Muchas expectativas generó el 5E en la mente de los
venezolanos y de muchos observadores de nuestra perturbada realidad política
alrededor del mundo. Luego del histórico proceso electoral del 6 de diciembre era
necesario validar si el resultado obtenido se materializaría en la instalación
de la Asamblea Nacional. Muchas especulaciones sobre el evento, en sí mismo un
rutinario acto administrativo que en cualquier país menos polarizado —y con un Estado
de derecho en funcionamiento— sería un vistoso capítulo de su vida política. En
la Venezuela actual, parecía inevitable una confrontación de pueblo contra
pueblo en las céntricas calles caraqueñas donde las rutas de las marchas,
oficialista y opositora, hasta el día anterior, eran las mismas.
La noche anterior, en una declaración de condescendencia
inexplicable, Nicolás Maduro anunciaba que permitiría que la instalación se
celebrara en sana paz. De forma que la mesa estaba servida para un hito en la
historia republicana de un país de fuerte tradición democrática afectada en
grado superlativo por la visión hegemónica de quienes detentan un poder poco
edificante y definitivamente asfixiante para el progreso de la nación.
Amaneció un día fresco, típico en el enero caraqueño, y
desde muy temprano ya todas las calles y avenidas que rodean la Asamblea
Nacional estaban cerradas con piquetes de efectivos policiales y militares. En
una de las ciudades más peligrosas del mundo me costaba entender por qué tanta
presencia de uniformados concentrados alrededor del Palacio Legislativo, en vez
de estar patrullando nuestra convulsa ciudad.
Mientras caminábamos buscando ingresar en el recinto
parlamentario, nos informaban que todos los accesos estaban cerrados, menos el
de la esquina de Pajaritos, de manera que allí nos encontramos diputados,
medios de comunicación e invitados especiales, compartiendo un aparatoso acceso
que mediante un torniquete mal administrado chequeaba contra unas listas
dispersas la identidad de quienes con paciencia soportamos más de dos horas de
empujones y maltratos por parte de civiles y militares. A mi lado, y cito un
ejemplo que ilustrará un poco más esta referencia, se encontraba el embajador
de un país de América del Sur, quien luciendo impecable traje a la medida,
debió ingresar con la chaqueta desgarrada cortesía de un arrebato colectivo de
anarquía entre quienes empujaban para entrar y quienes empujaban para no dejar
entrar. Como diría el generalísimo Francisco de Miranda: “Bochinche,
bochinche…”
Ya en el interior del Palacio Legislativo, sus jardines,
fuentes y decorados reprodujeron la reminiscencia de un pasado reciente que
parece muy lejano. Han transcurrido casi dos décadas para que el pluralismo
fuera el protagonista de cualquier jornada de este Poder Público. El entusiasmo
de los presentes era indescriptible. Sesiones de fotografías entre los
diputados entrantes, amigos y otras personalidades compartían con los grandes
ausentes de esos predios, ayer actores protagónicos, los medios de comunicación
social.
La medida de prohibición de los medios a ingresar a la
Asamblea Nacional convirtió en un coto inaccesible a quienes por definición
tienen el deber de informar a la ciudadanía de lo que allí acontece, pero este
5 de enero creo que estaban más felices los comunicadores que los mismos
diputados que se instalarían horas más tarde.
El aforo del sitio, sin lugar a dudas, fue superado con
creces. Tanto el hemiciclo como las salas protocolares y demás espacios
ofrecían la imagen expectante de un acontecimiento próximo que cambiaría la
historia reciente de una Venezuela desgastada en el transcurrir de una
revolución fallida. La imagen, recogida y divulgada por internet, de dos
trabajadores de la Asamblea Nacional, desmontando la gigantografía de Hugo
Chávez, fue realmente impactante. Para muchos era el anuncio real de que nos
encontrábamos presenciando el principio del fin de este nefasto régimen.
Violentando cualquier protocolo global, los instalados
fueron juramentados de manera inusual. Luego de las pifias de una agenda
desdibujada en la impericia o en el nerviosismo de quienes fungieron como instalador
y secretario accidental, presenciamos la alocución, extra protocolo, del diputado
instalador, quien haciendo uso de sus precarios dotes de oratoria, generó una tensión
adicional a la que anticipaba el momento de la juramentación, en un soso
discurso mal leído y peor pronunciado.
Como un desplante, a lo Cristina Fernández de Kirchner, no
hubo quien juramentara al nuevo presidente, Henry Ramos Allup. Como diría Rubén
Blades, el nuevo presidente hizo “un solo de boca”. Juró ante los
presentes y juramentó al resto de las autoridades electas previamente,
enmarcado en la intervención de los diputados proponentes quienes se lucieron
en sendas reflexiones que denuncian irregularidades que serán investigadas por
la nueva AN.
Fue allí precisamente cuando en esa disputa de
protagonismo entre dos diputados oficialistas, uno designado jefe de la
Fracción, y el otro, ego enfermo que siempre busca destacarse, por cierto, sin
mucha suerte, simula una violación del Reglamento de Debate sin que en
reiteradas intervenciones hubiera propuesto alternativa alguna para ocupar el
cargo de secretario de la Asamblea Nacional. Este incidente llevó a
irrespetuosos diputados oficialistas a tomar por asalto la tarima
interrumpiendo el discurso del jefe de la fracción mayoritaria de oposición, en
una desagradable situación que afortunadamente no llegó a mayores, pero activó
la retirada masiva de diputados, invitados y medios oficialistas del hemiciclo.
Le corresponde el turno al presidente recién instalado de
la Asamblea Nacional quien dibuja de forma inteligente algunos de los
principales aspectos de la gestión que recibe, poniendo énfasis en recordarnos
que, precisamente, es el Poder Legislativo, el Poder Originario, que controla
al Gobierno y designa al resto de los poderes.
En sus palabras, el diputado Ramos Allup deja clara una
pretensión avisada de plantear por la vía constitucional un cambio de gobierno
en seis meses. Desde el punto de vista político, tal vez este fue el principal
anuncio, porque se perfila una guerra entre poderes públicos que, sin lugar a
dudas, desencadenará un clima de ingobernabilidad preocupante y que no
contribuiría de manera inmediata a solucionar los problemas del venezolano (a
saber, economía, inseguridad y largo etcétera).
Cuando el presidente entrante de la Asamblea Nacional
destaca tres prioridades para su gestión, realiza, a mi juicio, un ejercicio de
pragmatismo político efectista, ya que la importancia de una Ley de Amnistía,
la propiedad de la vivienda popular, y el ultimátum a Maduro de seis meses, no
representan el verdadero reto que tiene este grupo de venezolanos que fueron
elegidos para desmontar el mamotreto comunistoide que ha empobrecido al
ciudadano de manera exponencial.
La omisión de una Agenda Parlamentaria que ataque el tema
económico en el discurso de Ramos es preocupante porque se esperaban anuncios
que indicaran el camino a seguir en el necesario proceso de reactivación del
aparato productivo, la reducción del gasto público, revisión del portafolio de
leyes que mantienen el control de precios y el control de cambio, entre otros
aspectos.
También queda la duda sobre el mecanismo que garantiza el
cambio de gobierno, y quien ocuparía la vacante presidencial.
Tal vez el discurso accidentado del diputado Borges, jefe
de la fracción parlamentaria de la oposición, hoy mayoría, trató estos aspectos
de manera más detallada, aspectos necesarios, pero no suficientes para
garantizar la materialización de las expectativas colectivas. Debemos tener
mucho cuidado con frases como “hay que darle al pueblo lo que quiere”, ya que
muchas veces se necesita lo que no se quiere, y otras nos encontramos que no
tenemos con qué financiar esos deseos. El populismo en la abundancia de una
renta petrolera generosa convirtió al pobre en cliente de un perverso sistema.
Hoy, hay que desmontar ese esquema enseñando que sólo con el sacrificio de
todos podremos salir adelante.
Ahora comenzarán a discutir la Ley de Amnistía,
instrumento fundamental que devuelve la libertad no sólo a insignes perseguidos
del régimen como el alcalde Ledezma, el alcalde Ceballos o Leopoldo López, a
los 84 presos políticos, estudiantes, amas de casa, militares y muchos otros.
La Ley de Amnistía deroga la política de asedio y terrorismo judicial que
condena el pensar diferente y desmonta el Estado policial que amenaza a quienes
tienen el derecho de rechazar públicamente la manera como se ha pretendido
manejar a nuestro país.
Esta, como cualquier otra iniciativa legislativa de este
tenor reivindicativo, propiciará un nuevo enfrentamiento con el Poder Judicial,
hasta que la nueva Asamblea diluya el peso de los magistrados actuales impidiendo
las decisiones gobierneras de los administradores de la justicia en Venezuela.
El tema es cómo legislar para que el Ejecutivo y la Administración Pública en
general acate y cumpla con los nuevos preceptos normativos.
Esta Asamblea Nacional recién instalada merece un voto de
confianza para darle al país el impulso que garantice el cambio necesario.
Ellos saben que no tienen un cheque en blanco y deben entender que en este
momento tienen sobre sus hombros la esperanza de todos los hombres y mujeres de
bien que sueñan con un país diferente.
Venezuela necesita soluciones a sus problemas y rescatar
las libertades perdidas como uno de los principales temas a resolver. Esto
requiere mucho más de lo que asomó el presidente de la AN en su impecable
disertación.