Un destacado físico teórico, un relevante divulgador y comentarista de ciencia pero, sobre todo, un tenaz motivador del quehacer científico, eso y más fue Stephen Hawking, con quien tuvimos la fortuna de coincidir en el tiempo y el espacio.
A Stephen Hawking le gustaban las coincidencias.
“Galileo murió el 8 de noviembre de 1642, exactamente 300 años antes de mi nacimiento”, escribió en su libro Dios creó los números, en el primer párrafo del capítulo donde habla de Isaac Newton, de quien señala a continuación que nació en el mismo año de 1642 y que “fue nombrado catedrático lucasiano de matemáticas en la Universidad de Cambridge, catedra que ocupo yo en la actualidad”.
No lo decía tanto por vanidad como para sumarse a la tradición que inició Galileo, cuando escribió en El ensayador (1623) “el Universo está escrito en lenguaje matemático”, y que consolidó Newton cuando inventó el cálculo para demostrar sus leyes del movimiento y de la gravitación universal.
Así, no hay forma de saberlo, pero es casi seguro que Hawking murió satisfecho con la idea de morir un 14 de marzo, cuando se celebraría el cumpleaños número 139 de Albert Einstein, el día del número pi (cuyos primeros dígitos son 3.14), y apenas unas horas después del 13 de marzo, cuando Galileo publicó El mensajero sideral, que se puede considerar la primera publicación científica de periodismo, divulgación y comunicación entre pares.
Porque Hawking fue muy importante como físico teórico, pero casi se puede decir que fue más relevante como divulgador y comentarista de ciencia. Pero, sobre todo, y desde su silla de ruedas hablando a través de una computadora, fue fundamental como motivador del entusiasmo por el quehacer científico y, en general, por disfrutar de la vida y de lo que podemos hacer en ella sin importar las circunstancias.
Como él mismo dijo en una entrevista con The New York Times cuando celebró su cumpleaños 65 experimentando la gravedad cero: “Quiero mostrar que la gente no tiene por qué estar sujeta por limitaciones físicas mientras no las tenga de espíritu”.
Igual que Newton y Einstein, Hawking fue en su juventud un estudiante “mediocre”, es decir, tenía malas calificaciones y ningún interés por las clases que impartían, aunque su brillantez era evidente para muchos. Incluso en las clases de matemáticas y física, que le gustaban, trabajaba poco porque le parecían demasiado fáciles.
Para él, la esclerosis lateral amiotrófica, que le diagnosticaron cuando apenas tenía 21 años y se disponía a comenzar su trabajo como investigador, fue probablemente, más que un impedimento, un aliciente para conseguir sus metas. Y vaya que procuró ponerse metas lejanas, se las puso nada menos que en los confines del universo conocido.
Ante la relevancia que Hawking adquirió como figura pública, no es exageración decir que es el físico contemporáneo más conocido y querido, no faltan quienes puedan pensar que sus contribuciones científicas no fueron tan relevantes.
Mucha gente pensará: “Cómo es posible que salga hasta en Los Simpson y The Big Bang Theory y no solo no le hayan dado el Premio Nobel, sino que su nombre ni siquiera se menciona entre quienes lo podrían recibir cada año”.
Ok, confieso que eso es algo que yo pensaba también hasta 2013, cuando le dieron el Nobel a François Englert y Peter Higgs por la predicción teórica de la partícula, el bosón, que lleva el nombre del segundo y que habían hecho ¡en 1964!, pero que fue comprobada experimentalmente en el Gran Acelerador de Hadrones en 2012. Es decir, les dieron el premio hasta que se comprobó sin duda alguna que la predicción era cierta.
Y todavía falta tiempo para que se pueda encontrar la predicción más importante y favorita del recién fallecido físico, una cuya fórmula pidió que se pusiera en su lápida: la radiación de Hawking.
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ENTRE LA RELATIVIDAD Y LA MECÁNICA CUÁNTICA
A Stephen Hawking le gustaban las coincidencias.
Tal vez por eso su principal aportación al mundo del conocimiento fue el esfuerzo de unir dos teorías que, hasta que él llegó, parecían irreconciliables: la teoría de la relatividad general y la mecánica cuántica. La primera, al explicar el funcionamiento de la gravedad como una deformación del espacio tiempo, se aplica a las grandes masas, al Sol, la Tierra, las galaxias. La segunda se ocupa de lo más pequeño, de las partículas subatómicas.
Desde el inicio de su carrera, Hawking encontró donde pueden coincidir ambas teorías: en los agujeros negros, y se puso a trabajar para tratar de explicarlos.
“Lo que él encontró, no lo encontró solo, por supuesto, platicó con (Yako Borisovich) Zeldovich y (Roger) Penrose, principalmente…”, comenta el doctor Saúl Ramos, del Instituto de Física de la UNAM, y señala una serie más de coincidencias a las que Hawking era afecto: las que se daban al trabajar con otros científicos.
Lo que encontraron, pues, fue que “particularmente en la frontera del agujero negro, en el llamado horizontes de eventos, el lugar de no retorno, por las altas temperaturas se podrían generar parejas de una partícula y una antipartícula, y podría suceder que una de ellas salga y la otra caiga hacia el agujero negro. La que saliera emanada sería parte de lo que él llamó radiación en su momento”, la radiación de Hawking.
Esta radiación haría que, poco a poco, el agujero negro fuera perdiendo masa y a lo largo de muchos millones de años se fuera evaporando hasta desaparecer.
El problema es que, según los cálculos, aun los agujeros negros más grandes, como el que se encuentra en el centro de nuestra galaxia, emiten tan poca radiación que, hasta la fecha, es imposible detectarla con la tecnología que tenemos.
Existe la ilusión de que en el laboratorio de más alta energía del planeta, el Gran Colisión de Hadrones, se pudiera, al bombardear partículas una contra otra, alcanzar una masa con la densidad suficiente como para formar miniagujeros negros en los cuales poder observar la radiación de Hawking (y, de paso, algunas dimensiones extra que permitirían explicar por qué la fuerza de gravedad es tanto más débil que la electromagnética o la nuclear).
Por supuesto que también existió el temor de que esto sucediera y alguno de estos miniagujeros negros engullera a la Tierra. Hubo incluso una demanda para impedir que abriera el colisionador. La explicación de que los miniagujeros negros, en caso de formarse, se desvanecerían por la radiación de Hawking o entre las dimensiones extra que se esperaban observar, no dejaba tranquilos a los demandantes (aunque, hay que decirlo, a los físicos sí, por completo).
Hasta ahora, la ilusión tampoco se ha justificado. Después de años de experimentos y observaciones, el colisionador no ha dado muestras de poder formar agujeros negros. Quizás en el futuro.
“Hay otra contribución (de Hawking) que tiene total validez y que es totalmente matemática, la elaboró con Roger Penrose”, comenta Ramos. “Y resulta que una propiedad esencial del cosmos es la existencia de las singularidades”.
Una singularidad se da en el momento y lugar donde y cuando las leyes de una teoría dejan de ser aplicables.
Un ejemplo son los agujeros negros pero, también, más atrás en el tiempo, se calcula que hubo un punto donde la temperatura, la densidad y la curvatura del espacio son infinitos, por lo que la teoría de la relatividad de Einstein deja de tener validez.
No solo eso; ese fue “un momento en el que toda la materia y toda la energía estuvieron concentradas, atrapadas en un punto”.
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Para propósitos de este texto, y sin hacer mucho caso de si estamos usando una terminología técnica adecuada, bien podemos decir “un momento donde toda la materia y toda la energía coincidieron en un punto”, y señalar que lo que sucede a partir de ese punto se estudia con relatividad y cuántica. “El hallazgo de Penrose y Hawking está en el corazón de la cosmología”.
Es decir, estos dos científicos no aportaron la idea de la existencia del Big Bang (esa la propuso el ruso Alexander Friedmann en 1922), pero sí las herramientas matemáticas para estudiarlo y comprenderlo desde la seguridad de la Tierra cerca de 14,000 millones de años después.
DESENCUENTRO CON UN CIENTÍFICO DE ORIGEN MEXICANO
Por supuesto que no todo fueron coincidencias, también hubo desencuentros.
Una de las grandes aportaciones de Hawking vino a solucionar una disputa con Jacob Bekenstein, quien nació en 1947 en la Ciudad de México y pasó aquí su primera infancia. Más tarde, su familia de emigrantes judío-polacos se fue a Estados Unidos. Bekenstein pasó su vida como científico profesional en Israel hasta su muerte, en 2015.
Hawking y Bekenstein incorporaron una tercera ciencia al estudio de los agujeros negros, la termodinámica, en particular, la cantidad llamada entropía. Esto se hizo a partir de que Bekenstein, uno de los científicos más relevantes de los últimos años y que, sin embargo, es muy poco conocido, señaló en 1970 que la mera concepción de los agujeros negros violaba la segunda ley de la termodinámica.
Con la termodinámica sucede una cosa curiosa: sus leyes son, en cierto sentido, más universales que las demás leyes de la física. Las distintas ramas de la física, como la relativista y la cuántica, pueden no tener relación entre sí o puede una ser un caso especial de la otra, como la newtoniana lo es de la relativista, pero todas ellas están bajo el gobierno de las leyes de la termodinámica.
Así que, ¿cómo en los agujeros negros (bueno, en su concepción) se está violando una de esas leyes? Aquello no podía tolerarse… ¿O sí? Bueno, Stephen Hawking lo toleró un tiempo e incluso tuvo sus conflictos con el joven Bekenstein (tenía 23 años y acababa de graduarse) en Princeton.
El motivo del “pleito” entre los dos muchachos (Hawking era solo unos cinco años mayor), aunque involucre un concepto abstracto como la entropía, es bastante fácil de explicar en términos generales.
La entropía se pude concebir como una medida del desorden de un sistema. Como estamos hablando del cosmos, imaginemos una gran nube de gas flotando en el espacio, como está a una temperatura más o menos elevada sus átomos o moléculas se mueven de un lado para otro y chocan entre sí. Eso suena bastante desordenado, ¿no? Ahora vamos a suponer que ese gas es “devorado” por un agujero negro y desaparece. Esto implicaría que también su entropía desaparece. Pero la segunda ley de la termodinámica afirma que la entropía de los sistemas siempre tiende a aumentar, no puede simplemente desaparecer.
Bekenstein propuso entonces que los hoyos negros tenían una cierta entropía. Pero Hawking se opuso: si tenían entropía, entonces tenían temperatura, y si tenían temperatura serían un cuerpo caliente que, como tal, tendría que emitir cierta radiación y, por definición, eso no sucedía en un agujero negro, nada salía de ahí.
No le tomó más de dos años a Hawking darse cuenta de su error. En 1974, publicó su hipótesis sobre la radiación que emiten los agujeros negros. Era la radiación de Hawking. Hay quienes la llaman la radiación de Bekenstein-Hawking.
EL ATEO PRACTICANTE
A Stephen Hawking le gustaban las coincidencias.
También le gustaba hablar de Dios, y eso no era por mera coincidencia.
Hawking hablaba de Dios, a cada rato. En 1988, en la primera edición de La breve historia del tiempo, Carl Sagan escribió en la introducción: “También se trata de un libro acerca de Dios… o quizás acerca de la ausencia de Dios. La palabra Dios llena estas páginas”.
En cierto sentido, hacía honor a la silla lucasiana que ocupara Newton. Para Newton, en principio, Dios era todopoderoso, pero era demasiado grande para ser comprensible, nada tenía que ver con la vida humana y sus dramas cotidianos; para empezar a conocerlo, había que entender cómo funcionaba la naturaleza, el universo.
En La breve historia del tiempo incluso afirma que si se hiciera una teoría del todo, una que permitiera explicar cómo funcionan en conjunto todos los elementos del universo, eso sería como “entender la mente de Dios”.
Cuando doy clases o talleres de periodismo de ciencia, siempre digo, a pesar de que no falta quien me ve con suspicacia, que las grandes preguntas son de enorme interés para el público, tanto como su salud o sus finanzas, tanto que las incluyo entre los elementos “de interés público”.
Y es que no hay otra manera de explicarse, como menciona el propio Hawking en una edición reciente de La breve historia del tiempo, que un libro no tan bien escrito y que tiene por lo menos un par de capítulos francamente incomprensibles, estuviera “en la lista de best-sellers del London Sunday Times durante 237 semanas, más que cualquier otro libro (al parecer, no se cuentan la Biblia ni Shakespeare)”; que se haya “traducido en algo así como 40 idiomas y ha vendido aproximadamente una copia para cada 750 hombres, mujeres y niños en el mundo”.
Es posible, como me recuerda Saúl Rodríguez, que sea cierto que Hawking fuera “el escritor más vendido menos leído del mundo”. Sin embargo, está claro que a finales del siglo XX la gente quería tener su libro cerca y pensar que podía entender el universo y contestar algunas de las grandes preguntas.
