Las pesadillas de Esther Kine no requieren de mucha
imaginación. Cuando cierra los ojos ve lo mismo que solía ver cuando los tenía
abiertos: cuerpos retorcidos, familias gritando, miles de tumbas abiertas
aguardando a que ella las llenara.
Desde junio de 2014 hasta noviembre pasado despertaba cada
mañana para realizar la que fue, sin duda, la tarea más ingrata del brote de ébola
en África: recoger y sepultar los cadáveres de las víctimas. Y al volver a casa
iba acompañada de sus rostros. Por la noche yacía despierta pensando en las
madres muertas que encontraba aún abrazando a sus bebés, y en los niños de la
misma edad que los suyos. En una vivienda de las afueras de Freetown, capital
de Sierra Leona, abrió la puerta para encontrar 18 cuerpos; una familia tan
completamente aniquilada que ningún vecino conocía a otro pariente a quién
notificar. “Todos ellos se quedaron conmigo”, recuerda.
El peor brote de ébola en la historia inició en diciembre
de 2013 en Guinea, de donde se extendió a Liberia y Sierra Leona. Mientras los
gobiernos y la Organización Mundial de la Salud trataban de responder, el virus
abatió a gran cantidad de médicos y enfermeras. Pocos entendían la enfermedad
–que causa fiebre, dolores musculares, vómito, diarrea y hemorragias-, y esta
acarreaba un estigma social enorme para víctimas y cuidadores por igual. La
vergüenza y la negación permitieron que el ébola pasara inadvertido y se
diseminara rápidamente, y el brote terminó cobrando las vidas de más de 11,000
personas.
Enfermeras, médicos, chóferes de ambulancias y equipos de
enterradores que intentaban controlar el brote se lanzaron al paso de este
terrible virus mientras que casi todos los demás corrían en la dirección
contraria. Sin embargo, fueron recompensados con el recelo y el temor de sus
familiares, amigos y comunidades, y muchos sufrieron el trauma persistente de
haber presenciado los horrores de la enfermedad.
Los enterradores recibieron un estigma especialmente
cruel. “Dicen que jugábamos con la muerte”, comenta Janet Lahai, ex sepulturera
de la población de Kailahun, distrito rural oriental en la frontera con Guinea,
que fue uno de los primeros “puntos calientes” del ébola en Sierra Leona, en
2013. Muchos enterradores, quienes trabajaban en equipos muy unidos de unas 10
personas, hoy sufren secuelas comunes –trastorno por estrés postraumático,
ansiedad, depresión- y se automedican con alcohol o drogas. Y excepto por la
compresión de otros enterradores, disponen de muy contados sistemas formales de
apoyo.
Igual que muchos que trabajaron en el frente de la crisis,
Kine ha regresado paulatinamente a la vida normal sin preparación ni ayuda.
Antes del brote de ébola, se dedicaba a vender pequeños artículos en los
mercados de Freetown, sobre todo ropa y zapatos usados importados de Occidente.
Pero ahora, con poco dinero o motivación, ha pasado muchas dificultades para
reconstruir su negocio.
Durante más de siete meses después de sepultar su último
cadáver, las pesadillas no le dieron tregua. Y los días tampoco fueron más
fáciles. Como muchas mujeres que se sumaron a los equipos de enterradores, Kine
aceptó el trabajo para brindar una muerte más digna a las mujeres que fallecían
de ébola. Su familia respondió con dureza, pero fue la reacción típica que
muchos trabajadores de salud enfrentaron en aquellos días. Su marido la echó de
casa, forzándola a rentar el cuarto diminuto a orillas de Freetown, donde
todavía reside. Su matrimonio quedó destruido, sus tres hijos viven con el
padre, y la visitan solo ocasionalmente.
“Podemos hablar de comunidades infectadas, pero también
hay comunidades afectadas”, dice Tina Davies, ex coordinadora de supervivientes
de ébola en el Ministerio de Bienestar Social, Género y Asuntos de Menores de
Sierra Leona. Agrega que, más allá de los enfermos, el ébola tocó las vidas de
decenas de miles de sierraleoneses, y a pocos de manera tan significativa como
a los enterradores.
Añadido a esto, Kine y Lahai llevan a cuestas la carga de
su género. De los casi dos mil trabajadores que integraron los equipos de
enterradores de ébola en Sierra Leona, entre 7 y 8 por ciento eran mujeres,
según datos de la Cruz Roja y Concern Worldwide, dos de las principales
organizaciones no gubernamentales (ONG) que les dieron empleo (el gobierno
sierraleonés no llevó una estadística oficial al respecto, mas su presencia fue
tan invisible que muchos en el país aún se refieren a los equipos de
sepultureros como los “muchachos enterradores”, esas siluetas anónimas en
abultado equipo protector blanco, que terminaron convirtiéndose en las mascotas
macabras del brote).
“Aceptar ese trabajo era ir en contra de la tradición”,
afirma Fatmata Jalloh, una cuarentona que ayudó a sepultar muertos en Kailahun.
Transportar cuerpos, arrastrarlos a las tumbas, “la gente me decía que no era
una tarea que debiera hacer una mujer”.
ÁNGELES ANÓNIMOS: De los casi 2000 trabajadores que
integraron los equipos de enterradores de ébola en Sierra Leona, entre 7 y 8
por ciento eran mujeres. FOTO: BAZ RATNER/REUTERS
No obstante, muchas mujeres se unieron a los equipos de
enterradores de ébola no para transgredir los roles de género, sino para
preservar las tradiciones de sus comunidades. Querían devolver un mínimo de
normalidad a un proceso de duelo que había sido trastornado más allá de todo
reconocimiento debido a los protocolos médicos, los cuales impedían que los
lugareños realizaran ceremonias de enterramiento tradicionales para sus muertos
(en determinado momento, el contacto desprotegido con los cadáveres fue causa
de hasta 80 por ciento de nuevas infecciones, según Concern Worldwide). Por
ejemplo, argumentaron que las mujeres que morían de ébola no debían que sufrir
la humillante indignidad de someter sus cuerpos a la manipulación de hombres
desconocidos.
“Sentí el llamado para hacer este trabajo”, dice Betty
Sombi, quien decidió unirse a un equipo de enterradores después de escuchar los
alaridos de sus vecinos, un día de junio de 2014. Se dirigía a su hogar,
bajando por una empinada colina hacia la bahía de Freetown, cuando vio que un
equipo de enterradores, integrado solo por hombres, transportaba una bolsa con
un cuerpo, mientras los miembros de la familia les arrojaban piedras. Más
tarde, Sombi se enteró de que entraron por la fuerza en la vivienda, donde la
muerta yacía desnuda en el suelo.
“Imagínate”, recuerda, con una mirada gélida.
Pero ese mes, al visitar por primera vez la Cruz Roja para
inscribirse, el supervisor la rechazó. “No es un trabajo agradable para una
dama”, le dijo. Sin embargo, Sombi regresó, una y otra vez, hasta que el hombre
cedió en la sexta visita.
Esa testarudez la atormentó muchas veces durante el
siguiente año y medio. En el momento más crítico del brote, cada día ayudaba a
sepultar hasta 30 cadáveres, y la mitad de ellos eran tan pequeños que podía
cargar las diminutas bolsas en sus brazos (solo en Sierra Leona, hubo alrededor
de 2000 casos de niños menores de 14 años fallecidos por ébola).
“Si había una mujer en la casa, primero le limpiaba la
cara y la vestía”, informa. “No dejaba de pensar: ¿Y si fuera mi madre? ¿Mi
hermana? ¿Cómo querría que la trataran?”.
Si bien los enterradores percibían un buen sueldo según el
estándar nacional, el dinero acarreaba sus propios problemas. Los trabajadores
recibían la regia cantidad de al menos 2 millones de leones (unos 330 dólares)
mensuales, cuatro veces el salario mínimo del país. Pero tan pronto como
llegaba el efectivo, aparecían las peticiones de ayuda; las colegiaturas de una
hermana por aquí, los gastos médicos de un padre por allá. Muchos sepultureros
que hablaron con Newsweek dicen que, aunque sus familias temían verlos durante
el brote, no vacilaban en llamarlos para pedir ayuda financiera.
Y así, sin darse cuenta, el dinero desapareció. Y luego,
muy rápidamente, lo mismo ocurrió con el empleo. A fines de 2015, cuando los
casos de ébola del país se redujeron a una decena, Sierra Leona desarticuló
casi todos sus equipos de enterradores. Kine, Jalloh, Sombi, Lahai y los demás
regresaron a casa.
La normalidad ha vuelto muy lentamente para ellos.
“Pasamos mucho tiempo pensando”, dice Lahai. Piensan en los muertos, en los
parientes que ya no pueden ayudar, en sus futuros.
Solo hay dos psiquiatras activos en Sierra Leona y un
hospital psiquiátrico anticuado, donde encadenan a la mayoría de los pacientes
y el tratamiento consiste en una menguante reserva de antipsicóticos caducos.
Para la mayoría de los trabajadores de salud que estuvieron en el frente y
sufren las secuelas del ébola, ese sistema es inaccesible e indeseable.
Y sus opciones son muy escasas. No cuentan con apoyo, del
gobierno ni de las ONG que los emplearon. Por ejemplo, el Programa de Desarrollo
ONU, junto con la Federación Internacional de la Cruz Roja, prometieron
asistencia para facilitar la transición de los trabajadores del frente ébola a
la vida cotidiana. La Cruz Roja dijo a Newsweek que ha proporcionado esta ayuda
de reintegración a casi todos sus equipos de enterradores, mas Kine y Sombi
aseguran que ellas y otros sepultureros que conocen no la han recibido todavía.
Con todo, la autosuficiencia radical no es novedad para
los sierraleoneses. Aún estremecida por la década de guerra civil concluida en
2002, Sierra Leona tiene pocas instituciones e infraestructura funcionales. Y
hace mucho, el pueblo aprendió que, a la zaga de la tragedia, la vida sigue,
como puede.
Una mañana reciente, me encuentro sentada con Kine fuera
de su vivienda verde brillante, cuando vemos que un amigo de su antiguo equipo
de enterradores camina hacia nosotras. Con hablar cansino, dice que acaba de
salir de un bar cercano, donde ahora pasa casi todos los días.
Revela que sus pesadillas son tan espantosas que “si no
bebo o fumo mariguana, no duermo”. Quiere ser mecánico, pero sin dinero para
capacitación, así es como sobrevive. Cuando el hombre se marcha, Kine lanza un
suspiro.
“Hicimos este trabajo para nuestro país”, dice. “Y a
cambio, nos dan esto”.
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RYAN LENORA BROWN fue integrante del Proyecto de
Periodismo Internacional en Sierra Leona. SILAS GBANDIA contribuyó a este
artículo.
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Publicado en cooperación con Newsweek / Published in
cooperation with Newsweek