cada año se gradúan de licenciatura dos millones de jóvenes en Estados Unidos; pero solo 2,000 títulos universitarios son para chicos indocumentados —en su mayoría latinos—. Los obtienen librando múltiples obstáculos económicos y sociales: sin financiamiento gubernamental y enfrentando narrativas racistas y antiinmigrantes que hoy se promueven desde la Casa Blanca. Por ello, ser parte de una “undocugraduation” es todo un suceso.
LOS ÁNGELES, EE. UU.— Es viernes por la tarde y no es difícil distinguir a las chicas graduadas: el mejor vestido, los zapatos bonitos, rizos en el pelo y sonrisa enorme; los chicos, bien peinados, con camisa elegante y corbata a juego. Además de ser recién graduados, todos tienen algo en común: llegaron al lugar acompañados por su familia, el motor que los llevó hasta ahí y la razón para seguir adelante.
En Estados Unidos, como en muchos otros países, los meses de mayo y junio se visten de toga y birrete. En el sur de California, donde hay más de 150 universidades y colegios, cada año miles de jóvenes obtienen un grado; celebran el final de su vida de estudiante y el inicio de su vida profesional. Pero para algunos cientos de ellos, la entrega del título universitario también significa decir a sus padres, a su familia, que el esfuerzo ha valido la pena.
Se estima que cada año dos millones de jóvenes en Estados Unidos se gradúan de licenciatura; sin embargo, solo 2,000 de estos títulos llegan a jóvenes indocumentados. Sí, leíste bien: de dos millones, solo 2,000 son para jóvenes indocumentados.
Para llegar ahí, estos chicos primero fueron parte de los 60,000 jóvenes indocumentados que logran terminar la preparatoria cada año, entre un total de tres millones de chicos en todo el país. De estos 60,000, solo 5,000 ingresan en la universidad, en la mayoría de los casos debido a la falta de recursos para hacerlo. En Estados Unidos la educación superior tiene un costo promedio que rebasa los 35,000 dólares, y los jóvenes indocumentados no tienen acceso a los financiamientos que otorga el gobierno. Además, muchos de ellos, cuyos padres o hermanos también son indocumentados, deben trabajar tan pronto terminan la preparatoria para contribuir al sustento familiar. Llevar a un hijo a la universidad en estas circunstancias, es una tarea casi heroica.
Todo esto lo saben bien estos 45 jóvenes y sus familias, y por eso están aquí, en la primera Undocugraduation de la Universidad de California Northridge (CSUN, por sus siglas en inglés); un evento especial para reconocer a estos chicos indocumentados, parte de los 2,000 que este año alcanzaron un título. En unos días celebrarán su graduación formal, con toga y birrete y con el resto de su generación; pero hoy, este pequeño grupo hará una pausa para agradecer a sus padres, a su familia, por haberlos traído hasta aquí.
Teresa es una chica delgadita que está obteniendo su grado en Desarrollo Infantil y Adolescente; en el futuro quiere poner un jardín de niños.
—Es impresionante ver hasta dónde hemos llegado los estudiantes indocumentados —empieza a decir en inglés—. Hoy quiero agradecer a mis padres, ellos vinieron de México y dejaron atrás sus sueños y sus metas, por mi hermana y por mí, para que pudiéramos cumplir los nuestros —hace una pausa para controlar un sollozo, y cambia de idioma, al español—. Esto es para mis padres que cruzaron fronteras para abrirnos las puertas.
‘DREAM CENTER’: LA GÉNESIS
La idea de realizar una Undocugraduation, una ceremonia de graduación para reconocer el esfuerzo de los estudiantes indocumentados, nació en el Dream Center de CSUN: un espacio en el que se da asesoría a los chicos sin documentos conocidos como Dreamers —en referencia a ley Dream Act, que de ser aprobada resolvería la situación migratoria de los jóvenes que llegaron siendo menores de edad al país y que desean seguir estudiando—. En el Dream Center estos jóvenes pueden hablar en confianza de su situación, sus temores, sus frustraciones, y reciben asesoría para planear su futuro con las herramientas a mano: acceso a becas estatales o privadas, apoyos para compra de libros u otros materiales, y acceso a servicios de salud, entre otros.
Darío Fernández es el coordinador del Dream Center, que opera formalmente desde hace cuatro años. Alto, corpulento y de pelo rizado que le llega a media espalda, los anteojos de pasta enmarcan un rostro de rasgos suaves y mirada cálida. El Dream Center es el resultado de una lucha de más de una década por parte de los estudiantes indocumentados de la CSUN. Entre 2006 y 2007 algunos de estos chicos crearon el grupo Dreams to be Heard, una organización para discutir sus opciones en caso de que se aprobara, o no, la ley Dream Act, en ese entonces en discusión en el Congreso. Tras una serie de gestiones con las autoridades de la universidad, y apoyados por un grupo de profesores, finalmente en 2014 se abrió el espacio físico del Dream Center para que los chicos tuvieran un lugar seguro únicamente para ellos.
La idea de la Undocugraduation se inspira en una serie de eventos que desde hace años se realizan en estados como California, Arizona o Texas, conocidos como “Raza Graduation” —una graduación alterna para estudiantes latinos, la mayoría de familias inmigrantes, con el mismo objetivo: agradecer a sus padres, hermanos, y en ocasiones a su pareja o hijos, el apoyo para graduarse. En esos eventos, cuando el maestro de ceremonias lee el nombre del graduado, este no sube al estrado solo, sino acompañado por su familia. Ahí dice unas palabras de agradecimiento, y quienes reciben el aplauso son los familiares. Es una ceremonia íntima y emotiva.
En esta ocasión, el equipo del Dream Center quiso ir más lejos: hacer explícito el estatus migratorio de estos graduados, para evidenciar que a pesar del discurso racista y la narrativa antiinmigrante venidos desde la Casa Blanca, los jóvenes y sus familias no dan marcha atrás. Y para decirles a ellos, de paso, que su familia universitaria siempre estará junto a ellos.
“En este momento en el que inicias una nueva fase de tu travesía, ten la certeza de que tu comunidad en CSUN siempre estará aquí para apoyar tus esfuerzos personales o profesionales”, se lee en el programa de mano del evento. “¡Tu éxito es nuestro éxito!”.
Mientras los jóvenes graduados y sus familias van llegando al auditorio de la universidad donde tendrá lugar la ceremonia, Darío —hoy vistiendo saco y corbata— recibe a la gente, le indica dónde sentarse, agradece a los invitados por estar ahí, y les invita a comer algo.
En una mesa hay platos, cubiertos, una variedad de guisados, una bandeja de arroz, y una bandeja de frijoles; comida casera para comerla en familia. Los graduados, en su mayoría, tienen apellidos como García, González o Rodríguez —en esta universidad la mitad de los estudiantes son latinos—, pero también hay otros, como Won o Salamín. Porque los inmigrantes indocumentados vienen de todos lados.
Hasta 2014 había en Estados Unidos diez millones y medio de inmigrantes con un grado universitario, un 29 por ciento del total de los casi 37 millones que conforman a la población inmigrante de más de 25 años. Sin embargo, como se ha mencionado, son pocos los indocumentados que logran el título. Muchos estudiantes inmigrantes han llegado a Estados Unidos bajo el programa de visas temporales para trabajadores especializados, o como estudiantes de las áreas de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas, conocidas como STEM. Esto les abre la puerta a una cantidad de opciones que un chico indocumentado no tiene, aunque lleve más tiempo —a veces prácticamente toda su vida— viviendo en este país.
Un dato interesante: el número de inmigrantes con educación superior en Estados Unidos ha crecido más del doble que el número de personas nacidas aquí que obtienen este grado. Entre 1990 y 2000, la población inmigrante con educación universitaria creció 89 por ciento, de 3.1 millones, a 5.9 millones, y un 78 por ciento más entre 2000 y 2014, de 5.9 millones a 10.5 millones. En el caso de las personas nacidas en el país, el crecimiento en los mismos periodos fue de 32 por ciento y 39 por ciento, respectivamente. ¿El resultado? Hoy 16 por ciento de la población con educación universitaria en Estados Unidos proviene de otro país, seis puntos más que el 10 por ciento de 1990.
La ubicación geográfica de estos estudiantes sigue el mismo patrón que el de la población inmigrante en general. Más de la mitad de ellos se concentra en cuatro estados: California, con 2.5 millones ; Nueva York, con 1.2 millones, y Florida y Texas con 850,000 cada uno. Del total de inmigrantes con título universitario, 17 por ciento son latinos; un número que puede parecer bajo, pero que es muy superior al 5 por ciento de latinos con título entre la población nacida en el país.
AMAR RADICALMENTE
—Queridos graduados: En el mundo de hoy, parece que la acción más política que se puede realizar es amar radicalmente. Hoy quiero expresar mi amor radical por ustedes y, pedirles, que ahora que dejan este lugar, hagan lo mismo por otros. Amen radicalmente.
Tracy Buenavista tiene que hacer una pausa porque se le quiebra la voz; los chicos le aplauden con fuerza. La profesora de Estudios Asiático Americanos, estadounidense de origen filipino, es la encargada de dar el discurso de despedida a nombre del cuerpo académico. Es evidente el vínculo de Buenavista con los estudiantes; se emociona con cada frase, y los graduados también.
—Cuando ustedes llegaron hace cuatro años, me di cuenta de que tenía que recibirlos, mostrar a sus familias que aun cuando estuvieran lejos de ellos, de su hogar, aquí ustedes encontrarían su familia y su hogar —continúa—. Y me di cuenta de que para hacer esto, era preciso garantizar la sobrevivencia de nuestra comunidad, porque cada día vemos cómo hay estudiantes a los cuales se les niegan los derechos, de la misma manera en que este país les niega su derecho a permanecer. Esto no debería ser una preocupación para un estudiante universitario, pero lo es.
Tanto en el discurso de la profesora, como en los que la preceden, y los que vendrán, se hace alusión a este reto adicional, el de enfrentar una serie de estereotipos y prejuicios que se suman a la ya difícil tarea de seguirle el paso a quienes tienen todo para dedicarse solo a estudiar.
Una de las creencias con las que un estudiante indocumentado debe lidiar, es la suposición de que son delincuentes o que violaron la ley por estar en el país sin documentos. La realidad es que la mayoría de estos jóvenes no participaron en la toma de decisión familiar para migrar; muchos de ellos fueron traídos al país por sus padres o familiares siendo muy jóvenes, algunos con pocos años de edad, o incluso meses de nacidos. Esta es la razón por la que se presentó la iniciativa Dream Act: para regularizar la situación migratoria de casi dos millones de jóvenes que han crecido en Estados Unidos sin haber cometido delito alguno. La iniciativa, como es sabido, sigue sin aprobarse hasta la fecha.
Otra suposición común suele ser que “indocumentado” significa “ilegal”. Esto no siempre es correcto. Los estudiantes indocumentados pueden serlo por una gran cantidad de razones. Algunos han solicitado la residencia o algún otro tipo de estatus legal, pero sus casos aún están en espera de aprobación: en Estados Unidos existen solo 301 jueces de inmigración para atender más de 600,000 casos pendientes. Esto ha generado un cuello de botella monumental, que provoca que algunas solicitudes de residencia tarden hasta veinte años en resolverse. Es común que cuando esto ocurre, los chicos ya estén graduados e incluso a veces ya hayan formado una familia propia.
Buenavista continúa con su discurso.
—Tal vez pocos de ustedes saben que, entre los estudiantes que se graduarán este año, menos de 2,000 son indocumentados. Voy a decirlo otra vez: ustedes son parte de los menos de 2,000 estudiantes indocumentados que se están graduando en la universidad este año —un aplauso retumba en el auditorio—. Esto es significativo cuando tomamos en cuenta que solo una de cada tres personas en Estados Unidos tiene una licenciatura. Ustedes han logrado algo que la mayoría de los estadounidenses no, un grado universitario; y ninguna persona racista podrá quitarles eso.
Debido a que la mayoría de estos chicos han crecido como estadounidenses, y a que en Estados Unidos la educación es gratuita desde el jardín de niños hasta la preparatoria sin importar el estatus migratorio de los estudiantes, muchos de ellos no se vuelven conscientes de que carecen de documentos hasta que tienen que realizar sus primeros trámites legales; entre ellos, suele estar el envío de solicitudes para ingresar en la universidad. Cuando al llenar los formularios llegan al apartado en el que deben poner su número de seguro social, se dan cuenta de que no tienen uno. Sin este documento, el acceso al financiamiento para estudiar, a una licencia de conducir, o a un permiso de trabajo, les está negado. Es en ese momento cuando se dan cuenta de que ir a la universidad, si es que aún creen que vale la pena, será un camino largo y complicado.
Una vez que deciden que estudiarán una carrera, hay una serie de obstáculos adicionales. Los estudiantes indocumentados no siempre pueden moverse libremente por el país debido al miedo a una deportación. Eso significa que con frecuencia dejan ir oportunidades que son aceptadas sin problema por quienes cuentan con un estatus migratorio legal, como hacer viajes de investigación, transferirse a una mejor escuela en otro estado, o participar en intercambios académicos en otros países. Adicionalmente, algunos programas o carreras tienen como requisito que el estudiante sea residente legal o ciudadano para certificarse laboralmente; es el caso para los maestros y las enfermeras, y en algunos estados también para los abogados. Los chicos sin documentos difícilmente tienen acceso a estas carreras.
—Hoy sabemos que ustedes no lo hicieron solos —continua en su discurso Buenavista—. Sí, fueron ustedes los que estuvieron despiertos toda la noche, los que presentaron esos exámenes; pero hay generaciones en su familia que sacrificaron mucho para que esto pudiera ser posible. Esta graduación es un ejemplo de cómo ustedes hicieron oír su voz para decir que merecían una oportunidad, para honrar los sacrificios multigeneracionales que hubo en sus familias, para que la comunidad indocumentada sea exitosa. Ustedes se hicieron oír para decir que sus familias lo valen, y ese es el mensaje que quiero que lleven con ustedes: que ustedes lo valen.
Entre la audiencia, los jóvenes y sus padres escuchan con atención, algunos visiblemente emocionados. En la entrada del auditorio algunos estudiantes voluntarios ofrecían a los familiares que así lo desearan un dispositivo de traducción simultánea a otros idiomas, para quienes no dominan el inglés. Algunos papás aceptaron el audífono y lo presionaban contra la oreja con atención. En otros casos, prefirieron usar su “dispositivo” de confianza: el hijo, o la hija hablándoles al oído, interpretando para ellos el discurso de la profesora.
—Para los papás que alguna vez se preguntaron si sus sacrificios valían la pena, espero que el éxito de sus hijos les muestre que sí. A los estudiantes que se gradúan este año: si alguna vez se preguntaron si sus esfuerzos valían la pena, quiero que sepan que sí. Y para todos los que alguna vez se han preguntado, “¿valgo la pena?”, quiero que sepan que sí, que lo vales. Aunque haya gente en la sociedad que les quiera hacer lo contrario, no escuchen a esa gente que no los ama. Ustedes son la siguiente generación de maestros, consejeros y organizadores comunitarios para dar voz a las personas indocumentadas en Estados Unidos. Usen su educación para asegurar el futuro de otras familias y estudiantes inmigrantes. Y háganlo siendo capaces de amar tanto, que los demás puedan usar esa capacidad para protegerse a ellos mismos. Felicidades a los undocugrads de la generación 2018. Amen radicalmente.
RETOS INCESANTES
Cuando Teresa empezó a hablar en español para agradecer a sus padres el sacrificio que hicieron al venir a este país, abriendo puertas para ella y su hermana, se le quebró la voz. Tuvo que detenerse unos segundos para recuperar el aliento y seguir hablando. Agradeció, también a sus abuelos, a su pareja, y al Dream Center, el lugar que ha sido su red de soporte cuando la presión del estatus migratorio parece insoportable.
—Quiero reconocer a todos los que trabajan y colaboran voluntariamente en el Dream Center por abrirme la puerta y abrírsela a otros estudiantes indocumentados, y a mucha otra gente —dijo emocionada. Acto seguido, pidió que se pusieran de pie todos los que, de una u otra manera, han colaborado con este centro, y pidió un aplauso para ellos. Quienes se encontraban de pie no son solo los asesores de esta primera generación de undocugrads, sino su red de soporte para los años por venir; que por el momento, no se adivinan fáciles.
La iniciativa Dream Act fue presentada al Congreso de Estados Unidos en 2011, y fue llevada a votación al pleno en cinco ocasiones distintas, la última en 2010. Esa vez fue aprobada por la Cámara Baja y se quedó a cinco votos de distancia en el Senado. Cuando eso ocurrió, los jóvenes Dreamers, que ya se encontraban organizados en redes nacionales que unían a grupos locales como Dreams to be Heard, iniciaron acciones por su cuenta, desde cabildeo directo en Washington D.C., hasta desobediencias civiles bloqueando calles y oficinas gubernamentales en varios estados.
Esta estrategia les dio tal visibilidad, que en 2012, a unos meses de la elección para su segundo mandato, el presidente Barack Obama anunció una medida para dar protección temporal contra la deportación a estos jóvenes: una orden ejecutiva, que por tanto no requiere aprobación del Congreso, y que daba un número de seguro social y un permiso de trabajo temporales a los chicos bajo criterios similares a los del Dream Act, pero que no les otorgaba un estatus migratorio regular, dado que esa es facultad exclusiva del Congreso. La medida, conocida como DACA, e implementada mientras el Congreso aprobaba una ley definitiva, se estableció con vigencia de dos años con posibilidad de renovación; esta ocurrió en 2014 y nuevamente en 2016.
Por los últimos cinco años, casi 800,000 chicos indocumentados que se han acogido a la medida, han accedido a ciertos financiamientos para estudiar, han obtenido una licencia para conducir, y han trabajado legalmente sin miedo a la deportación, gracias a esta medida temporal. Eso, sin duda, ha dado un respiro a muchos de estos jóvenes, que en ocasiones tardaban seis u ocho años en terminar una carrera de cuatro años debido a que debían combinar los estudios con un trabajo de medio tiempo para mantenerse, y además para pagar por su educación; en ocasiones, incluso, tenían que dejar de estudiar un semestre para ganar dinero para pagar el siguiente.
Aun con la protección otorgada por DACA, solo en 13 de los 50 estados se permite a los jóvenes indocumentados graduados de preparatorias estatales pagar tarifas en la universidad como residentes del estado y no como extranjeros —entre ellos, los mencionados California, Nueva York y Texas, no así Florida, Nevada y otros estados con elevada población inmigrante—. En el caso de quienes no viven en esos trece estados, resulta extremadamente difícil pagar la educación superior; y aunque en la mayoría de ellos puede haber otros programas privados o locales para apoyar estudiantes indocumentados, con frecuencia estos no se atreven a hablar sobre su estatus migratorio por temor a ser denunciados; así, dejan pasar la que puede ser tal vez la única oportunidad de alcanzar un título.
Una vez que logran ingresar en la universidad, los retos para las familias indocumentadas no cesan. Algunos chicos han visto cómo deportan a miembros de su familia; en algunos casos, los padres deportados piden a los jóvenes que se queden en Estados Unidos para que finalicen su educación universitaria, aunque eso represente estar separados de ellos. Y sin embargo, los chicos siguen adelante.
Uno de estos casos se pudo apreciar recientemente en un video que se volvió viral en redes sociales: una chica vestida de toga y birrete para asistir a su graduación, decidió hacer una escala antes en la garita que conecta a Ciudad Juárez, en México, con El Paso, en Estados Unidos. Su padre fue deportado y vive del lado mexicano, pero la joven decidió que no podía ir a su graduación sin que su padre la viera primero. El video conmovió a miles de personas que lo vieron y volvió a poner en evidencia lo que representa para estas familias la separación por su estatus migratorio.
En 2016 el Center for American Progress, un think tank estadounidense de línea progresista, publicó un estudio haciendo una evaluación tras cuatro años de haberse implementado DACA. De los 750,000 jóvenes que habían recibido la protección del programa —77 por ciento de ellos mexicanos—, 95 por ciento se encontraba estudiando, trabajando o ambos. Seis por ciento de los beneficiarios de DACA se habían convertido en pequeños empresarios, lanzando iniciativas propias, en comparación con la media nacional, que es de 3.1 por ciento. Muchos de estos jóvenes entrepreneurs no solo no están “robando el empleo” a los estadounidenses, sino que están generando trabajo; incluido uno de los entrevistados, que tenía nueve empleados.
Sin embargo, desde la llegada de Donald Trump al gobierno en 2017, la situación de estos chicos vuelve a ser incierta. El presidente de Estados Unidos puso un ultimátum al Congreso —que durante los casi seis años de existencia de DACA no ha hecho nada para dar una solución permanente a los Dreamers—, anunciando que, haciendo uso de las mismas facultades ejecutivas que utilizó Obama, a principio de 2018 cancelaría DACA y volvería a dejar a los chicos en un estado de vulnerabilidad. La cancelación no se ha realizado debido a una demanda legal en la cual dos cortes fallaron a favor de los jóvenes indocumentados, pero la zozobra y la incertidumbre para ellos han vuelto a ser sentimientos cotidianos. Por eso los discursos de este día tienen una carga simbólica mayor.
—Para los que se gradúan hoy: no importa qué tan pequeño o grande sea tu sueño, nadie puede decirte que no lo lograrás —aseguró Teresa a sus compañeros antes de bajar del escenario—. No tengas miedo de tomar nuevas oportunidades. Sigue siendo el orgullo de quienes te rodean y siempre trabaja para alcanzar tu destino.
DERRIBANDO ESTEREOTIPOS
La ceremonia de reconocimiento de los undocugrads resulta de lo más linda. Uno por uno, los graduados fueron llamados por su nombre para subir al escenario. Acompañados por sus padres, hermanos, parejas e hijos, cada graduado se paró al centro, mientras sus familiares colocaban alrededor de su cuello una estola de graduación de satín azul, el color de Dreams to be Heard, y figuras bordadas de mariposas monarca, el símbolo del movimiento proinmigrante para representar la libre migración trasnacional. En uno de los costados, con letras rojas, se podía leer “Class of 2018”.
Una señora madura no puede dejar de sonreír. Pasea entre las filas de invitados portando una estola blanca, regalo de su hijo, con una leyenda bordada: “Gracias, Mami”. La mujer lleva en las manos la bandera de México y la de Estados Unidos.
Una vez que todos los jóvenes han subido al estrado, Álvaro, un joven esbelto y sonriente, toma el micrófono, agradece nuevamente a los padres “que tomaron la decisión de migrar”, y empieza a hablar de lo que sigue para los jóvenes que se han graduado, incluida la posibilidad de un posgrado. De entre los 45 chicos que se acaban de graduar, lee algunos nombres: son los jóvenes que han sido aceptados en universidades para hacer una maestría.
—De esto se trata —dice Álvaro—. Necesitamos tomar las riendas de nuestra vida. Retar los estereotipos, los argumentos que usan contra nosotros, y combatirlos con amor, con gracia, con el alma. Tu camino depende de ti, pero tienes que pavimentarlo para romper los estereotipos y hacer ver a los demás que tu valor no está determinado por tu nacionalidad o tu credo; defender tu posición, y recordar que eres el dueño de tu destino y el capitán de tu alma.
Gaby se está graduando de la carrera de Salud Pública. A diferencia de la mayoría de los graduados hoy, que están en sus años 20, Gaby tiene 39 años, nació en Ensenada, creció en Jalisco y vive en Estados Unidos desde los once años de edad. Su esposo y sus dos hijas, una de 21 años y la otra de seis, fueron quienes le colocaron la estola sobre los hombros cuando tocó su turno.
—Sé que soy una persona de edad poco común para graduarse, pero quiero ser una inspiración para todas las personas que creen que no pueden o que no lo lograron en su tiempo pero ahora desearían hacerlo. Aquí hay padres de hijos que se acaban de graduar y que tal vez piensan que es demasiado tarde para regresar a la escuela, pero nunca es demasiado tarde. Para mí, esta es una manera de decirle a mis hijas que todo es posible si tienen las ganas de hacerlo y de lograrlo.
A media conversación, Gaby solicita que, si su testimonio va a ser mencionado, sea solo por su nombre de pila, sin el apellido; los tiempos no están para correr riesgos, y cada persona indocumentada sabe que hay que caminar con certeza, pero sin bajar la guardia. De hecho, a diferencia de lo que ocurre en otros eventos similares, en esta ocasión el Dream Center de CSUN decidió no publicitar el evento, para proteger a los graduados y sus familias, y permitirles disfrutar de la celebración sin preocupaciones.
—Falta educación sobre cómo vivimos o por qué estamos aquí, o qué es lo que hacemos las personas que no tenemos documentos —dice Gaby—. Se dice que tomamos beneficios que no nos pertenecen, que tomamos trabajos que no son nuestros, que somos criminales, muchas cosas negativas. Si de verdad se educaran sabrían la realidad: no estamos robando a nadie, estamos trabajando y tenemos toda nuestra vida de trabajadores pagando impuestos. Este es el país de la oportunidad para quienes trabajan, y nosotros la estamos tomando.
Gaby es una de las estudiantes que va a seguir estudiando; realizará una maestría en Salud Pública, y, asegura, después buscará terminar un doctorado.
La velada llega a su fin y Blanca Villagómez, consejera estudiantil de Dreams to be Heard, lanza el último mensaje.
—Estén siempre seguros de su camino, sin importar lo que pase, y sobre todo en estos tiempos. No se detengan, porque ustedes, más que cualquier persona, merecen triunfar.