Napoleón devastó Europa durante una década y media. Se apropió de las perogrulladas de la Revolución Francesa para enmascarar su dictadura en el interior y su imperialismo en el extranjero. Y sin embargo, a dos siglos de su derrota en la Batalla de Waterloo, hoy día persiste como el icono de muchos franceses y unos cuantos fuera de Francia.
¿Por qué? ¿Cómo es posible que algunos genios –como los novelistas Víctor Hugo y Stendhal- reconocieran las patologías de Napoleón y los daños que causó al mundo europeo de principios del siglo XIX y no obstante, proclamen que haya devuelto a Francia su “grandeza” tanto política como moral? Incluso la mayoría de los franceses modernos se creen ese cuento.
Por supuesto, al menos por un tiempo, Napoleón realmente hizo “que Francia recuperara su grandeza”, aunque solo fuera en términos de territorio y poderío. En su apogeo, entre 1806 y 1811, la Francia Imperial controló el continente de una manera que jamás volvió a repetirse sino hasta el breve régimen del Tercer Reich, que se extendió desde el Atlántico hasta el Volga entre 1940 y 1942.
El imperio francés amenazó con eliminar los gobiernos incompetentes y reaccionarios de todas las naciones de Europa y reemplazarlos con una presunta clase meritocrática de reformadores sociales, sometidos a una jerarquía napoleónica natural.
Más aun, la agenda política de Napoleón fue un revoltijo de autoritarismo conservador y justicia social populista. Tan eficaz fue la extraña mezcla que, aún hoy, los eruditos siguen debatiendo si Napoleón fue un proto-Hitler cuyas ambiciones desmedidas condujeron a la muerte a millones de europeos, rusos, caribeños y norafricanos inocentes o bien, un defensor leal de la Revolución Francesa, cuya mano de hierro salvadora fue lo único que mantuvo vivos los ideales amenazados de fraternidad e igualdad.
Es evidente que Donald Trump no invadirá Rusia, pero empieza a hablar de manera muy parecida a Bonaparte, además de enfatizar la convergencia, igualmente narcisista, del futuro de Estados Unidos con su identidad napoleónica.
¿Cuáles son las políticas de Trump? Igual que las de Napoleón, nadie las tiene claras.
Con anterioridad, celebró a Nancy Pelosi y a Hillary Clinton. Bien pudo haber favorecido a Barack Obama en 2008. Hoy se postula como republicano, aunque no siempre ha sido conservador; y encima, amenaza con nominarse como candidato de tercer partido si no lo tratan amablemente. Sus arremetidas populistas contra los fondos de alto riesgo y las corporaciones internacionales egoístas se parecen a los de Bernie Sanders.
Por otra parte, Trump también parece un populista y nacionalista del movimiento Tea Party, despotricando contra la inmigración ilegal, el libre comercio, el gasto gubernamental excesivo, la clase política corrupta y el desperdicio de sangre y tesoro estadounidense en países manipuladores que jamás han merecido nuestros sacrificios.
Pero lo que conjunta las múltiples personalidades de Trump son sus visiones mesiánicas y unificadoras de devolver la “grandeza” a Estados Unidos, un concepto de gloria y honor decimonónico que, por lo pronto, parece seducir a muchos votantes de una manera que, previsiblemente, no debiera.
¿Acaso las afirmaciones de Trump ofrecen algo que hasta sus oponentes querrían rescatar de su agenda personal para restaurar la “grandeza” perdida, en vez de limitarse a reclamar los habituales despojos de la política de identidad?
Se supone que las contradicciones políticas se disipan cuando Trump apela a los estadounidenses a confiar en él para hacernos fuertes, respetados y ricos otra vez, como él mismo descuella en el mundo empresarial. Pues cabe presumir que el éxito de Trump en bienes raíces y su sagacidad comercial son transferibles para asegurar victorias parecidas en el gobierno, del mismo modo que la habilidad militar innata de Napoleón sirvió para que la República Francesa asegurara su ascendiente político.
El deseo de grandeza es más acucioso en un pueblo que afirma haber disfrutado de glorias pasadas y las ha perdido, por traiciones y debilidades internas. Aunque Trump no vacila en sugerir que la “debilidad” estadounidense es debida a nuestros males, es más acusador de “ellos”, los extranjeros oportunistas y depredadores de China, Europa, México y Asia, quienes nos robaron aprovechándose de la generosidad, inocencia y gazmoñería del liderazgo estadounidense. Pagamos “sus” cuentas para la defensa, “los” mantenemos seguros y a cambio, tenemos que jugar en “su” campo comercial arreglado.
Trump afirma también que los estadounidense han sido tratados como niños por los políticos de ambos partidos, quienes jamás cumplen sus promesas. Dado que todos los políticos son farsantes, Trump no tiene que preocuparse en detallar sus promesas: quienes explican la palabra empeñada de cualquier manera terminan rompiéndola de manera consistente. En cuanto a la clase intelectual que aborrece a Trump, casi podemos oír su chiste napoleónico: “No se razona con intelectuales. Hay que matarlos a tiros”.
Trump no siente la presión de ser específico. Dudamos que siquiera lea cuidadosamente sus documentos sobre postura, dada su evidente incapacidad para revisar los puntos temáticos de las entrevistas. ¿A quién le importan?
La genialidad de Napoleón para metamorfosearse de un insignificante oficial de artillería en emperador de Europa se debió a una intuición similar: de que en la desmoralizada Francia, abrumada por el fervor revolucionario y la reacción borbónica, solo él podía ofrecer algo parecido y a la vez, distinto de aquellas dos facciones oportunistas.
Napoleón emplearía, renuentemente, el autoritarismo, mas lo pondría al servicio del pueblo proverbial en vez de la clase aristocrática y la osificada clerecía. Acabaría con la burocracia y la corrupción de la misma manera como lanzó el “olor de metralla” a la multitud de revoltosos.
Los enemigos de Napoleón no eran solo la realeza corrupta y los saqueadores que traicionaron la Revolución, sino una pandilla de países oportunistas como Gran Bretaña, Rusia, Prusia y Austria, todos los cuales querían aprovechar el caos francés robando sus fronteras, su comercio y su preeminencia.
Napoleón tampoco detalló una agenda de la manera como devolvería la grandeza a Francia, porque su espectacular éxito personal era evidenciaprima facie de que lo que había hecho para sí, podía hacer fácilmente por su país. No hacía falta definir el éxito, sino simplemente profesarlo.
Como es evidente, el oportunista Trump no es el general Napoleón y no estamos en la Francia de hace 200 años, en guerra con Europa. Con todo, atrae a un público igualmente deprimido que siente que el caos de los continuos altibajos sociales y económicos –y la anarquía- pueden aliviarse fácilmente y reemplazarse con un nuevo consenso nacional triunfante, si solo damos la dirección a un hombre dinámico montado a caballo.
Por ahora, las baladronadas de Trump, sus promesas de acción y su osadía parecen inspirar más votantes que sus salidas incoherentes. Es un imitador de Napoleón en una época igualmente napoleónica, a quien eruditos y críticos, por igual, no acaban de entender, sintiéndose intrigados por el personaje al tiempo que lo descartan como un bufón. Sin embargo, el exuberante millonario y anfitrión televisivo no tiene más probabilidades de ser el autoproclamado salvador de este país que el desconocido cabo de artillería corso que prometió devolver la “grandeza” a la Francia revolucionaria. Por desgracia, las repúblicas –antiguas y modernas- no tienen buenos antecedentes históricos invitando a forasteros para salvarse de sí mismas.