LA SILUETA de tamaño natural de Hillary Clinton parecía muy solitaria. El 8 de noviembre, durante la fiesta tras la elección presidencial en la embajada estadounidense de El Cairo, docenas de jóvenes egipcios se reunieron en un enorme salón de baile para posar con una efigie de cartón del oponente de Clinton, Donald Trump. Pese a que el magnate ha pedido una prohibición temporal para el ingreso de musulmanes en Estados Unidos, Trump es popular en este país, al menos entre los partidarios del gobierno. Así que, cuando la estrella de El aprendiz arrasó el centro de Estados Unidos en una victoria sorpresiva, muchos en la capital egipcia vitorearon el resultado.
Entre ellos: el presidente Abdelfatah al Sisi, el primer líder extranjero que felicitó a Trump. Su incipiente romance con “el Donald” contrasta con su relación con el presidente saliente, Barack Obama, de quien desconfía desde que Washington suspendiera, brevemente, la ayuda militar tras el golpe de Estado de 2013, el cual dio el poder a al Sisi. A partir de entonces, las autoridades egipcias se han acercado a Rusia, han realizado grandes ejercicios militares conjuntos y, quizás, obtenido fondos de Vladimir Putin para construir la primera central nuclear de Egipto.
Muchos anticipan que al Sisi y Trump se unan en su antipatía mutua por el “islam radical”, y en su afición compartida por la política de hombre fuerte. Pero, desde hace mucho, las relaciones egipcias-estadounidenses se han caracterizado por enormes vaivenes, desde largos periodos de cooperación hasta rompimientos rápidos. Y dadas la inexperiencia de Trump y la incapacidad de al Sisi para aceptar consejos o críticas no solicitadas, pocos esperan que Washington y El Cairo mantengan una relación excelente.
Dicha relación inició con bríos poco después de que terminó la Guerra Civil Estadounidense, cuando un soldado joven y aventurero llamado Thaddeus Mott logró ser presentado con el gobernante egipcio, Khedive Ismail. El virrey cairota estaba deseoso de incrementar sus fuerzas armadas para frustrar las ambiciones coloniales de Europa y expulsar a los otomanos, quienes habían controlado Egipto durante más de 300 años. En 1869, al percibir una oportunidad lucrativa, Mott convenció a Ismail de contratar docenas de veteranos de la Guerra Civil como asesores militares. “Ismail quería renovar el ejército; mejorar su país”, dice Mahmoud Sabit, un historiador radicado en El Cairo y descendiente del ministro de guerra de Ismail. “¿Y qué mejor manera que recurrir a tropas antiimperialistas que acababan de combatir en la guerra más moderna?”.
El primer lote de lo que, al final, sería una fuerza de alrededor de cincuenta estadounidenses cruzó el Atlántico. Casi todos eran exconfederados, inconformes con su vida al concluir la guerra. Después de su derrota muchos sureños fueron proscritos del servicio en el Ejército de Estados Unidos, pero si bloqueaban a las potencias europeas y salvaban a Egipto del control otomano, aquellos soldados sentirían que recuperaban algo de su orgullo perdido. También había unos cuantos norteños, la mayoría actuaba como supervisores de sus pares confederados, y muchos de ellos igualmente mal adaptados a la vida civil.
Para Ismail, el gobernante egipcio, lo importante eran el conocimiento militar y las habilidades técnicas de los estadounidenses (construcción de puentes flotantes, excavación de pozos y tendido de ferrocarriles). Y, al principio, los estadounidenses demostraron ser dignos de sus excelentes salarios. El general William Old Blizzards Loring, militar de carrera que perdió un brazo en la guerra mexicana-estadounidense, recibió la comisión de renovar las defensas costeras del norte de Egipto. Hizo tan buen trabajo que sus fortificaciones en las inmediaciones de Alejandría resistieron varios bombardeos británicos en años posteriores.
Sin embargo, el grandioso proyecto de construcción estatal de Ismail implicó un precio muy elevado, y al topar con problemas financieros surgieron tensiones y diferencias culturales. Un estadounidense, James Morris Morgan, fue expulsado de Egipto por lo que se consideró una conducta inadecuada con la hija de Ismail. El final llegó cuando el gobernante egipcio lanzó un ataque mal concebido en territorio etíope para extraer recursos y vengar una derrota humillante del año anterior. Mas aquella expedición fracasó debido a un mal liderazgo y a luchas internas en el cuerpo de oficiales. Los egipcios culparon a Old Blizzards,quien había sido designado como lugarteniente conjunto y, así, los demás soldados estadounidenses quedaron marcados por asociación.
No obstante, los veteranos de la Guerra Civil dejaron una impronta profunda en Egipto, desde localizar el sitio para instalar un faro crítico en la desembocadura del Mar Rojo hasta identificar Asuán como el mejor lugar del Nilo para una futura presa. Sin embargo, con la invasión británica de Egipto, en 1882, gran parte de sus logros se vinieron abajo rápidamente. Los nuevos regidores recortaron el Ejército nacional y dispersaron a los oficiales egipcios con sus nuevas habilidades técnicas. Durante los siguientes 70 años el país vivió bajo el tipo de opresión extranjera que los Confederados y sus homólogos de la Unión habían jurado resistir.
Décadas después, en los primeros tiempos de la Guerra Fría, Dwight Eisenhower, presidente de Estados Unidos, cortejó al hombre fuerte de Egipto, Gamal Abdel Nasser, con la intención de impedir que se propagara el socialismo. Pero cuando Washington se negó a costear la Presa de Asuán, entre otras cosas, Nasser decidió lanzarse a los brazos de los soviéticos. Esa alianza duró dos décadas, hasta finales de la década de 1970, cuando Estados Unidos negoció los Acuerdos de Camp David y firmó un tratado de paz entre Egipto e Israel. Dicho acuerdo hizo que regresaran muchos instructores del Ejército estadounidense y, desde finales de la década de 1940, Washington ha proporcionado a Egipto casi 80 000 millones de dólares en ayuda militar.
En las décadas de 1980, 1990 y los primeros años del nuevo milenio, los dos países estuvieron vinculados por intereses compartidos, desde la paz en el Sinaí hasta el libre paso del petróleo por el Canal de Suez; y también, la postura del gobierno estadounidense de que bien valía ignorar el desafortunado historial de El Cairo en derechos humanos para mantener el orden en el país más populoso del mundo árabe. Pero cuando el régimen de 30 años del presidente Hosni Mubarak comenzó a tambalearse en los primeros días de la Primavera Árabe, la administración Obama decidió respaldar a los revolucionarios y pidió la dimisión del envejecido dictador egipcio. Desde 2011, Egipto ha pasado del control militar a un presidente islámico y, finalmente, vuelve a quedar en manos de un exmariscal de campo, pero cada gobernante ha mantenido un ojo receloso en su antiguo socio al otro lado del Atlántico.
Ahora que Trump se dispone a trabajar con al Sisi (“es un tipo fantástico”, dijo el magnate inmobiliario después de que se reunieron al margen de la sesión de la Asamblea General ONU, en septiembre), el presidente electo y sus asesores harían bien en recordar la rapidez con que El Cairo les volvió la espalda a los exsoldados confederados. Transcurridos casi 150 años, la experiencia de Loring debe ser un recordatorio precautorio.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek