EL CARMEN DEL VIBORAL, COLOMBIA.— Crac, crac, crac… el chasquido de la maleza al cortarla se alcanza a entreoír entre el canto de los pájaros y el trajinar de los madereros en el cerro vecino. Alexander, con unas tenazas en la mano derecha y una barreta en la otra, remueve el musgo y la frondosa vegetación que crecen en la humedad antioqueña. Avanza despacio, recortando la cubierta vegetal centímetro a centímetro, en un carril de un metro de ancho. Debe retirar un metro de tierra para llegar al suelo original. Es un trabajo metódico, hay jornadas en las que sólo alcanza a retirar dos metros cuadrados. Maneja las tenazas de frente y desde abajo. La manera más segura para encontrar minas antipersonales sin hacerlas explotar. Si presionase una desde arriba, ya sea con su cuerpo o con las herramientas, saldría volando.
Pero Alexander tiene la parsimonia de quien ha sobrevivido a la muerte y a sí mismo. Con esas manos anchas y labradas con que ahora desentierra minas, antes las fabricaba y las sembraba. Armar una mina y sembrar una mina cuesta unos minutos y apenas cuatro dólares, desenterrarla ahora lleva varias semanas. Y vale miles de dólares.
Para armar una bomba de tierra basta con un recipiente plástico, metralla, explosivo y un mecanismo que la dispare por presión, calor o movimiento. Puede ser una simple jeringa o una gota de mercurio que se active con la presión. Otras se activan al llevar ácido sulfúrico y huelen picoso. Alexander ha hecho minas con pedazos de tuberías de PVC y clavos viejos o incluso con un rotulador como envase. Son las más comunes en Colombia, que llevan menos de medio kilo de explosivo y se ponen en sendas de montaña. Las llaman quiebrapatas, porque han dejado una legión de lisiados que perdieron piernas o brazos.
Pero hay tantos tipos de minas como manufacturadores. Hay unas, incluso, que llegan a tener más de dos kilos de explosivo y se usan en caminos grandes. Son las de tipo cajón y hacen saltar un vehículo. A una persona la desintegran.
Alexander aprendió a construir explosivos en las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Durante seis años peleó y sembró minas en los mismos parajes donde ahora las busca con olfato de roedor. Antioquia es una región tan grande como Guerrero y más verde que los uniformes de los armados. Allí los Andes ceden paso a valles sinuosos, y los ríos serpentean entre bosques de niebla, vacas y cultivos de hortalizas y flores. Se le llama la Suiza Colombiana, por su orografía, sus colinas prósperas y su gente de mejillas rosadas. Pero mientras los pastos europeos se riegan con agua cristalina, Antioquia lo hizo con sangre. La prensa colombiana calcula que sólo en 2002, uno de los peores años para el oriente antioqueño, los grupos armados dejaron 30 000 víctimas, 314 por minas antipersona.
Colombia entró en la geopolítica mundial con kilos de plomo y de cocaína. La disputa que ahora se cierra entre las FARC y el Estado empezó en la década de 1960 y se fue haciendo más complejo con el crecimiento de los cárteles del narcotráfico y del paramilitarismo. El gobierno calcula que en medio siglo ha habido más de seis millones de afectados: muertos, desaparecidos, desplazados, mutilados por las minas.
Desde 1990 a finales de 2015 se documentaron 11 243 víctimas de minas en todo el país. Casi tantas como en la Polonia post-Segunda Guerra Mundial. La quinta parte cayó en Antioquia. Las minas antipersonales son consideradas el mayor violador del derecho internacional humanitario porque actúan indiscriminadamente. Se colocan para retrasar el avance del enemigo o para desviarlo de su camino, pero se disparan contra campesinos que se dirigen a sus cultivos o niños que corren por el campo.
Sesenta países tienen estas bombas enterradas. Y cada 20 minutos, una persona muere o queda mutilada como consecuencia de una mina. En América, Colombia es el único país que sufre esta lacra. Las colocaron las guerrillas, el Ejército y los paramilitares. Las FARC se comprometieron a dejar de sembrarlas en el marco de los acuerdos de paz que culminan ahora en La Habana. En el proceso se acordó la desmovilización de unos 20 000 guerrilleros. Los paramilitares se disolvieron, en teoría, entre 2003 y 2007, aunque muchos de ellos pasaron a engrosar las filas del crimen organizado. El Ejército dejó de sembrarlas en 2001, cuando entró en vigor la firma de Colombia en la Convención de Ottawa, que prohíbe su uso y comercialización. Desde 2005 las Fuerzas del Estado ha desminado más de un millón y medio de metros cuadrados y han destruido 4794 minas.
Además del Ejército, la única organización civil acreditada por el gobierno colombiano y la Organización de Estados Americanos es Halo Trust, una ONG internacional y neutral. No hace acuerdos con ningún bando, pero a través de la Agencia Colombiana de Reintegración reinserta tanto a víctimas como a exguerrilleros o exmilitares. A nadie se le pregunta por su pasado: lo importante es que cada mina que saquen es una herida que cicatriza en Colombia.
Su presencia es doblemente importante en un país donde la desconfianza y el resentimiento de 52 años de conflicto también salpica a las fuerzas del Estado. Cuando Halo Trust llegó a Antioquia sólo tenía unas cuantas veredas identificadas. Tal y como fueron reclutando locales ampliaron su área de trabajo.
“Es muy difícil llegar de fuera y andar preguntando. Tú sabes lo que es llegar a una casa donde ha habido conflicto y decirle: hola, ¿dónde hay minas? Ni el saludo te van a dar. Si yo estoy desminando en mi pueblo a través de mí les va a llegar la información”, explica Marta, la capataz de Alexander, y oriunda de una aldea de Nariño, un municipio vecino a Argelia, de donde es el exguerrillero.
Y continúa vehemente:
“¿Quién más vivió la violencia que nosotros mismos? A nosotros fueron a quienes nos dijeron: no se metan por aquí, se van por allá, allí hay minas… Nosotros vimos accidentes, escuchamos las explosiones, pusimos los muertos”. Al padre de Marta lo mató la guerrilla.
MUERTE EN LA TIERRA: Sesenta países tienen estas bombas enterradas. Y cada 20 minutos, una persona muere o queda mutilada como consecuencia de una mina. Foto: Majo Siscar.
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Un pedacito de plástico se descubre entre la tierra. Las manos del desminador empiezan a sudar bajo los guantes. Decide llamar a Alexander.
—Tranquilo, parce… Yo le colaboro, déjeme ver —contesta Alexander y es él quién desactiva la mina enfundado en un pesado traje de seguridad. Un casco de protección le tapa la cabeza y el cuello. Sobre la camiseta trae una pechera con una protección similar al antibalas que cubre hasta media pantorrilla. Lo rememoro ahora, vestido con el mismo artificio. Constato que el equipo de los desminadores está pesado y se me asemejan una suerte de cazafantasmas fuera del celuloide. Estos sí que enfrentan un enemigo invisible.
“Siempre hay un poco de miedo, pero más pasé en el monte”, cuenta ahora Alexander con su piel enrojecida por el sol que suaviza su semblante tosco. Su rudeza es una mezcla fresca de dolor y desengaño. El primer bocado del almuerzo es pospuesto por la conversación. En los descansos él y todos los desminadores deben salir del área de seguridad y ahí ya pueden quitarse el casco y los guantes. La pechera antiexplosivos los resguarda de la humedad que penetra los huesos pese a que ya es mediodía. En los pies, el fango recubre sus botas de hule. En la vereda El Boquerón, los espesos árboles esconden ahora el sol como antes escondieron todo tipo de hombres armados: guerrilla, soldados, paramilitares.
Por esa trocha —como llaman en Colombia a los caminos de tierra—, un paramilitar quedó gravemente herido por una mina. Un niño de 12 años esquivó otra. El estallido fue tan fuerte que, 14 años después, el muchacho todavía tiene un pitido en la oreja. Su madre cocina ahora para los desminadores.
La guerrilla llegó al oriente en la década de 1980. Primero penetró el Ejército de Liberación Nacional, que fue desplazado por la llegada de las FARC a finales de la década de 1990. Contra esta se enfrentó el Ejército colombiano y los paramilitares, que se expandieron ampliamente por la región. La guerrilla empezó primero a extorsionar sólo a los hacendados, les cobraban la vacuna, como se llama en Colombia. Pero pronto arreció la violencia que se fue incrementando a medida que se estrechaba el cerco del ejército y los paramilitares. A cada ataque todos los grupos respondían con más sangre. Se normalizaron los secuestros y las agresiones a la población civil por todos los grupos. Los caminos, senderos y cultivos se volvieron campos minados.
Para Alexander, un día fue más seguro irse al monte con la guerrilla que quedarse en su aldea en medio de todos los fuegos. Ya se había acercado a las FARC. Lo hizo cuando apenas estaba construyendo su propia familia. Mientras él era un simple campesino de machete y pantalones rasgados que sembraba yuca, plátano, maíz y frijol, de las montañas bajaban guerrilleros uniformados y bien armados. En las veredas de Argelia, de donde es originario Alexander, se imponía desde finales de la década de 1990 el Frente 47 de las FARC, el único que fue liderado por una mujer, Nelly Ávila Moreno, alias Karina y conocida porque el expresidente Álvaro Uribe la acusó de ser la responsable del asesinato de su padre. Su aura encandilaba a muchos. Alexander fue sólo uno de tantos.
Empezó a colaborar con la guerrilla. Se hizo lo que en las FARC llaman miliciano, una suerte de informante y propagador local. Su mujer quedó embarazada. Uno, dos, tres hijos. Los paramilitares subían desde la costa y la violencia se volvió cotidiana. Mataron a uno de sus hermanos y a un cuñado. A otro hermano le reventaron la tráquea y todavía necesita taparse el hoyo para comer. Sus vecinos empezaron a huir, luego su esposa y sus tres hijos. La última vez que vio al más pequeño tenía tan sólo ocho meses.
Era 2002, el mismo año en que los grupos armados dejaron 30 000 víctimas civiles entre desaparecidos, mutilados por la minas, desplazados, secuestrados y muertos en Antioquia. Fue el mismo año que Alexander se subió al monte, de guerrillero.
Allí le enseñaron a fabricar minas antipersonales caseras. Pasó de sembrar frijol a sembrar explosivos. En un solo día sembraba 40 minas. Tardaba entre dos y cinco minutos para enterrar cada una, según si el terreno era muy pedregoso.
“Mataron a demasiada gente”, reconoce ahora refiriéndose a las FARC y a los paramilitares como uno solo y como si no fueran con él. Pero habla entre dientes y baja la cabeza. La vergüenza le jala el pescuezo.
“Ni sé por qué existe la guerra”, dice, y sus ojos rehúyen los míos. Es un hombre alto, fornido y con piel de esparto que se esponja al recordar el pasado. Es como si la destrucción de la guerra inundara cada uno de sus poros y el sinsentido lo ablandase.
Florentino Moreno, psicólogo social especializado en conflicto y violencia, reflexiona sobre la desmovilización en su artículo “Reinserción de guerrilleros. ¿Entrando en la casa del enemigo?”, publicado en Colombia a propósito de los fracasados acuerdos de paz de hace 14 años entre el gobierno de Andrés Pastrana y las FARC. Explica cómo, a diferencia de las cúpulas guerrilleras que se pueden reinsertar en cargos políticos o intelectuales, cuando un guerrillero de base se desmoviliza es imposible mantener la idea de pertenencia con el colectivo, ya que desaparece la vinculación que generaba el enemigo en común y la forma de vida independiente de los campamentos. Entre ellos, lo común, explica Moreno, es que “se generen sentimientos de impotencia y frustración y los combatientes de ambos lados se pregunten para qué sirvió tanta muerte y destrucción”.
El cuerpo labrado de Alexander da fe de que durante seis años subió y bajó los voluptuosos montes de Antioquia con un equipo pesadísimo a hombros. Foto: Majo Siscar.
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¡Buuummm! Alexander se lanzó al suelo, a puro reflejo, apenas la detonación reventó todo. Quedó atontado y con un chirrido persistente en el oído. Cuando pudo reaccionar buscó con la vista a sus compañeros, el que estaba unos tres metros cerca de él yacía muerto, y el que iba primero no era otra cosa más que pedacitos de ropa con colgajos de carne. Había pisado una mina antipersonal de dos kilos de metralla y pólvora, una de las decenas que, apenas unos días antes, los tres habían sembrado en las veredas antioqueñas.
La imagen le vuelve una y otra vez a la cabeza. Fue una de las veces que libró la muerte. Algunos guerrilleros parece que traen vidas de reserva en el arsenal.
“En la guerrilla desminábamos una vez que ya había pasado el Ejército o los paramilitares. Por eso hay tantos guerrilleros mochos (con un miembro amputado)”, alega. Pero muchas veces ya no les daba tiempo de quitarlas. El movimiento es una constante en la guerrilla. Batallón quieto es batallón muerto. En promedio dormían un par de noches en el mismo lugar y nunca se quedaban en un lugar más de una semana.
El cuerpo labrado de Alexander da fe de que durante seis años subió y bajó los voluptuosos montes de Antioquia con un equipo pesadísimo a hombros. Caminaban cinco o seis horas diarias. Otros más. El día que se escapó no recuerda ni cuántas. Lo hizo sin mirar atrás. Tomó su radio de comunicación, que manejaba, se persignó a escondidas, y se encaminó monte abajo. Cuando llegó a una de las pocas aldeas que quedaban habitadas por aquel entonces pidió que le prestaran ropa. No podía salir a un camino vestido de guerrillero. Corría 2007 y el presidente Uribe y la guerrilla mantenían un pulso encarnizado. Alexander temía que lo mataran sus excompañeros o que lo hiciese el Ejército.
Buscó a sus padres. Habían dejado la vereda donde creció y vivían, sin tierras y sin oficio, en la cabecera de Argelia. Allí se rumoreaba que el Ejército estaba matando a jóvenes y los entregaba como guerrilleros muertos en combate, los llamados falsos positivos. Decidió tocar a la puerta del enemigo y presentarse él mismo ante las autoridades. Ese es el miedo que muchos guerrilleros tienen ahora con un acuerdo de paz firmado, cómo retornar a la comunidad de la que se desligaron y convivir con el adversario. Alexander se acogió al Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado que promueve el ministerio de Defensa y durante tres meses le dieron casa, comida, estudio y atención psicológica. El compromiso era que dijera toda la verdad.
Un día le pidieron que participara con el Ejército en labores de desminado. El miedo volvió con su hoja más afilada. Alexander no quería volver a ver un fusil y menos junto al verde olivo. Pero al final, sintiéndolo como una obligación por formar parte del programa de acogida, aceptó desminar un mes con los militares. En ese mes un día la guerrilla les agarró a plomo, nunca había sentido tanta angustia en un enfrentamiento. A los pocos días a un soldado le explotó una mina y desmovilizaron el batallón.
Alexander regresó con sus padres. Ya no había casa familiar y él tenía casi la edad de ser abuelo en un pueblo donde los embarazos son tarea de adolescentes, pero no tenía dónde más ir. Uno de sus hermanos, que se había enrolado con los paramilitares, también estaba de vuelta. Los habían desmovilizado. Exguerrillero y exparamilitar se sientan desde entonces en la misma mesa.
Fue como si se acabara la guerra. Ya no había violencia ni había enemigo. Hay una derrota peor que la militar, el reconocimiento de que aquello por lo que se viene luchando no tiene razón de ser. Alexander y su hermano tuvieron que tragarse el sinsentido de sus luchas con arroz y arepas.
Fue como si se acabara la guerra, pero la paz sólo será tangible para su familia cuando puedan volver, junto a sus antiguos vecinos, a vivir y trabajar en su vereda. No importa un papel firmado, ni siquiera el cese al fuego. Debajo de la tierra donde crecieron hay minas.
Otro de sus hermanos quiso recuperar su parcela y le reventó una. La detonó al clavar una estaca y la explosión deshizo la madera y lo tiró, pero no sufrió lesiones graves. Alexander sabe identificar si hay minas cuando están recién puestas. Para un observador ajeno sería imperceptible pero hay cierta tierra removida, algo fuera de lugar que él detecta. Sin embargo, la mayoría de las minas ya no se perciben, se han sedimentado convirtiendo los suelos familiares en traicioneros.
“La guerra no lleva a uno a ningún lado”, reitera con un dejo de pesar. Y reconoce que desactivando minas con Halo Trust encuentra algo parecido al consuelo.
Entró a trabajar sin pensarlo mucho. Le avisaron de la convocatoria desde la Agencia Colombiana para la Reintegración y para él resultó una oportunidad de tener un salario fijo con buenas prestaciones. Sin tierra que trabajar en su vereda infestada de minas, sólo conseguía algún dinero descargando los pocos camiones que llegan a Argelia. Pero la motivación económica ha cedido ante el resarcimiento.
En la organización nunca le preguntaron por su pasado. Él pasó la selección sin mencionar ni una sola vez que había fabricado y sembrado minas. Por principios Halo Trust no hace contacto con ningún grupo armado, pero sabe que tiene empleados excombatientes de uno y otro lado. Entre ellos no hay vencedores ni vencidos.
“Si uno se salió de allá es porque estaba aburrido en eso, no veía futuro allá. Y ahora si uno salió pues a colaborarle a la gente, a trabajar, a luchar por la familia. Eso es lo que te permite esto”, confiesa Alexander y sus ojos almendrados destellan.
Su respuesta es muy parecida a la de otro exguerrillero de su cuadrilla, “colaborarle a la gente, reparar de alguna manera el daño que uno hizo”, dice el muchacho que ahora desmina junto a Alexander y que también estuvo en las FARC.
Ambos se desmovilizaron por su propia cuenta y no recibirán ningún beneficio directo del desarme que contemplan los recién estrenados Acuerdos de Paz entre el gobierno y las FARC. Pero al verlos pienso que entre muchas bases guerrilleras la vida pos-lucha armada no se llenará con la participación política. Estos muchachos campesinos encontraron en Halo Trust nuevos vínculos y gratificaciones que les permiten superar el desencanto.
Cada cuadrilla de desminadores son una docena de personas que trabajan y viven juntas cinco de siete días a la semana, cuando tienen para el pasaje de regreso a casa los viernes y domingo. Muchas semanas hacen siete por 24 horas juntos. De ocho de la mañana a cuatro de la tarde trabajan aislados cada uno en su carril de desminado. Pero al sonar el silbato de salida y hasta la mañana siguiente las risas, sueños y enojos se comparten.
“¿Les provoca un tintico?”, dice la cocinera deteniendo una docena de vasos de café para recibirlos en el campamento base a las 4:20 después de la jornada de trabajo. Los muchachos asienten contentos. Alexander jala la parte delantera de la camilla de primeros auxilios, otro compañero la detiene por atrás. Hacen bromas entre ellos y su rostro perdió la rigidez que le marcaba los pómulos cuando recordaba el pasado. Junto al almacén donde guardan el material se erigen unas carpas móviles que les sirven de habitaciones. Adentro las literas, una radio, las colchas, las distinguen de aquellas tiendas de campaña en las que dormía Alexander los seis años que estuvo en el monte en las FARC.
“Ya sabe, uno es montañerito y le gusta esto”, me dice respecto a la comodidad de sus habitáculos. El desminador magnético es el equipo más pesado que debe cargar y en esta vereda donde lo encuentro no lo usan por ser una tierra demasiado rica en minerales que vuelve loca la tecnología. Marta, su capataz, es férrea como una comandanta, pero se deja consentir por los muchachos, que le cocinan los fines de semana que se quedan. Sábados y domingos no trabajan, pero no siempre hay dinero para ir a casa. Alexander ha recuperado el contacto con su hija mayor y le manda dinero. No cumple todavía 40 años, pero ya es abuelo. Está ahorrando para poder conocer a su nieto. Además, quedarse no es tampoco un suplicio. Ya no habrá más caminatas a medianoche, ni disparos, ni enemigos, ni miedo. Aquí hay algo parecido a la paz, con todas sus inconsistencias e incertidumbres enterradas.
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*Alexander no se llama así, pero pidió el anonimato por seguridad, porque aún, pese al proceso de paz firmado, los resentimientos y las amenazas permanecen en Colombia.