El teléfono sonó histérico una noche de finales de marzo de 2014. Susana contestó enseguida. Del otro lado de la línea, la voz del doctor Hugo Zetina anunciaba con la serenidad contradictoria con la que sueltan noticias bomba: “Tenemos un corazón para Dany”.
En segundos, como fotos revueltas en un álbum fotográfico, en la mente de Susana se apelmazaron los recuerdos del último año, llenos de frustración, coraje y miedo. Pero sobre todo se hacía una pregunta: ¿será que ahora sí?
No era la primera vez que escuchaba esas cuatro palabras, responsables de la mayor esperanza de su vida: “Un corazón para Dany”, que se repetía día y noche como un mantra, desde que hacía un año un médico del Instituto Nacional de Cardiología de la Secretaría de Salud le recomendó reunir 4,000,000 de pesos (unos 350,000 dólares de entonces) para costear un trasplante de corazón en un hospital privado, porque en el sector público nadie iba a “desperdiciar” un buen corazón en un candidato con tan pocas posibilidades de éxito como su hijo Daniel Reyes, entonces de 18 años.
Un nuevo corazón podría extender la vida de Daniel ocho años. Insuficientes para la media de 20 años, que se espera viva una persona con un corazón trasplantado. “¿Cómo me podían decir que regalarle a mi hijo ocho años de vida era un desperdicio? Si con un sólo día más que lo tuviera conmigo sería la persona más feliz del mundo”, cuenta Susana.
La pesadilla empezó en 1998, cuando Daniel tenía apenas siete años. Era un niño simpático y rollizo que se caía todo el tiempo. Una grieta en el piso o un desnivel eran suficientes para hacerlo tropezar. Pie plano, dijo un ortopedista. Sobrepeso, dijo algún otro especialista. Usó plantillas, bajó de peso, pero él siguió cayendo.
Por esos días, toda la atención de la familia Reyes estaba puesta en su otra hija, Diana —tres años menor que Daniel—, quien padecía una rara enfermedad, un tipo de mitocondriopatía que atacaba todas las células del cuerpo hasta hacerlas tan débiles que su organismo era incapaz de realizar las funciones más básicas, como digerir alimentos, ponerse de pie o simplemente ver. “A Diana le dolía hasta el viento”, recuerda Susana.
Como parte de la investigación sobre el padecimiento de Diana, en 2005 la familia Reyes se sometió a diferentes análisis clínicos. Los médicos descubrieron que Daniel, entonces de 11 años, padecía distrofia muscular atípica. Las caídas finalmente tuvieron un nombre.
La distrofia muscular atípica carcome los músculos del cuerpo como si fuera un ejército de termitas, hasta convertir a quien la padece en un muñeco de trapo. Enfermedad rara que ataca a sólo uno entre 4000 niños, Daniel fue uno de ellos. Y aunque no temía a la muerte, recuerda su madre, tenía terror de ser arrastrado en una silla de ruedas.
El corazón de Dany, como lo llamaban sus amigos, fue uno de los músculos que sucumbieron ante la distrofia. Para cuando cumplió 19 años apenas funcionaba al 17 por ciento. Para dimensionarlo, la función cardiaca después de un infarto es de alrededor 30 por ciento.
Si no encontraban un corazón pronto, Daniel moriría en cualquier momento.
MAL EXTRAÑO: Diana, hija menor de doña Susana, padecía una rara enfermedad, un tipo de mitocondria que atacaba todas las células de su cuerpo. En las macetas de los lados descansan las cenizas de Diana y Dany. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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Susana colgó el teléfono y volteó a ver el fólder amarillo, preparado meses atrás para salir corriendo en cuanto llegara esta llamada. Todos los papeles que necesitaría para el trasplante estaban ahí, junto con un billete de 500 pesos, el cual, bajo ningún motivo, sin importar si había comida sobre la mesa o no, podía usarse, pues estaba destinado a pagar el taxi y alguna otra eventualidad para cuando esa llamada sonara.
No era la primera vez que ese fólder salía bajo el brazo de Susana, en plena agitación. En enero de 2014 (un mes después de que Daniel ingresara en la lista de espera), una llamada de medianoche expulsó la paz de la familia Reyes por unos momentos, con la noticia de un corazón para Dany, pero no, aquel no soportó el traslado y regresaron a la cama, pensando que quizá hubiera sido un sueño.
“Está bien”, daban ánimo a Susana los demás pacientes del pabellón de cardiología de Centro México Nacional La Raza del Instituto Mexicano del Seguro Social. “El primero nunca es el bueno”, decían, cumpliendo con la tradición de transmitir de voz en voz, de esperanza en esperanza, esa valiosa información comprobada sin ningún protocolo científico, avalada sólo por la experiencia de los que están ahí y que a su vez recibieron de los que ya se fueron.
Un mes más tarde, en febrero, la esperanza timbró otra vez. Otro corazón, proveniente del puerto de Veracruz, a 400 kilómetros de la Ciudad de México, arribaría en cualquier momento, pero cuando lo hizo apagó sus latidos y el fólder regresó a la casa de la familia Reyes. No, el segundo tampoco fue el bueno.
En España, donde se realizan 4000 trasplantes al año —4.2 veces más que en México—, que un órgano donado no llegue a ser trasplantado “es sumamente raro”, dice Elizabeth Coll Torres, médico adjunto de la Organización Nacional de Trasplantes (ONT), el ente gubernamental español que en menos de diez años se convirtió en el modelo líder en el mundo. “Ni siquiera llevamos una cuenta porque es sumamente raro. Ni siquiera podría decir que es uno de cada cien”.
La rareza de perder órganos donados durante los traslados en México no resulta tan poco frecuente. Cada año, unos 45 órganos donados no llegan a ser trasplantados, de acuerdo con información obtenida a través de transparencia del Centro Nacional de Trasplantes (Cenatra). Es decir, cerca de 500 en la última década, lo cual, a decir de expertos internacionales, es sumamente raro. Mientras que en la contraparte, 20 000 personas están en lista de espera.
Así, México no sólo tiene una de las tasas más bajas de donadores en el mundo, 3.5 por cada millón de habitantes —menos de la mitad de los que hay en Chile y una cuarta parte de los de Argentina—. También pierde un número elevado de órganos antes de trasplantarlos. Al parecer, se ha fracasado en la concientización para fomentar la donación, pero también en la conservación de los pocos órganos que son dispuestos para donación.
El Dr. Israel Finkelstein introdujo hace unos 30 años en México las técnicas de preservación. Él reconoce que en el país no se cuenta con la infraestructura adecuada para la preservación y traslado de órganos: “Falta desde transporte hasta máquinas y soluciones de preservación”, explica el actual director de la clínica privada Centro de Diagnóstico Integral. Y es que en lo que a la preservación de los órganos se refiere, la exactitud es, de forma literal, cuestión de vida o muerte: “Los principales errores se deben a que no saben utilizar las soluciones, mantener los niveles de PH, sodio y otras características en los órganos; hace falta capacitación”, explica.
A esto se añade el tiempo limitado que se tiene para extraer los órganos del paciente donador, diagnosticado con muerte cerebral. “No se puede perder un solo segundo para la extracción de órganos útiles, pues transcurrida una hora comienza a presentarse la necrosis (muerte de células) de los diferentes tejidos”, agrega Finkelstein.
Se solicitó entrevista en el Cenatra y en el IMSS, pero al cierre de esta edición ninguna dependencia dio respuesta.
SE LE ADELANTÓ: Diana Reyes, hermana de Dany, murió en 2009. Tenía 17 años y pesaba 16 kilos. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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Diana Reyes murió en 2009. Se fue callada, en su casa, en espera de una ambulancia atascada en el tránsito de avenida Ignacio Zaragoza. Tenía 17 años y pesaba 16 kilos. Aunque la agonía fue larga, Dany siempre pensó que la muerte había sorprendido a su hermana con una larga lista de cosas pendientes por hacer. No quería que eso le pasara a él.
Con un corazón cansado de latir, Dany había tenido que renunciar a los deportes —jugaba fútbol—, pero se aferró hasta el final para permanecer en la escuela, cursaba la preparatoria. Obtuvo una beca para estudiar un semestre de producción documental en Nueva York. Continuó siendo el vocalista de una banda de rock, aunque la falta constante de oxígeno lo obligó a sacar de su repertorio a su grupo preferido, The Doors, y poner en su lugar a Radiohead.
Mario, su mejor amigo y compañero de agrupación, lo cargaba de su habitación al coche y del coche al lugar de la tocada, donde permanecía sentado en una silla junto al micrófono. Ahí, sobre el escenario, olvidaba por un segundo que estaba enfermo y que su nombre aparecía en una lista entre otros 20 000 que esperan por un órgano en México.
Como Daniel no quería que la muerte lo sorprendiera, igual que hizo con su hermana, dejó tres instrucciones precisas para después de su muerte.
Para Daniel, su cabellera era símbolo de su vida a contracorriente. Renunciar a ella hubiera sido como dejarse llevar en una silla de ruedas. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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En marzo llegó el tercer corazón para Daniel, sobreviviente de las ganas suicidas de una joven en Monterrey que se aventó desde lo alto de un edificio. Ese corazón que siguió latiendo después de atravesar por el aire cinco pisos era el indicado para sobrevivir el traslado.
“Mamá, mis amigos me van a decir que tengo corazón de niña. Se van a burlar de mí”, bromeaba Dany camino al hospital La Raza, donde se practica una tercera parte de todos los trasplantes de corazón de todo el país.
“Un ángel con mal genio”, como describe Susana al doctor Hugo Zetina, coordinador de Trasplante de Corazón del nosocomio, fue quien apoyó el ingreso de Dany en la lista de espera. “Sin él no hubiera sido posible —dice Susana—. Teníamos todo en contra”.
La emoción de saber que el tercer corazón había resistido el viaje desde Monterrey eliminaba la incertidumbre. Todo iba a salir bien. Una enfermera insistió en recortar la larga cabellera de la que Daniel se sentía tan orgulloso, que echaba para atrás en cada nota larga mientras cantaba.
“Si me cortan el cabello no me opero”. Para Daniel, su cabellera era símbolo de su vida a contracorriente. Renunciar a ella hubiera sido como dejarse llevar en una silla de ruedas. El doctor Zetina intervino y Daniel mantuvo sus mechones negros.
Unos 15 médicos entraron en el quirófano a las tres de la tarde. Momentos antes de que Daniel los siguiera sobre una camilla, una enfermera cómplice dijo a su madre: “Tiene 30 segundos para besuquearlo”. Susana se abalanzó sobre su hijo como una muñeca a la que acaban de dar cuerda. Su corazón estaba lleno de esperanza, pero al mismo tiempo, su mente estaba consciente de que esa podría ser la última vez que lo viera con vida.
La mujer policía que custodiaba el área narraba los avances de los doctores, según sus propios cálculos: “Ya lo deben tener abierto”. Entonces, Susana vio pasar una caja sobre una camilla empujada por dos enfermeros que corrían. En esa caja venía el nuevo corazón para Daniel. A las ocho de la noche terminó la cirugía. “Fue un éxito”, dijo Zetina, tal y como hacen en las películas. Detrás del médico salió Dany sobre una camilla, dormido, hermoso, radiante, o al menos así le pareció a su madre, aunque iba conectado por una decena de tubos que entraban y salían de su cuerpo.
El de Daniel fue uno de los 44 trasplantes de corazón que se practican, en promedio, cada año en México. Pocos si se compara con Brasil —con 80 millones más habitantes que México—, donde tuvieron lugar 268 en 2013, es decir, seis veces más. Hasta Argentina, que tiene poco más de una tercera parte de la población de México, practicó cien trasplantes de corazón en el mismo año, según registra el Observatorio Global de Trasplantes y Donación de Órganos (GODT, por sus siglas en inglés).
La donación de órganos post mortem (el hígado y el riñón se pueden donar en vida) es liderada en Latinoamérica por Uruguay con 17.1, por cada millón de habitantes; seguido de Argentina, con 13.7; y Brasil, con 12.7. En cuanto a la donación, México se va a la cola con 3.6 donadores, sólo por encima de Guatemala (0.4) y Perú (1.9), de acuerdo con el GODT.
El Dr. Finkelstein reconoce que México no cuenta con la infraestructura adecuada para la preservación y traslado de órganos. Foto: Antonio Cruz/NW Noticias.
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A las 12 de la noche Susana pudo entrar a ver a su hijo brevemente. En cuanto puso un pie en la habitación presintió que algo no andaba bien. De su boca se escaparon sólo dos palabras: “Lucha, Dany”.
Momentos más tarde, una doctora le dio la mala noticia: el organismo de Dany estaba rechazando el corazón. Ese corazón que había sobrevivido a una caída de cinco pisos y al traslado desde Monterrey rehusaba darle una segunda oportunidad a Dany. Todo lo que el día anterior había sido razón de alegría, ahora engendraba una tragedia.
El tiempo comenzó a transcurrir en medida de cigarrillos. Una cajetilla entera y dieron las seis de la mañana. Entonces, una bata blanca se acercó a Susana: “¿Usted es la mamá de Daniel Reyes? Hay un rechazo… Estamos viendo si podemos… Señora, Daniel va a fallecer”, y se fue a repartir más malas noticias.
Cuando Dany falleció Susana estaba sola. Los familiares de otros pacientes fueron quienes la confortaron. La mujer policía también la abrazó. No podía hablar, la boca se le había convertido en arena.
De pronto, la lista que dejó Dany en caso de que muriera la regresó a la tierra: llamar a sus tres amigos era la primera (venían sus nombres y teléfonos). Donar los órganos útiles de Dany era la segunda, aun cuando él sabía que la distrofia muscular que sufría haría casi imposible que alguno de sus órganos pudiera ser donado: “No me quiero ir de este mundo sin haber dejado algo detrás”, le decía a su madre. Su debilitado cuerpo sólo pudo donar sus córneas.
Unas horas más tarde, Susana supo que los amigos de Daniel ya estaban en la funeraria. Cuando llegó esperaba ver a aquellos tres amigos que había llamado por teléfono, pero cuando arribó había más de cien completos extraños que, lejos de llorar, tocaban la guitarra, cantaban y relataban anécdotas de Dany. “Fue una fiesta, no un velorio”, dice su madre. “Jamás me podré explicar cómo mi hijo, con todas las limitaciones de movilidad, pudo hacer tantas cosas, conocer a tantas personas”.
La tercera tarea en la lista de Dany llamó a la puerta de Susana unos días después. Se llama Lola, una perrita criolla, que llevó uno de sus amigos.
Susana creyó que Lola se convertiría en una molestia que alimentar, pasear y asear, pero descubrió que “es mágica”. En ella Susana vierte los besos y los abrazos que se le quedaron guardados tras la muerte de Diana y Daniel, sus dos únicos hijos. Lola la sana.
—¿Piensas en los ojos que ahora miran a través de las córneas de Daniel?
—Me gusta saber que alguien está mirando a través de ellas. Quisiera mirar sus ojos y tratar de encontrar en ellos un pedacito de mi hijo.