Pero mientras Newton, al final de sus días, se convirtió en un creyente fervoroso y se dedicó a tratar de explicar con física cada pasaje de la Biblia, Hawking se fue haciendo, por decirlo de algún modo, menos creyente.
En El gran diseño, el libro que publicó con Leonard Mlodinow sobre lo que en 1988 llamó la teoría del todo (aquí la llama Teoría M y en realidad no es una sola, sino el conjunto de teorías que tenemos), dice:
“Describiremos cómo la teoría M puede ofrecer respuestas a la pregunta de creación. Según las predicciones de la teoría M, nuestro universo no es el único, sino que muchísimos otros universos fueron creados de la nada: su creación, sin embargo, no requiere la intervención de ningún Dios o Ser Sobrenatural”. No hace siquiera un guiño a que Dios, como dijera el filósofo Baruch Spinoza, es quizás otra forma de llamar a la Naturaleza.
A pesar de su ateísmo practicante, Hawking siguió siendo muy querido por ateos y creyentes.
EN EL CIELO, COMO EN LA TIERRA, COMO EN LA MÚSICA
A Stephen Hawking le gustaban las coincidencias. También le gustaba la música. Así que quiero pensar que le hubiera gustado el final de este texto. En noviembre de 2006, en la Universidad de Cambridge se hizo un concierto con las tres piezas favoritas de Hawking. Ninguna de ellas es famosa.
La primera fue la Sinfonía de los salmos, de Stravinsky, la cual compró en sus épocas de estudiante porque el disco de acetato estaba en descuento, y la segunda fue el Concierto para violín de Henryk Wieniaski. La tercera pieza fue Gloria de Francis Poulenc, una obra que causó un escándalo en su estreno por su extraña combinación de ligereza y espiritualidad. Poulenc explicó que la compuso pensando en frescos de ángeles sacando la lengua y en los monjes benedictinos que en cierta ocasión vio jugando futbol.
Ninguna de estas obras es famosa porque ninguna es muy buena ni trascendente.
Mi alumna Danielle Lupin me cuenta de cuando Hawking hizo una fiesta y mandó las invitaciones cuando esta se acabó para mostrar la imposibilidad de los viajes en el tiempo.
Era un chiste. Así que, si hablamos de cómicos, Hawking era de los peores; si de críticos musicales, no era de los buenos; si hablamos de físicos y matemáticos, era de los verdaderamente grandes, pero desde luego no era el único y tal vez ni siquiera fuera el más inteligente; si hablamos de divulgadores, hay muchos que lo han hecho mejor. Pero alcanzó mucha más fama y afecto que el resto de sus colegas contemporáneos en la física y la divulgación, más que incluso aquellos con quienes colaboró, como Penrose o Mlodinow.
Sin duda, una buena parte de su éxito se debe a su condición de paciente de esclerosis, y no faltan quienes señalan esto como si de alguna manera lo hiciera menos valioso o importante.
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Pero lo cierto fue que Hawking padecía una enfermedad terrible, pero nunca fue una víctima de ella, y no creo que haya nadie en el mundo que pueda decir que inspiraba lástima. Inspiraba, en cambio, deseo y valor para superar dificultades.
Cuando en 2006 la Universidad de Cambridge puso su tesis doctoral a disposición de cualquiera a través de la internet, igual que el invaluable resto del archivo de la institución, Hawking comentó en la ceremonia:
“Al incluir mi tesis en Open Access, espero inspirar a la gente de todo el mundo a mirar hacia arriba a las estrellas y no hacia abajo a sus pies; a maravillarse acerca de nuestro lugar en el universo y a tratar de encontrarle sentido al cosmos. Cualquiera donde sea en el mundo debería tener acceso libre e ilimitado no solo a mi investigación, sino a la investigación de cualquier mente grande e inquisitiva en todo el espectro del entendimiento humano”.
Sobre todos esos elementos que coincidieron en Hawking para hacerlo la figura principal de la búsqueda del conocimiento en nuestra época, como en su momento lo fueron Galileo, Newton o Einstein, le cedo la palabra a Saúl Rodríguez: “Es como la música, cuando la idea precisa llega en el momento exacto…”.
No hace falta completar la frase, algunos dirán que sucede la magia; otros, lo maravilloso, y otros, el milagro.