“Los cielos se abrirán, las luces se
apagarán, cantarán coros celestiales y todos sabrán que habremos hecho lo
correcto y el mundo será perfecto”, dijo en 2008 la ex primera dama de Estados Unidos sarcásticamente, y añadió, “No tengo
ilusiones sobre lo difícil que va a ser esto”.
Adelantémonos ocho años. “Desearía
que pudiéramos elegir a un presidente demócrata que pudiera agitar su varita mágica
y decir, ‘Debemos hacer esto y debemos
hacer lo otro’, dijo Clinton recientemente en respuesta a las propuestas de
Bernie Sanders. “Ese no es el mundo real en el que vivimos.”
Entonces, ¿qué es posible en “el mundo
real en el que vivimos?”
Existen dos puntos de vista dominantes
sobre cómo los presidentes logran cambios fundamentales. El primero podría ser
denominado como “el negociador en jefe”, mediante el cual los
presidentes amenazan o compran a sus adversarios poderosos.
Barack Obama logró de esta manera la
Ley de Cuidados a la Salud Asequibles: obteniendo el apoyo de la industria
farmacéutica, por ejemplo, prometiéndoles muchos más negocios y garantizando
que Medicare no usaría su inmenso poder de negociación para negociar menores
precios en los medicamentos.
Pero tales acuerdos resultan costosos
para el público (la cuenta de la exención farmacéutica es de cerca de 16,000
millones de dólares al año), y realmente no modifican la ubicación del poder.
Simplemente permiten que los intereses poderosos obtengan beneficios.
Es probable que el costo de tales
acuerdos en “el mundo en el que vivimos” sea más alto en la
actualidad. Los intereses poderosos son más poderosos que nunca gracias a la decisión
de Ciudadanos Unidos tomada en 2010 por la Suprema Corte, la cual abrió las
compuertas del enorme flujo de dinero.
Lo cual nos lleva al segundo punto de
vista sobre cómo los presidentes logran grandes cosas que los intereses
poderosos no desean: al movilizar al público para que las exija y castigar a los
políticos que no prestan atención a esas demandas.
Teddy Roosevelt logró un impuesto progresivo
sobre la renta, límites sobre las aportaciones corporativas a las campañas, la
regulación de alimentos y medicamentos y la disolución de las enormes
corporaciones, no porque fuera un gran negociador, sino porque impulsó las crecientes
demandas públicas a favor de tales cambios.
Fue un punto de la historia
estadounidense muy similar al nuestro. Las corporaciones gigantes y un puñado
de personas adineradas dominaban la democracia estadounidense. Los lacayos de
los “capitalistas enriquecidos por la explotación” literalmente pusieron
sacos de efectivo sobre los escritorios de los legisladores influenciables.
El público estadounidense se sintió enfadado
y frustrado. Roosevelt canalizó esa ira y frustración hacia el apoyo de
iniciativas que modificaron la estructura del poder en Estados Unidos. Utilizó
la oficina del presidente (su “tribuna de expresión”, como la
llamaba) para impulsar la acción política.
¿Puede Hillary Clinton hacer lo mismo? ¿Puede
hacerlo Bernie Sanders?
Clinton da forma a su futura presidencia
como una continuación de la de Obama. Seguramente, Obama comprendió la
importancia de movilizar al público contra los intereses del dinero. Después de
todo, alguna vez fue un organizador comunitario.
Después de la elección de 2008, incluso
convirtió su campaña electoral en una nueva organización llamada “Organizándose
por Estados Unidos” (ahora llamada “Organizándose para la acción”,
u OFA en inglés), diseñada explícitamente para aprovechar su apoyo popular.
Entonces, ¿por qué Obama terminó
dependiendo más de la negociación que de la movilización pública? Porque
pensaba que necesitaba mucho dinero para su campaña de 2012.
A pesar de las afirmaciones públicas de
OFA (en varios correos, prometió asegurar el “futuro del movimiento progresista”),
se transformó en una organización de campaña verticalista para recaudar grandes
cantidades de dinero.
Mientras tanto, Ciudadanos Unidos había
liberado a grupos “independientes” como OFA para recaudar fondos casi
ilimitados, pero mantuvo los límites sobre la magnitud de las contribuciones a los
partidos políticos formales.
Esa es la raíz del problema. Ningún
candidato o presidente pueden movilizar al público contra el dominio de los
intereses monetarios mientras dependa de su dinero. Y ningún candidato o
presidente puede esperar romper la conexión entre la riqueza y el poder sin
movilizar al público.
(Una nota personal: hace algunos años,
OFA quería exhibir por todo Estados Unidos la película que Jake Kornbluth y yo
hicimos sobre la desigualdad cada vez mayor, titulada “Inequality for All” (Desigualdad
para todos), pero sólo con la condición de que elimináramos dos minutos en los
que se identificaba a dos grandes donadores demócratas. Nos negamos. No la
exhibieron.)
En pocas palabras, “el mundo real
en el que vivimos” ahora mismo no permitirá el cambio fundamental del tipo
que necesitamos. Hace falta un movimiento.
Este movimiento está en el corazón de
la campaña de Sanders. La pasión que lo alimenta no se relaciona realmente con Bernie
Sanders. Si Elizabeth Warren se hubiera postulado, la misma pasión estaría ahí
para ella.
Se trata de oponerse a los intereses
monetarios y restituir nuestra democracia.
Robert B. Reich, catedrático rector de
política pública de la Universidad de California en Berkeley y miembro de alto
rango del Centro Blum para las Economías en Desarrollo, fue Secretario del
Trabajo en el gobierno de Clinton. La revistaTime lo nombró uno de los 10
Secretarios de Gabinete más eficaces del siglo XX. Ha escrito 13 libros, entre ellos,AftershockyThe Work of Nations (El trabajo de las
naciones). Su más reciente obra,Beyond Outrage (Más allá de la indignación), está a
la venta en su edición en rústica. Es editor fundador de la revista The American Prospect y presidente de Causa Común. Su
nueva película, Inequality
for All (Desigualdad para todos), está ahora
disponible en Netflix, iTunes, DVD y a petición.
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Publicado en cooperación con Newsweek // Published in cooperation with Newsweek