Todos los presidentes de Estados Unidos han sido hombres; muchos de ellos también han sido perros. De los 45 residentes de la Casa Blanca, 14 han sido conocidos, o considerablemente sospechosos, según un cálculo, de haberse comprometido en aventuras del corazón —o de la entrepierna— inadmisibles en tu clase de civismo de secundaria. “¡Vamos, esto es peor que el asesinato!”, se quejó Chester A. Arthur sobre los rumores de que él, viudo, tenía una aventura, y eso fue mucho antes de la aparición de la internet. Los devaneos de John F. Kennedy fueron por lo menos tan famosos como sus logros. Si los últimos parecen notoriamente magros, el tiempo que le dedicó al dúo de secretarias Fiddle y Faddle podría servir de explicación.
Bill Clinton fue llamado “nuestro primer presidente negro” por la novelista Toni Morrison. Tocó el saxofón enThe Arsenio Hall Show. Cuando un miembro del público, durante un foro de MTV, le preguntó si prefería como ropa interior los bóxeres o las trusas, Bill respondió con honestidad: “Usualmente, trusas”. Mientras tanto, George H. W. Bush batallaba con el escáner de la caja de una tienda de abarrotes. Clinton encarnaba “casi todo tropo de la negritud”, escribió Morrison, aludiendo a la “sexualidad no vigilada” del presidente. El tufo del sexo ilícito flotaba sobre Clinton como el perfume barato de una amante.
Es bien sabido que Morrison le confirió ese título en 1998, en medio de la investigación de la relación de Clinton con Monica Lewinsky, interna de la Casa Blanca. Clinton mintió con respecto a su aventura con Lewinsky bajo juramento, lo que llevó a la impugnación del presidente por parte de la Cámara de Representantes. Al momento, la clarividencia de la novelista sobre la compleja posición cultural de Clinton se sintió un poco tardía. También se sintió como una especie de excusa.
Clinton probablemente captó la política mejor que cualquier otro presidente. También entendió que la gente no vota por políticas. Votan por historias. Y su historia de Estados Unidos era la de una superpotencia próspera que emergía victoriosa de la Guerra Fría, una nación repleta y repuesta. Los votantes estadounidenses se la compraron en 1992, y de nuevo en 1996. También hicieron senadora a su esposa, luego la vieron convertirse en secretaria de Estado. Y casi la hicieron presidenta. Y tal vez si la campaña de ella le hubiera quitado el bozal al Gran Perro, Hillary estaría ahora en la Casa Blanca.
En estos días posteriores al escándalo de Harvey Weinstein, el “habilidoso Willie” ya no parece especialmente hábil. Lo que tal vez no haya sido vigilado en 1992 ya no puede escapar al rugido de las sirenas de 2017. En noviembre, a la senadora demócrata Kirsten Gillibrand —protegida de Clinton y por mucho tiempo benefactora de la generosidad de la pareja— le preguntóThe New York Times si Bill debió haber renunciado tras la aventura con Lewinsky. “Sí, pienso que esa es la respuesta apropiada”, respondió.
Esto fue un ataque desde dentro del reducto demócrata, sin que Fox News disparara otro misil de veneno. Provino, nada menos, de una mujer de quien se esperaba que buscara seriamente la presidencia en 2020. Pese a todo lo que se habla del amor del presidente Donald Trump por la lealtad, los Clinton exigen muestras de vasallaje que harían enrojecer a un jefe de la mafia.
Uno de sus fieles, Philippe Reines, exasesor de Hillary, rápidamente les mostró a los demócratas lo que les espera si no tratan la historia de Bill con las mujeres como algo distante, inescrutable e irrelevante: “Ken Starr gastó 70 millones de dólares en una mamada consensuada”, tuiteó. “El Senado votó por mantener al presidente de Estados Unidos William Jefferson Clinton. ¿Pero no es suficiente para usted @SenGillibrand? Por más de 20 años usted tomó los apoyos, el dinero y el escaño de los Clinton. Hipócrita”.
Gillibrand solo había dicho una verdad que muchos habían acordado callar. Ahora que ha salido, los demócratas finalmente pueden y deben hablar del legado de Bill. No deberían dejar de hacerlo porque la discusión sea agotadora y desalentadora, o porque Trump ha tuiteado algo escandaloso.
TODAS LAS MUJERES DEL PRESIDENTE: Los liberales solían desdeñar a Broaddrick y otras acusadoras de Clinton, pero ya no es así; incluso Gillibrand le ha dado la espalda a Bill. FOTO: REUTERS
Muchos demócratas más jóvenes no consideran los logros de Bill como sacrosantos o inmunes a la retrospección. “A Kirsten se le hizo una pregunta y dio una respuesta honesta”, dice Alyssa Mastromonaco, exalta asesora del presidente Barack Obama. “La apoyo, y espero que cuando entremos en 2018 y el 20 aniversario de esa impugnación, la gente llegue a entender exactamente lo que padeció Monica”.
Lauren Duca, una columnista políticamente progresista deTeen Vogue, va más allá. “La impugnación de Bill Clinton tuvo motivos descaradamente políticos —me comentó—, y como resultado, recibió una defensa por reflejo que escondía la naturaleza extremadamente problemática de su comportamiento, incluso en algunas de las conversaciones más progresistas. Todo esto quiere decir que él absolutamente debió haber renunciado. Cuando se trata de eliminar predadores de puestos de poder, la ideología política es irrelevante”.
A pesar de eso, Bill sigue siendo una fuerza poderosa dentro de un Partido Demócrata que por lo demás está en confusión. Después de que le explicó la Ley de Cuidado Asequible al público estadounidense mucho mejor que el presidente que la promulgó, Obama bromeó que Bill era su “secretario de explicar cosas”. Bill hablaba de asuntos económicos como Obama nunca pudo, de la manera en que tu amigo más inteligente lo haría con una cerveza. Bill tiene un pedigrí académico equiparable al de Obama, pero nada de la retórica pretenciosa del académico. Pero también hizo cosas que Obama nunca haría. Bill usó su encanto para reunir a israelíes y palestinos. También lo usó para atraer a una interna a la Oficina Oval para su placer sexual.
Si los demócratas no hablan de ese lado oscuro de Bill Clinton, los republicanos estarán encantados de hacerlo. Ciertamente han mostrado una voluntad de hacerlo en el pasado reciente. Durante la elección presidencial del año pasado, el entonces candidato Trump tuvo a varias mujeres como sus invitadas en uno de sus debates con Hillary; ellas habían acusado a su marido de abuso sexual o de acosarlas. Él debió saber que no iba a inquietar a Hillary, quien siguió oyendo rumores sobre el comportamiento de su marido ya bien entrado el milenio. El propósito más grande era recordarles a los votantes demócratas el pecado original de Clinton. La artimaña también fue una distracción de las muchísimas supuestas transgresiones de Trump, incluidas las afirmaciones de una conducta sexual impropia de parte de más de una docena de mujeres.
Contacté a una de esas mujeres, Juanita Broaddrick, quien desde hace mucho ha sostenido que Bill la violó en una habitación de hotel de Little Rock, Arkansas, en 1978 (él lo ha negado muchas veces). Ella estuvo de acuerdo con la valoración de Gillibrand: “Pienso que la decadencia moral de nuestra sociedad que vemos hoy es un resultado directo de sus años en el poder”, escribió Broaddrick en un mensaje de texto, refiriéndose a ambos Clinton. “Si él hubiera renunciado [por mentir sobre la aventura con Lewinsky], habría sido como decir: ‘Lo que hice estuvo mal, y no será tolerado’”.
Broaddrick y otras de las acusadoras de Clinton solían ser menospreciadas o difamadas por muchos liberales, pero ya no es así. Michelle Goldberg, una escritora de páginas de opinión deThe New York Times, recién escribió una columna titulada “Le creo a Juanita”. Menos de una semana después, su colega Ross Douthat, el gruñón conservador y residente delTimes, intentó algo similar en “¿Qué tal si Ken Starr estaba en lo correcto?”.
Es un momento conveniente para golpetear a Bill. Pero también es el momento correcto, conforme el trato a las mujeres pasa por una examinación que no se le ha dado desde la segunda oleada de feminismo, hace más de 50 años. Los Clinton se las arreglaron para ocultarse detrás de cargos de que una “gran conspiración de la derecha” había buscado socavar su presidencia, y que sus acusadoras eran peones en esa partida. No obstante, dos afirmaciones en contraposición pueden ser ciertas: sí, los conservadores querían desesperadamente deponer a Bill; pero se les habría dificultado mucho más si él hubiera vigilado su naturaleza predadora.
PERRO EN CAÍDA: Algunos se han preguntado si Starr estaba en lo correcto. Pero dejando de lado los escándalos sexuales, los ocho años de Bill en el cargo han ido perdiendo constantemente su lustre. FOTO: JOHNNY EGGITT/AFP/GETTY
El enfoque renovado en Bill Clinton se da durante la administración de un presidente que muchas veces ha sido acusado de conducta sexual impropia. En diciembre, Trump apoyó a Roy Moore, el candidato de Alabama al senado y quien ha sido acusado de conducta sexual impropia, incluso con adolescentes menores de edad. “Él lo niega totalmente”, dijo Trump sobre Moore. Claro que sí. Bill también lo negó.
Donna Brazile estuvo allí, tras haber trabajado en la campaña de Bill de 1992. Veinticuatro años después sirvió como presidenta interina del Comité Nacional Demócrata cuando Hillary estaba en medio de su campaña presidencial. Le pregunté la diferencia entre las acusadoras de Bill y las de Trump y Moore. “La diferencia: Clinton fue impugnado”, comenta Brazile. “Trump fue elegido presidente, y Moore busca ser senador federal”. En otras palabras, Bill fue castigado por sus transgresiones, mientras que los republicanos no lo han sido.
Tal vez, pero la impugnación fue por las declaraciones de Bill sobre Lewinsky, no por tener sexo con ella. Desde entonces, su remordimiento ha sido más bien como el de un abogado. En 2004, él dijo sobre la aventura: “Hice algo por la peor razón posible: solo porque pude”. Pero ha negado otras acusaciones más serias y anteriores a su tiempo en Washington.
Es asombroso cuánto ha sido disminuido el legado de Bill Clinton desde que dejó el cargo. Durante la contienda presidencial de 2008, el “primer presidente negro” de la nación manchó su prestigio entre los afroestadounidenses cuando dijo que la campaña de Obama contra Hillary era “el más grande cuento de hadas que haya visto”. Ocho años después, con su esposa compitiendo por la presidencia de nuevo, fue criticado por activistas de Las Vidas de los Negros Importan, quienes acusaron que su ley penal de 1994 mandó a prisión a toda una generación de hombres afroestadounidenses. Se defendió con una diatriba que incluía una referencia a “líderes de pandillas que engancharon a niños de 13 años en elcrack”.
Dejando de lado el sexo, los ocho años de Bill en el cargo han ido perdiendo constantemente su lustre. Toda la campaña de Trump fue un referendo sobre el libre comercio y la desregulación económica. Bill no inventó ni uno ni otra, pero sí firmó y aplicó el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Y sí abolió la Ley Glass-Steagall, la cual por décadas evitó que los bancos practicaran el tipo de compleja ingeniería financiera que, en 2008, llevó a un colapso financiero. China posiblemente no estaría en la Organización Mundial de Comercio sin su ayuda. “Subcontratista en jefe”, lo llamó un crítico en 2012.
Hillary ha pasado décadas defendiendo el trato de su marido a las mujeres. En 2016, también lo defendió de los cargos de racismo y globalismo. Buenos tiempos. En cualquier otro caso, habría sido monstruosamente injusto, una esposa obligada a explicar y desestimar los defectos de su marido. Sin embargo, en el caso de los Clinton, los votantes siempre supieron que recibían una combinación de Shaq y Kobe. Los Clinton serán eternamente en plural, al igual que los Kennedy o los Bush.
¿Alguien apuesta por Chelsea en 2024?
—
Publicado en cooperación conNewsweek / Published in cooperation withNewsweek