La escena va más o menos así: Diosdado Cabello, actual presidente de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela, está sentado frente a la cámara de tv. Sobre su escritorio reposa un mazo de plástico, parecido al del Capitán Cavernícola. De hecho, justo en este instante —la noche del miércoles 9 de diciembre—, Cabello, segundo hombre más poderoso de Venezuela —aunque muchos lo colocan, incluso, por encima del presidente Nicolás Maduro—, bien podría guardar una similitud con el personaje del viejo dibujo animado… no sólo por el mazo, sino por la actitud: está irritado, grita, insulta, acusa, señala; tal vez físicamente no se ve como un cavernícola pero, ciertamente, tampoco como el exitoso hombre que lidera el parlamento de una nación. Y es que desde el 5 de enero de 2016, su vida cambiará drásticamente. Ya no será el tigre que ruge y manda a callar a todos desde el puesto más alto en el hemiciclo de la Asamblea Nacional. Ahora, será —apenas— uno de 55 diputados chavistas, nadando contra una enorme corriente de 112 diputados de la Mesa de la Unidad Democrática, quienes le darán fin a la larga temporada del bullying parlamentario… ahora se viene el bully beatdown. Y Diosdado lo sabe.
A medida que transcurre la transmisión en vivo de su programa, Con el mazo dando, el hombre poderoso, el hombre duro, se va extraviando en un inmenso bosque de calamidades: hace un esfuerzo para que el pueblo, los televidentes, el soberano, entienda que cometió un gigantesco error histórico al votar masivamente a favor de la “derecha imperialista”… Es tal la impotencia que se filtra a través de la mirada de Cabello, que no extrañaría que esta noche, por fin, se atreva a agarrar el mazo de plástico para estrellarlo en la cabeza de algún camarógrafo que le parezca agente encubierto de la oligarquía.
“Esta batalla se pone buena”, dijo Cabello, refiriéndose a “los planes de la derecha de derogar las leyes del pueblo”, tratando de atemorizar a los televidentes. Y esa es la nueva estrategia revolucionaria, a pocas horas de las elecciones la consigna, satanizar a la nueva Asamblea Nacional, sin importar que todavía no esté ni siquiera juramentada…
No es una buena noche para Diosdado Cabello. “Tenemos tareas pendientes, no vamos a caer en la omisión legislativa por ningún tipo de chantaje”. ¿Chantaje?, ¿de quién? “Una de las tareas pendientes es nombrar doce magistrados del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ)”, dijo apurado, desbocado. “Cuando entreguemos la Asamblea Nacional tengan la seguridad de que los magistrados que faltan por nombrar serán ya magistrados juramentados ante el país, no tenemos ninguna duda, este mismo año deben ser juramentados ante el país y en sus cargos asumiendo las responsabilidades que les corresponden”, y prosiguió resumiendo que dentro de las “tareas pendientes” se encuentran, además, la aprobación del presupuesto tanto de la AN como del Banco Central de Venezuela. Tanto que hacer… y tan poco tiempo.
Otro punto importante, en el programa de esa noche, tenía que ver con el personal del canal de televisión que transmite los pormenores de lo que ocurre en la Asamblea Nacional (ANTV) —siempre y cuando sea a favor de la bancada pro gobierno— y, para prevenir que los nuevos diputados pudiesen “hacer de las suyas”, Cabello anunció que el mismo sería “traspasado” a sus empleados. Cosa que se cristalizó al día siguiente, jueves 10 de diciembre, cuando la actual Asamblea Nacional de mayoría chavista aprobó un acuerdo para otorgar la concesión de ANTV a sus trabajadores.
Y seguramente todos estos esfuerzos tardíos —típicas brazadas de quien está a punto de ahogarse— continuarán en los próximos días y se acentuarán, hasta que caigan en cuenta de algo realmente básico, que alterará el curso de la historia venezolana: gracias a la paliza electoral recibida el 6 de diciembre, no importa lo que hagan o lo que piensen hacer los actuales diputados revolucionarios: la nueva Asamblea Nacional —con mayoría calificada de la oposición— tiene el poder de rehacer, eliminar y cambiar todo aquello que los capitaneados por Diosdado intenten establecer como legado.
Entonces, la pesadilla del señor del mazo de plástico apenas comienza.
Si algo se puede intuir desde ahora es que la historia está a punto de encarar a Diosdado Cabello y a Nicolás Maduro. FOTO:LUIS ROBAYO/AFP
EXTRAÑO DOMINGO
No. Nadie imaginó en Venezuela —ni encuestadoras ni astrólogos— que el resultado de las elecciones parlamentarias del domingo 6 de diciembre tendría como resultado la obtención de la mayoría calificada de 112 diputados para la MUD y 55 escaños para el chavismo, con una participación de más del 74 por ciento de los ciudadanos inscritos en el Registro Electoral. No fue una derrota roja… fue una vergüenza. Y esto considerando las regalías, amenazas y demás artimañas utilizadas por el gobierno de Nicolás Maduro para tratar de torcer el brazo a los electores; esta vez no importaron las largas cadenas en los medios, la asfixiante presión a los empleados públicos ni la sarta de mentiras con las que la revolución bolivariana bombardea al pueblo venezolano día a día. No valió nada, excepto el descontento general de una sociedad que está pasando hambre, que está muriendo por falta de medicamentos y que no ve —al menos de parte del gobierno actual— una propuesta para salir de todo esto y conducir al país a una esfera óptima de desarrollo. Los seguidores del chavismo se encontraron, desde la llegada de Maduro al poder, con un Poder Ejecutivo que sólo se limita a culpar, pero no a buscar soluciones. No fue suficiente hacer mercados populares los fines de semana para algunos cientos de vecinos; el populismo se hundió al cerrarse el grifo de los petrodólares. El “chavismo” no funciona si no hay dinero para regalar y mantener la fiesta prendida.
La mañana del 6 de diciembre de 2015 sorprendió a propios y extraños. No fue como las elecciones anteriores. No hubo grandes manifestaciones chavistas. No hubo marea de camisetas rojas. Fue una elección seria. Callada. Sin estruendos. La gente asistió para dar un mensaje. Esperó su turno. Votó. Y regresó a su hogar. Era como ver otro país; no hubo show. Hubo mesura, sensatez, reserva. Pero se repitió el lamentable cerco mediático. Canales de tv, radios, todos dedicados a la votación de personeros del gobierno y candidatos oficialistas. Pero, más importante, hubo una erupción en las redes sociales, que sirvieron no sólo para denunciar irregularidades, sino para narrar detalladamente los minutos y horas de un día histórico. Los declarantes, por parte del chavismo, mostraban sus sonrisas forzadas, mandíbulas tensas y dentaduras opacas, en la televisión nacional, tratando de no pensar en el tsunami que pronto masacraría el orgullo y la soberbia de los socialistas del siglo XXI.
EL LÍDER de la oposición venezolana, Henrique Capriles, emite su voto en las pasadas elecciones legislativas. Izquierda: el presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello, levanta la mano durante una sesión de la Asamblea Nacional. FOTO: FEDERICO PARRA/AFP
LA MEJOR Y MÁS LENTA TECNOLOGÍA
En cada elección realizada en Venezuela se repite el discurso de los adelantos tecnológicos que posee el Consejo Nacional Electoral. Se habla de modernización, de ser un ejemplo mundial: no hay nada manual. Datos. Máquinas. Satélites. Botones. Nada que pueda retrasar el proceso… nada que pueda impedir la rapidez para ejecutar resultados y que el mundo entero siga dando constancia de la maravilla electoral venezolana.
Ciertamente, es un discurso lleno de palabras gratificantes… hasta que se repite la historia de todas las elecciones y, sin importar, que todo se transmite, procesa y resuelve con oprimir un simple botón, ningún resultado se ofrece a horas “normales”. Y si hay algo peligroso para un país con tantos conflictos como Venezuela es jugar con la entrega de resultados electorales. Porque no hay excusas técnicas para ello.
La recta final del domingo 6 de diciembre estuvo llena de nerviosismo. Se extendió el cierre de centros de votación (incluso los que estuvieran sin electores); saltaron las suspicacias… ¿estará ocurriendo algo “raro”? Y, posteriormente, la espera… una, dos, tres, cuatro, cinco horas… el país en vilo, preguntándose: ¿por qué tardan tanto en dar los resultados sin contamos con el sistema electoral más perfecto, moderno y rápido de la galaxia?
Esta vez no hubo sonrisa en el rostro de la rectora Tibisay Lucena. Estaba nerviosa. Se equivocó hablando. Fue al grano. Hasta ese momento la MUD obtenía 99 diputados y el oficialismo, 46. Lucena ni siquiera mencionó el total de votos, como lo había hecho en años anteriores. Nada.
Fue una larga jornada donde Venezuela saboreó la democracia… después de mucho tiempo.
Maduro aceptó los resultados de inmediato… ¿Qué más podía hacer? Bueno, pudo reflexionar y pensar: toda esta gente votó en mi contra porque, entre otras cosas, saben que todo lo que digo con respecto a la supuesta guerra económica, planes internacionales y lo que sea que me pasa por la cabeza… son mentiras. Maduro debió no sólo asumir la derrota, sino decir: ¿saben?, me equivoqué. Échenme una mano, trabajemos juntos porque he demostrado ser un incompetente de primera clase. Pero, en cambio, ¿qué hizo? Ahora culpó a la guerra económica por la derrota electoral, siguió culpando a media humanidad de haber engañado a los electores para que emitieran el sufragio contra la revolución. Y, desde esa noche, ha seguido repitiendo lo mismo cada vez que habla en público (sólo él, Dios y su mujer sabrán realmente lo que dice en privado).
A partir del 5 de enero de 2016 se activa la nueva Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela. Y si algo se pude intuir desde ahora es que la historia está a punto de encarar a Diosdado Cabello y a Nicolás Maduro para recordarles el mensaje que hace rato olvidaron: no pasan de ser funcionarios públicos, electos para cumplir funciones. No son jefes de nada ni de nadie. Son empleados de todos y cada uno de los venezolanos.