LA DECLARACIÓN fue neutra, burocrática. Pero tiene implicaciones profundas. A fines de febrero, el Partido Comunista de China anunció una propuesta para abolir los límites temporales para su cargo más alto. El partido no ha tomado una decisión final, pero la noticia parece confirmar lo que muchos han sospechado desde hace tiempo: Xi Jinping, el líder del país, quiere ser presidente vitalicio.
La noticia no sorprendió, aunque no se esperaba tan pronto. Además de ser presidente, Xi también es secretario general del Partido Comunista, y comandante en jefe de las fuerzas armadas. El límite temporal de su presidencia restringe, efectivamente, su capacidad para ejercer las otras dos funciones. Desde que Xi asumió el mando, en marzo de 2013, ha estado dedicado a combatir la corrupción y, en esencia, esa lucha es el vehículo como él y sus aliados intentan consolidar el control sobre los niveles más altos del partido, así como en las grandes compañías estatales. Las rivalidades y las agendas conflictivas de la política china rara vez son visibles al mundo exterior, de suerte que muchos suponían que la lucha de Xi seguía su curso, dado lo arraigada que está la corrupción en China.
Si el partido decide acabar con el límite al mandato presidencial, que en este momento es de dos periodos de cinco años, esto podría tener implicaciones muy importantes para el país; y para el mundo. Desde la perspectiva nacional, sería una ruptura con lo que ha sido un sistema de sucesión estable. Deng Xiaoping, el padre de las reformas económicas de China, creó dicho sistema en 1982. Antes del régimen de Xiaoping, la nación estaba sumida en el caos y el dolor de la Revolución Cultural, cuando Mao Zedong “tenía poder absoluto sobre la vida y muerte de los demás”, escribió Mo Zhixu, comentarista político radicado en China.
Después de Mao, Deng y sus sucesores transformaron China de un país empobrecido y aislado en la segunda nación más poderosa del mundo. Y muchos consideran inevitable que China supere a Estados Unidos en términos de influencia y crecimiento económico.
Con todo, Pekín ha experimentado estos cambios durante un periodo de estabilidad relativa, en que las transiciones políticas se han percibido como un proceso ordenado y previsible. Jiang Zemin, el sucesor de Deng, entregó el poder a Hu Jintao quien, al cabo de una década, cedió el partido a Xi. Y eso, previsiblemente, es lo que se cuestiona en este momento.
Lo que nadie cuestiona es que Xi quiere aumentar la influencia del país, y demostrar al mundo que su modelo de gobierno es una alternativa meritoria a los modelos occidentales. A pesar de la resistencia estadounidense, Xi no da señales de renunciar a sus esfuerzos para dominar los mares del Sur y Oriental de China. Asimismo, a través de su empeño en construir infraestructura en las naciones en desarrollo, Xi ha expandido la influencia de China hacia el sur y occidente, abarcando el territorio de Paquistán.
Xi considera que el mundo debe plegarse a los deseos de China y no lo contrario. No muestra interés en deponer al norcoreano Kim Jong Un, a pesar de sus disparates nucleares; y sin duda responderá en el mismo tenor a cualquier protección comercial estadounidense, como la que Washington anunció a principios de marzo, para el acero y el aluminio.
Además, tras una década de vacilación, China al fin ha adoptado reformas económicas dolorosas y necesarias. Algunos de los simpatizantes de Xi creen que necesita más tiempo y más autoridad para implementarlas. El presidente chino tal vez se ha percatado de que tardará un poco en reducir la deuda de su país, y de que esto conducirá a una ralentización del crecimiento. O quizá quiera gestionar el proceso. Tal es la perspectiva más optimista sobre el anuncio del partido: que, eventualmente, si la economía marcha y la carga de deuda disminuye, es posible que Xi pueda entregar el poder a un sucesor y pase a la historia como un héroe. Semejante escenario es factible. Pero presupone que el líder chino está dispuesto a supervisar una transición económica sostenida y dolorosa. Y también presupone que, algún día, cederá el poder.
Muchos analistas de Occidente se mostraron hastiados tras la noticia de Pekín; sobre todo los que esperaban una reforma política en China una vez que prosperara su economía (como ocurrió en Corea del Sur y Taiwán en la década de 1980). Parece que, al fin, esos observadores están aceptando la realidad. China se ha vuelto un Estado autoritario más seguro y más represivo de lo que fuera antes de Xi. La creciente represión contra cualquiera que critique al Estado, así como el uso gubernamental de la censura tecnológica y de la internet para vigilar a los ciudadanos, llegó para quedarse. E, incluso, podría aumentar.
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Pese a los logros económicos de China, aún hay millones de nacionales que anhelan mayor libertad política. Pero, bajo este régimen, carecen de voz; y al parecer, no la tendrán en mucho tiempo. Con 64 años y aparente buena salud, Xi no irá a ninguna parte.
En este momento, se ha convertido —muy probablemente— en el emperador vitalicio de China.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek