Si todas sus otras blasfemias culturales no acabaron con Donald Trump, su frase de agarrarlas de la vagina, en la opinión apabullante de los medios liberales, lo haría. Que no lo hiciera podría sugerir que muchas certidumbres culturales son mucho menos firmes de lo que pensaba la mayoría en la industria mediática y cultural. Veinte años (o más) de endurecer las reglas de cómo hablamos del sexo, el género, la raza y nuestra sociedad multicultural —lo que es llamado despectivamente corrección política o, más inclusivamente, el punto de vista liberal— fueron puestos a revisión por la elección de Trump.
Las impresiones actuales de conmoción por parte del sistema cultural —expresadas a diario por The New Yorker, la revista New York y The New York Times, aparentemente todo lo que incluya New York en su título— refleja sus miedos de que el desarrollo de un mundo más cauteloso, regulado y correcto está a punto de deshacerse. Que el hombre blanco sin remordimientos ha regresado. Difícilmente se puede hallar una versión más amenazadora y retrógrada de ello que con Trump, un sabueso de coños rico, voluble, egocéntrico y maduro. Para escribirlo se necesitaría de una combinación de autores como Norman Mailer, Terry Southern, Harry Crews y Gore Vidal, todos ellos notablemente fuera de contacto con las normas culturales actuales.
La norma cultural es confrontada tan claramente como la norma política con prueba de que no habla de la vida de una parte considerable de la nación: esa misma charla de coños que conmocionó a los cosmopolitas resultó ser no muy preocupante, e incluso reveló una realidad informal cotidiana, para muchos estadounidenses. La fragmentación mediática ha creado todo tipo de nichos prósperos que alojan las opiniones de consumidores ansiosos, disminuyendo la necesidad de hablarle a un público más amplio y difícil de captar, el otrora grandioso mercado del consumo masivo. (Sin nadie que le hable, en gran medida ha tenido que contender consigo mismo con una dieta creciente de deportes, otro punto pasado por alto en la conexión del votante de Trump, sus varias décadas de presencia en la alfombra roja en eventos deportivos importantes.) Y también convencer a los consumidores culturales más elitistas de que sus preocupaciones son primordiales.
Estos son solo “problemas del hombre blanco”, dijo un agente quien en 2013 rechazó una colección de cuentos sobre los terrores y la angustia madura de Kevin Morris, oriundo de Pensilvania y la clase trabajadora (transformado por los misterios de la vida estadounidense en un reconocido abogado de entretenimiento en Hollywood), quien rápidamente tomó eso como el título de su libro —piense en Richard Ford, John Cheever y Bernard Malamud, todos ellos escritores que también están fuera de moda— que él luego publicó a través de Amazon. (El mundo de la autopublicación es una cultura paralela extraordinaria y vibrante, difícilmente reconocible por el mundo librero oficial.) Cuando Morgan Entrekin, de Grove/Atlantic, poco después compró la primera novela de Morris,All Joe Knight, sobre sexo, raza y dinero, contada a través de los ojos de un muchacho de clase media baja quien crece para ser un hombre blanco maduro y alienado, “batallamos”, dijo él, “para pensar en escritores con mentalidad similar quienes pudieran publicitar el libro y difícilmente pudimos hallar uno”. El libro, publicado poco después de la elección de Trump, y, con su incorrección política y lenguaje proteico, una especie de favorito instantáneo cuasi clandestino por lo menos entre otros escritores masculinos maduros, todavía no ha sido reseñado por The New York Times.
INSTINTIVAMENTE O CON UN PLAN ASTUTO, Trump convirtió la guerra cultural conservadora, pueblerina y limitante, contra el aborto y el matrimonio homosexual en una campaña mucho más visceral contra las devociones políticas del EE.UU. sofisticado, con Trump como la venganza máxima contra la vida cultural tradicional elitista. Es lo educado y afectado contra lo profano e inmediato.
Para Trump, Hillary Clinton, con su circunspección y desconfianza, con su incapacidad de expresarse a sí misma con sinceridad y espontaneidad, resumía la falta de contacto, batallando para atraer multitudes de pocos cientos, mientras que él atraía decenas de miles.
Los ataques de Trump contra los medios sirvieron para decir que su lenguaje, su expresividad, su capacidad para conectar con la audiencia eran más potentes que los de los medios. (En una entrevista con Trump poco después de que su candidatura estuvo asegurada, él me dijo que estaba seguro de la victoria cuando para el primer debate en las primarias, el público usual aumentó casi diez veces a causa de su presencia: “Soy más entretenido que los medios”.) Los medios, esclavizados al sistema cultural —y suscritos a sus reglas y preocupaciones culturales (de allí la conmoción por el Coñogate)— no eran auténticos y él era lo verdadero. Para los partidarios de Trump quienes gritaban “CNN apesta”, CNN apesta por, de hecho, la misma razón por la cual apesta para todos los demás —es falsa y servil—, pero los seguidores de Trump súbitamente lo decían, logritaban. (Los liberales tomaron esto como un ataque a la libertad de expresión; en el bando de Trump, la opinión era que los medios reprimen laverdadera expresión.)
Este ataque contra la cultura cautelosa, ordenada y prescrita es lo que sucede cuando la cultura deja de hablar de cosas reales, por lo menos lo que una parte significativa del país considera como real e importante. O es —y ciertamente no pueden evitar pensar que lo es esos abanderados culturales atacados— una arremetida siniestra contra la ilustración en sí.
En la opinión de este último bando, Steve Bannon, una de las mentes maestras de la campaña de Trump, y el “estratega en jefe” de la nueva administración, se convierte en un espantajo blanco retrógrado y eminente. La cultura contraria a Trump solo puede verlo como una amenaza, y una llaga supurante, y, sin los medios para describir o reconocer a alguien demasiado fuera de su círculo, un racista, misógino y antisemita. Y aun así, no hace mucho, Bannon habría sido una figura perfectamente reconocible, incluso admirable, un ex militar quien ascendió de la clase trabajadora, próspero, a través de tres matrimonios y varias carreras, para hacerla, pero nunca hallándose demasiado cómodo en el mundo del sistema, queriendo ser parte de él, y queriendo hacerlo estallar al mismo tiempo, un personaje para un escritor como Kevin Morris. La historia de un hombre estadounidense. La política republicana está llena de tales luchadores —Lee Atwater, Roger Ailes, Karl Rove— grandes personajes reducidos a violadores de las sensibilidades liberales.
De hecho, la elección reencuentra una batalla de género que mucha gente en el bando de Nueva York en la brecha de Trump había pensado que se encaminaba poderosamente en una sola dirección. El hombre estadounidense vestigial y primitivo, recalcitrante, aullándole a la luna (probablemente bajo el influjo de opiáceos) —la derecha alterna en la opinión liberal— sin voz por muchos años (o, bueno, prudente de callarse), ahora tenía a Donald “Déjenme ser su voz” Trump. El mensaje obvio de este resurgimiento súbito por supuesto es que no desapareció ni se reformó: simplemente se lo acalló. Sin un lugar en la cultura tradicional elitista, excepto como un enemigo ocasional de la razón o sujeto de escándalo, no había puente que se extendiera hacia él, no le quedaba humanidad.
Por lo tanto, mientras los medios liberales ayudaban a expulsar esa máxima figura demoniaca blanca llamada Roger Ailes de Fox News por pecados reales y presuntos contra las mujeres (no parecía importar mucho cuáles eran), el país hacía presidente a un agarrador de coños. La brecha entre los departamentos de recursos humanos y el mundo real es una historia que obviamente no se ha contado muy bien. Una historia cuyas ambigüedades y matices ahora no podrían ser escritas —ni expresarse su lenguaje real— porque el sistema cultural no ve ambigüedades y matices y, claro está, no permite esas palabras. Pero mientras tanto, una buena parte del país —incapaz de comunicarse con el sistema cultural— solo ve hipocresía.
Hay una izquierda nueva y una derecha nueva. Por una parte están las ortodoxias incesantes del comportamiento correcto y el lenguaje alcanzando su apogeo en esas extrañas cruzadas infantiles en los campus universitarios, un ejercicio espeluznante y poco eficaz de reingeniería cultural. (La campaña de Clinton trató de exhibir las “mejores prácticas de reingeniería cultural” con su cuasi parodia de inclusión en su convención en Filadelfia.) Por otra parte, hay cuadros de provocadores radicales quienes provocan a sus enemigos a episodios cada vez más grandes de histeria, burlándose de lo estirado de la izquierda de la misma manera que la izquierda solía burlarse de lo estirado de la derecha. Y, en cada bando, hay guerrillas en los medios sociales para apoyarlos. El sistema cultural ve su alianza natural en la izquierda académica y milenialista, sin importar cuán chiflada sea. El nuevo sistema Trump permite que la nueva derecha irrite a la nueva izquierda a una conmoción todavía más grande de inexpresividad paralizada, sus enemigos todos fascistas, supremacistas blancos, antifeministas y transfóbicos. Cuanto más es provocada la izquierda, más se defiende a sí misma, dificultándole más a cualquiera en el negocio cultural, siempre inclinado a la izquierda, desviarse de las normas prescritas.
Gawker, otrora un desenfadado sitio de chismes, se convirtió en sus últimos años en un esbirro salvaje de la moralidad de la nueva izquierda: un mojigato, milenialista, más o menos postfeminista en busca de avergonzar a todo hombre (asumiendo que los hombres milenialistas tienen sensibilidades feministas adecuadas) halló que tener cualquier tipo de sexo excepto el más formal y tradicional era vulgar y corrupto. La demanda legal por hacer pública una grabación sexual filmada en secreto del luchador Hulk Hogan que lo hizo cerrar el verano pasado fue financiada por el multimillonario, y partidario de Trump, Peter Thiel (cuya vida sexual Gawker había hecho pública previamente). El jurado que halló el hecho de que Gawker avergonzara a Hulk Hogan como una violación de su privacidad presuntamente tampoco —en una inversión extraña de quién se coloca en qué lado de la sociedad permisiva— se habría molestado mucho por la grabación del coño de Trump. El viejo mundo, súbitamente más comprensivo de las flaquezas humanas que el nuevo, contraatacaba.
En una reciente nota del editor en Vanity Fair, Graydon Carter, un hombre que siempre husmea el terreno por el siguiente giro del clima cultural, comenzó una diatriba predecible contra las torpezas de Trump, solo deteniéndose para reconocer que varias décadas de corrección política iban a generar resentimientos entre la gente que era “corregida”. Esto fue notable porqueVanity Fair es editada cuidadosamente para evitar cualesquiera incursiones del gusto y las actitudes tradicionales elitistas, y porque Carter, siempre atento a los cambios culturales, estaba, a pesar de su larga hostilidad contra Trump, obviamente viendo las cosas como son.
De forma similar, pocas semanas antes de la toma de posesión de Trump, Anthony Bourdain, quien ha batallado para mezclar el esnobismo liberal gastronómico con la autenticidad de la verdadera labor culinaria y sus trabajadores, hizo un esfuerzo extra para enfatizar su marca y aprovechar la instancia suprema trumpiana (la instancia suprema inferior si la hay). “He pasado mucho tiempo en el EE.UU. amante de las armas y temeroso de Dios. Hay un demonial de gente buena allí, quienes hacen lo que todos los demás en este mundo tratan de hacer: lo mejor que pueden para subsistir y cuidar de sí mismos y de las personas que aman… El tono autocomplaciente de la izquierda privilegiada —solo repitiendo y repitiendo y repitiendo las indignaciones de la oposición— no gana corazones y mentes”.
En ambos casos, el punto parece no ser tanto político —Carter y Bourdain siguen siendo liberales— sino más bien oír una llamada de atención profesional. Los medios funcionan mejor cuando reflejan que cuando resisten (sus vendedores más sinceros entienden eso). La gente elegirá la autoridad que reconozca.
EE.UU. como una idea grande y a menudo absurda solía ser nuestro principal tema cultural, una celebración o por lo menos un carnaval de santos y pecadores, cada uno presente en los variados estratos de la vida, todos con prejuicios chiflados y maneras únicas de expresar el desorden de la vida estadounidense. Es la incapacidad de los medios y funcionarios culturales de lidiar con el EE.UU. desordenado de Trump o hablarle en un lenguaje que entienda o hacerlo creíblemente parte de las historias que contamos de nosotros mismos, o hallar un chiste en común, lo que ahora ha ayudado a poner al EE.UU. de Trump en el escenario central; de hecho, más bien se abrió paso allí a la fuerza. Y ahora es una historia inevitable, que apenas empieza para alguien que sea capaz de contarla.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek