
El día que llegué a Egipto, en abril, el presidente Abdel-Fattah el-Sisi acababa de entregar dos islas del Mar Rojo, Tiran y Sanafir, al rey Salman de Arabia Saudita, que estaba de visita en El Cairo, para anunciar la concesión de miles de millones de dólares en ayuda e inversiones. Las islas se encuentran en el Golfo de Aqaba, donde Israel y Jordania tienen puertos, por lo que la transferencia de la tierra era estratégicamente importante. También fue un obsequio desconcertante y muy polémico que enfureció a muchos egipcios.
“¿Tenemos idea de por qué las hemos entregado, de cuál fue la motivación?”, le pregunté a Mohammed Zaree del Instituto de Estudios sobre los Derechos Humanos de El Cairo. Él me respondió: “Buena pregunta. Nadie lo sabe”.
Al día siguiente, el presidente Sisi pronunció un discurso de dos horas de duración en el que defendió su decisión, diciendo que las islas siempre habían pertenecido a Arabia Saudita, y provocó un tumulto cuando un osado miembro del parlamento trató de hacer una pregunta: “No he dado permiso a nadie de hablar”, respondió Sisi. Esto desató un frenesí en las redes sociales con un hashtag que puede traducirse como #HablarNoRequierePermiso.
Las oraciones de los viernes, el momento tradicional para las manifestaciones y las protestas, generaron momentos tensos aquella semana. Cientos de personas se congregaron en el área de Giza, en El Cairo, y la policía disparó gas lacrimógeno y municiones reales para dispersar a las multitudes que exigían el fin del gobierno de Sisi. Un gran número de policías salió a las calles para mantener bajo vigilancia las manifestaciones siguientes y realizó incursiones para detener personas sospechosas de activismo.
“Egipto es ahora una dictadura militar mediocre”, señala Mohamed Lotfy, exinvestigador de Amnistía Internacional que ahora se desempeña como director ejecutivo del Centro Egipcio para los Derechos y la Libertad. “Hasta [el expresidente chileno Augusto] Pinochet se sentiría avergonzado debido a que en las dictaduras reales existe un desarrollo económico. Las personas sacrifican los derechos humanos a cambio de la seguridad. Aquí, las personas no ganan nada. La economía se derrumba y reprimen a los activistas, a los periodistas, a las ONG”.
Dos años después de que Sisi asumió el poder, tras el derrocamiento del presidente democráticamente elegido Mohammed Morsi en un golpe militar realizado en junio de 2013, y cinco años después de que las manifestaciones en la Plaza Tahrir provocaron la destitución de Hosni Mubarak, Egipto se encuentra en una profunda crisis. “Es un momento muy peligroso”, señala Lotfy. “No pueden verse posibilidades para el futuro. No porque el gobierno sea débil, sino porque las personas no tienen una visión de cambio. Sin embargo, cuando la visión es borrosa, es muy fácil que un gobierno caiga”.
Esto podría significar que habrá otra ola de violencia en Egipto. Aunque no existen encuestas oficiales, muchas personas piensan que la popularidad de Sisi ha caído a plomo. “No hay confianza en el gobierno”, afirma Lotfy. “En realidad, las personas han vuelto a decir que los días de Mubarak fueron mejores”. A pesar de que era un represor, dice Lotfy, Mubarak tenía objetivos claros: desarrollar la economía y llevar la paz a la atribulada región.
Prominentes activistas egipcios a favor de los derechos humanos y grupos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch han dicho que esta es la peor represión ejercida por el Estado en varias décadas, y mencionan desapariciones forzadas, 60 000 prisioneros políticos encerrados en cárceles de todo el país y supuestas ejecuciones extrajudiciales realizadas por el Estado.
Sisi se adapta:Los arrestos y la vigilancia de activistas se ha incrementado en Egipto, pero proliferan las protestas callejeras que demandan el derrocamiento del régimen militar. Foto: Khaled Desouki/AFP.
Gamal Eid, de la Red Arábiga a favor de los Derechos Humanos, señala que 10 000 de esos prisioneros políticos ni siquiera han sido sometidos a juicio. “Es una forma de castigo —afirma Eid—. Actualmente enfrentamos el ataque más violento contra los derechos humanos desde la década de 1980. He trabajado en el área de los derechos humanos durante 25 años. Esto es lo peor que he visto”.
A pesar de sus declaraciones de que sus políticas son necesarias para combatir el terrorismo, Sisi no ha logrado generar seguridad (pocas veces habla con reporteros extranjeros y se comunica con los medios principalmente a través de discursos o conferencias de prensa). Militantes relacionados con el grupo Estado Islámico (EI) operan con impunidad en el norte del Sinaí y la han convertido en zona prohibida. El turismo, uno de los principales impulsores de la economía egipcia, prácticamente ha desaparecido. En las pirámides, una hermosa mañana de primavera, en una hora en la que hace apenas dos años la zona habría estado atestada de visitantes, conté menos de diez europeos o estadounidenses.
En octubre pasado, una bomba derribó sobre el Sinaí un avión ruso que llevaba turistas de Sharm el-Sheikh, y en enero, presuntos militantes del EI, armados con cuchillos, pistolas y cinturones explosivos, apuñalaron a tres turistas extranjeros en un balneario de playa en Hurghada, en el Mar Rojo. Uno de ellos, Jon Torp, declaró al diario noruego Verdens Gang que vio un signo que indicaba que los atacantes pertenecían al EI. “Salí al balcón y pude ver a un hombre ondeando una bandera negra con letras blancas,” dijo Torp.
La combinación de ataques realizados por militantes, desapariciones forzadas, una economía en declive y un régimen militar opuesto a la democracia ha hecho que muchos egipcios caigan en la desesperación. Pareciera que los esperanzadores días de la Primavera Árabe, el júbilo de la Plaza Tahrir y la creencia de que era la hora de la democracia en Egipto ocurrieron hace siglos.
Poco antes del quinto aniversario de la Plaza Tahrir, el 25 de enero, las cosas se volvieron aún más difíciles, de acuerdo con los habitantes: las autoridades realizaron incursiones en las casas de presuntos activistas y pusieron cámaras de vigilancia cerca de la plaza para supervisar la actividad en ella. La paranoia comenzó a prevalecer.
“No me he sentido seguro desde 2014”, señala un reportero extranjero que ha vivido en El Cairo durante más de 20 años y que pidió no ser identificado por razones obvias. “Desde que los periodistas de Al Jazeera fueron encarcelados, ninguna persona que trabaje en los medios de información siente que puede trabajar con seguridad”.
En meses recientes, los extranjeros se han sentido casi tan amenazados como los activistas egipcios. La tarde del aniversario de la Plaza Tahrir, un joven investigador italiano llamado Giulio Regeni fue secuestrado mientras caminaba hacia el metro cerca de su casa. Durante varios días fue brutalmente torturado y finalmente fue abandonado al lado de un camino, muerto. Regeni, que hablaba árabe, había estado investigando los sindicatos, que es un tema delicado bajo el régimen de Sisi. Los servicios de seguridad del Estado negaron haber participado en el asesinato, y culparon a criminales. Identificaron a cinco hombres como los asesinos, a quienes dieron muerte de inmediato. El gobierno italiano reaccionó con fuerza; retiró a su embajador y exigió los registros telefónicos, así como una investigación por parte de las autoridades egipcias, las cuales se mostraron reacias.
“Lo extraordinario es cómo cinco personas que probablemente no hicieron nada fueron liquidadas”, señala Lotfy. La muerte de Regeni fue un símbolo del enfoque despiadado de los servicios de seguridad. Si pueden matar a un extranjero impunemente, entonces pueden matar a cualquiera.
Arenas vacías: Conforme se extiende la violencia contra civiles y turistas, el turismo ha caído de manera notable, incluso las pirámides son evitadas por los atemorizados extranjeros. Foto: Mohamed El-Shahed/AFP.
A finales de abril, las autoridades egipcias presentaron un informe policiaco contra Reuters, la agencia noticiosa internacional, después de que esta citó seis fuentes policiacas y de inteligencia diciendo que Regeni había sido detenido por la policía antes de su muerte.
“Desde el punto de vista político, Egipto atraviesa por un periodo de pérdida de control sobre la seguridad”, afirma Lotfy. “Pero también de una pérdida de credibilidad con la opinión pública y un estado de indefensión con respecto a la economía. Esto no es nada bueno”.
La cifra oficial de desempleo en Egipto es de 11 por ciento (de manera no oficial, se piensa que está más cerca del 20 por ciento). El turismo se encuentra en el nivel más bajo de la historia. Los precios de los alimentos y de las mercancías de uso cotidiano son muy altos. Sin embargo, la mayor preocupación es la pérdida de las libertades civiles. Tras la muerte de Regeni, cuyo cuerpo estaba tan desfigurado que su madre lo reconoció únicamente por la punta de su nariz, de acuerdo con un periodista local, existe un miedo y una ira subyacentes contra el poder de los servicios de seguridad.
“Estos tipos tienen la arraigada mentalidad de estar por encima de la ley,” dice Lotfy. “Al extremo de que, si compran un auto, ni siquiera se toman la molestia de ponerle placas con el número de licencia; simplemente colocan un adhesivo con la imagen de un águila en la parte trasera para indicar que pertenecen a los cuerpos de seguridad”.
LOS DESAPARECIDOS
Afuera de la oficina de Lotfy se encuentra Ibrahim Metwaly, abogado y padre de un joven estudiante, Amr Ibrahim, que desapareció el 8 de julio de 2013. Metwaly explica que es líder de una organización de base denominada Coalición de los Desaparecidos. Su hijo no tenía inclinaciones políticas, insiste, ni tampoco era miembro de la Hermandad Musulmana, el grupo islamista al que Sisi culpa por perjudicar al país. Ibrahim fue visto por última vez siendo llevado con los ojos vendados mientras caminaba a casa. Al día siguiente, su desesperado padre buscó en hospitales, morgues y estaciones policiacas, donde los oficiales le dijeron que acudiera al Ministerio del Interior (el departamento al que los grupos a favor de los derechos humanos culpan por muchas de las desapariciones).
Cerca de tres años después, Metwaly cree que su hijo todavía está vivo y, muy probablemente, se encuentra preso en Azouly, una prisión cerca del Sinaí que es famosa por sus brutales torturas. No está seguro de lo que hizo su hijo para ser detenido, y no hay ningún registro donde se le acuse de algo. Metwaly presentó una demanda contra la persona que era ministro de Defensa en el momento de la desaparición de su hijo; esa persona es Sisi.
“Es mi hijo. Es parte de mí, y no me daré por vencido hasta encontrarlo”, dice Metwaly, con la voz entrecortada, mientras se sienta, abatido, en una oscura oficina. “¿Cómo puedo vivir si me falta una parte de mí?”.
Como abogado, Metwaly tiene la ventaja de comprender mejor que la mayoría el complicado sistema judicial de Egipto. Ahora trata de ayudar a otras personas cuyos hijos y familiares han desaparecido y que no tienen idea de dónde empezar a buscarlos. Algunas de estas personas, dice, viven tan lejos y son tan pobres que “ni siquiera pueden darse el lujo de tomar un minibús para llegar a El Cairo para presentar un informe de persona desaparecida”.
“Es peor que con Mubarak”, dice; es quizá la décima vez que escucho esto de distintas personas en un solo día, desde choferes de taxi y estudiantes hasta consumidores y activistas. “Vivimos una época desastrosa”.
Momento muy peligroso: Dos años después de que Sisi asumió el poder, tras el derrocamiento del presidente democráticamente elegido Mohammed Morsi, Egipto se encuentra en una profunda crisis. Egyptian Presidency/AFP.
Otra mujer en la oficina de Lotfy, Manal Ibrahim Sallam, llora. Dice que ha recorrido las morgues durante días en busca de su hijo, Abd -el-Hamid Mohamed Mohamed, de 24 años, que ha estado perdido desde 2014. Cada día, ella toma un autobús desde su casa en el distrito de Kafr el-Sheikh, a unas tres horas de El Cairo, en busca de noticias y para reunirse con otras personas que se encuentran en una situación similar. “Acudo a cualquier reunión. Hablaré con cualquiera que pudiera tener información acerca de mi hijo”, dice, y añade que las autoridades no han hecho nada para ayudarla.
Los estudiantes y las personas sospechosas de participar en el activismo político no son las únicas que desaparecen. Aya Hijazi, una estadounidense de 29 años con licenciatura en resolución de conflictos por la Universidad George Mason en Fairfax, Virginia, vino a El Cairo para tratar de “arreglar las cosas”, dice su hermano Basel, empleado de Google en Dublín.
Hijazi fundó una organización de ayuda para los niños de la calle llamada Belady (Puente) junto con su esposo, Mohammed Hassanein, pero fue arrestada pocos meses después. Ha pasado cerca de dos años en una prisión femenil de El Cairo; su juicio ha sido pospuesto cinco veces. Ella lee mucho, dice su hermano, y dibuja. “Era una buena artista”, dice sombríamente. “Ahora se ha convertido en una gran artista”.
¿Su delito? “Aya decidió abordar el enorme problema de los niños de la calle”, dice Basel. Puso en marcha una organización no gubernamental centrada en los servicios sanitarios, el combate al acoso sexual y la atención de las necesidades de los niños. Sin embargo, pasó por alto un pequeño detalle que se convirtió en su caída: no obtuvo un número formal y registrado de ONG antes de comenzar a trabajar. “No estamos seguros de por qué decidieron usarla como chivo expiatorio”, señala Basel, que dice que los diarios la atacaron durante días después de su arresto. Quizá hayan sido sus antecedentes estadounidenses (ella nació en Estados Unidos, es hija de padre libanés y madre egipcia).
Hijazi fue acusada de tráfico sexual y abuso infantil, un cargo que su familia y amigos, así como activistas a favor de los derechos humanos como Lotfy y otros, piensan que es fabricado. “Todo el mundo sabe que el Estado está utilizando a Aya como ejemplo —dice Basel—. La arrestaron para enviar un mensaje y decirles a los jóvenes: ¿así que quieren darnos una visión diferente de cómo dirigir a nuestra sociedad? ¿Así que quieren poner en marcha ONG que ayuden a las personas a las que el Estado no tiende la mano? Bueno, pues no pueden. Irán a la cárcel”.
“Su caso es una de esas historias para las cuales no tenemos una respuesta,” señala Lotfy.
La creciente represión por parte de los servicios de seguridad es una forma de demostrar que el gobierno puede operar sin restricciones, dice Zaree, del Instituto de Estudios sobre los Derechos Humanos de El Cairo. “No se trata de una guerra contra el terrorismo, que es lo que dice el gobierno, sino contra la sociedad civil. El aparato de seguridad está fuera de control”.
En la mente de los líderes, dice Zaree, la Plaza Tahrir fue un suceso terrible, “y están decididos a no permitir que vuelva a ocurrir”.
Mientras tanto, la mayoría de los periodistas independientes de Egipto han guardado silencio, y el encarcelamiento de los reporteros de Al Jazeera, que duró más de un año, ha hecho que muchos reporteros extranjeros se muestren reacios a viajar o trabajar en Egipto, o a hacer demasiadas preguntas. Muchos de los más prominentes blogueros políticos egipcios, entre ellos Alaa Abd el-Fattah (sobrino del popular novelista británico-egipcio Ahdaf Soueif), que trabajaban incansablemente para exponer la corrupción del régimen de Mubarak, también están en prisión.
La mayoría de las personas con las que hablé en Egipto piensan que las cosas pronto llegarán a un punto crítico, y que Sisi no puede seguir gobernando mediante la represión y el miedo. Después de todo, fue el alto precio del pan y el poder de las redes sociales lo que alimentó la revolución de la Plaza Tahrir. Hay furia, y se requiere muy poco para desatar las manifestaciones. El 19 de abril, la policía del área de Al-Rehab en El Cairo mató a tiros a un hombre en una discusión por una taza de té, lo que provocó protestas callejeras. “Las personas están completamente hartas con la vida aquí”, dice Sara, una joven abogada que declinó proporcionar su apellido.
Yasmin Hossam es una abogada que representa al escritor Ahmed Naji, que fue encarcelado en 2014 por escribir una escena de sexo en una de sus novelas, que fue publicada en el diario Akhbar al-Adab. Naji fue sentenciado a pasar dos años en prisión, y Hossam y un equipo de abogados han presentado una apelación. “Todo esto es un síntoma del hecho de que existe ahora una línea en Egipto. Nadie tiene permitido hablar en una forma que esté fuera del sistema”, dice Hossam. “El gobierno no permite ningún tipo de libertad de expresión”.
Ella dice que no se arrepiente de la revolución de la Plaza Tahrir. “Fue lo mejor que nos ha ocurrido a nosotros los egipcios”, dice. “Pero ahora el problema es sencillo: no hay imperio de la ley. Golpean a los médicos, asesinan a los extranjeros, encarcelan a los escritores”.
“Nadie está seguro —dice—. Hay demasiada sangre”.
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek