Los rusos lo llamaron Centro 2015: una serie de ejercicios militares que llevaron a cabo a mediados de septiembre y en los que participaron aproximadamente 95 000 soldados. En contraste con la práctica común, Moscú describió públicamente con gran precisión qué tipo de ejercicios realizaron sus soldados. Por ejemplo, sus helicópteros de combate Hind practicaron ataques con cohetes y bombas contra objetivos en el terreno y proporcionaron protección aérea a muy baja altitud a las fuerzas terrestres. Dispararon cohetes no dirigidos contra columnas militares. Practicaron volar con el motor apagado, simulando una falla mecánica, a tan sólo 198 metros del piso. “Estos son los tipos de habilidades”, se señala en un informe del Instituto para el Estudio de la Guerra, “que se requerirán si los rusos piensan proveer apoyo aéreo cercano a los soldados sirios, iraníes o libaneses de Hezbolá que entren en contacto con fuerzas rebeldes”.
Lo cual hicieron claramente, porque eso es lo que las fuerzas rusas están haciendo ahora. Si la incursión de Rusia en la cada vez más mortífera guerra civil siria era previsible (y si lo era, había que ver si pudo evitarse) es un tema sujeto a discusión. El presidente ruso Vladimir Putin ha cambiado en un instante el curso de un conflicto que ha cobrado al menos 250 000 vidas y desplazado a millones de personas, cifras que pueden crecer mucho más. Moscú y Teherán, que hasta ahora han sido los principales benefactores de Damasco, han dejado claro que están completamente comprometidos cuando se trata de defender al régimen actual. El 21 de septiembre, Irán empezó a enviar cientos de soldados de élite de la Fuerza Quds, el brazo expedicionario de la Guardia Revolucionaria de Irán, así como a su líder, Qassem Suleimani, para dirigir los ataques terrestres apoyados por aviones rusos contra el ejército opositor al presidente sirio Bashar al-Assad. Desde entonces, se les han unido, según informes de inteligencia, despliegues de milicias chiitas iraníes e iraquíes.
Están ahí por una razón estratégica específica, y no es simplemente para combatir al Estado Islámico (ISIS, por sus siglas en inglés). Los ataques aéreos iniciales de Moscú, cuyos objetivos eran, entre otros, los rebeldes entrenados por la CIA cerca de la ciudad de Homs, lo demostraron desde el comienzo. Están para apoyar a Assad, de quien Estados Unidos y los otros miembros de la coalición aún afirman públicamente que debe irse. De hecho, el 29 de septiembre, en Naciones Unidas, Adel al-Jubeir, ministro saudí de Relaciones Exteriores, no pudo haber sido más claro: “Assad no tiene futuro en Siria. Cualquier intento de encubrirlo o hacer que parezca aceptable es un plan poco viable”, dijo a la prensa. La intervención rusa, como la entienden el presidente Barack Obama, al-Jubeir y todas las demás personas involucradas, se presenta en un momento crítico. A pesar de la relativa pasividad e ineptitud de Estados Unidos al financiar y entrenar a los rebeldes anti-Assad, la posición del dictador se erosionaba lentamente mientras intentaba luchar contra múltiples grupos rebeldes de distintos orígenes sectarios y étnicos (desde endurecidos combatientes del Estados Islámico hasta suníes más “moderados” y kurdos sirios). Para Putin, un hombre que dice repetidamente (porque lo cree realmente) que la mayor “catástrofe geopolítica” del siglo XX fue la caída de la Unión Soviética, la motivación es clara: “Uno no abandona a sus amigos”, en palabras de Alexei Makarin, subdirector del Centro para las Tecnologías Políticas, un grupo de analistas de Moscú.
Pero desde el punto de vista de Moscú, probablemente hay más, mucho más. Esa acción proporciona un apoyo en una parte del mundo de la que la Unión Soviética fue expulsada hace cuatro décadas. En un momento en el que Estados Unidos parece estar lavándose las manos en una región cada vez más sangrienta y caótica, ello da a Rusia una creciente presencia militar en el Mediterráneo, en el umbral de un aliado de la OTAN (su campo de aviación recién establecido en Latakia, Siria oriental, se encuentra tan sólo a 120 kilómetros de la frontera con Turquía), y la táctica podría servir como un elemento de influencia ante Occidente mientras Putin trata de superar las sanciones económicas impuestas como consecuencia de la anexión de Crimea en Ucrania por parte de Moscú.
Un alto oficial árabe de inteligencia en la región declaró que las acciones de Putin “pueden cambiar el juego”. Obama parecía menos impresionado, o menos dispuesto a felicitar al Kremlin por su astucia, por lo menos en público. Todo esto se realiza desde una postura no de fuerza, sino de “debilidad”, dijo en una conferencia de prensa realizada en octubre en la Casa Blanca. “Este no es un movimiento estratégico inteligente por parte de Rusia”.
En gran parte de Oriente Medio esa declaración fue recibida con alaridos de irrisión (por razones de las que hablaremos más adelante); en Estados Unidos, fue considerada por muchas personas como el giro caprichoso de un presidente al que esta guerra tomó gravemente desprevenido. Pero independientemente de si Obama estaba desprevenido o no, la lógica detrás de lo que dijo no es evidentemente errónea. El hecho de que Siria es un nido de víboras no puede ser más obvio. Y es cierto, como lo reconocen las fuentes en Moscú y Oriente Medio, que si Rusia decide que se requieren más soldados para reforzar su posición, puede ser arrastrada a un cenagal que difícilmente puede permitirse.
“Las bases [del ejército ruso] en Siria han asumido una trascendencia sagrada [para nosotros] ahora”, dice Gleb Pavlovsky, exconsejero del Kremlin convertido en crítico, “y no podemos entregarlas. Para ello se requieren soldados”. A pesar de que la economía de Rusia sigue estando en muy malas condiciones, Putin sigue siendo popular en su país. La mayor parte de lo que hace para mostrar que Moscú es un participante serio en el escenario mundial no hace más que reforzar esa buena opinión. Pero el apetito público hacia una guerra contra los rebeldes anti-Assad en Siria parece ser limitado, por decir lo menos. El Centro Levada, una de pocas organizaciones que, en opinión de Moscú, es una fuente relativamente creíble de información sobre la opinión pública en Rusia, descubrió en una encuesta realizada antes del inicio del bombardeo en Siria que dos tercios de los encuestados estaban en contra de desplegar fuerzas terrestres en ese país (el mismo día en que apareció la encuesta, Putin dijo, mientras visitaba la ONU, que tal despliegue era “imposible”).
En las capitales árabes suníes de todo Oriente Medio hay una palabra que se menciona cada vez con mayor frecuencia: “Afganistán”. No la guerra actual de Estados Unidos después del 11/9, sino una que ocurrió antes que esta: cuando el poderoso ejército soviético fue expulsado por rebeldes jihadistas (financiados por Arabia Saudita y otros estados árabes del Golfo) y armados por Estados Unidos. Como estudioso de lo que en Rusia se conoce como la “catástrofe”, Putin sabe que la humillante retirada soviética se produjo en 1989, después de una década de guerra. Para 1992, su amada Unión Soviética dejó de existir. También sabe que los mismos países que ayudaron a los rebeldes afganos en la década de 1980 ahora financian a grupos rebeldes anti-Assad. ¿Así que Estados Unidos sólo debería decir, “después de usted, Vladimir Vladimirovich. ¡Bienvenido! Siria es toda suya”, como ha propugnado, entre otros, Donald Trump, el principal contendiente para la candidatura republicana? Si al menos una parte del plan de Putin es combatir al Estado Islámico al que, después de todo, Estados Unidos busca “degradar y destruir”, ¿no deberíamos dar la bienvenida a la intervención de Moscú, como podría hacerlo Washington, de acuerdo con el secretario de Estado John Kerry?
Las razones por las que esta es probablemente una terrible idea son numerosas. El despliegue del ejército ruso y una mayor cantidad de fuerzas terrestres iraníes significan que Assad puede permanecer en el poder en tanto sus dos patrocinadores así lo deseen. Al mismo tiempo, hay pocas pruebas de que el eje que respalda a Assad tenga los medios para aplastar a los grupos rebeldes apoyados por los suníes. Por esta razón, es difícil extraer algo distinto a la más terrible de las conclusiones. Siria, que ya es una “Chernóbil geopolítica”, en palabras del antiguo jefe de la CIA David Petraeus, está a punto de empeorar. Como escribieron Frederick Kagan, arquitecto de la oleada militar en Irak durante el régimen de George W. Bush y actual director del Proyecto de Amenazas Críticas en el Instituto Empresarial de Estados Unidos, y Kimberly Kagan, fundadora y presidente del Instituto para el Estudio de la Guerra, “es probable que el advenimiento de refuerzos rusos simplemente consolide un atroz punto muerto que ha expulsado a millones de personas de sus casas, radicalizado la región, provocado un apocalipsis humanitario, y convertido a Siria en un imán para los jihadistas de todo el mundo” (jihadistas de todo el mundo, pudieron haber añadido, que podrían luchar otro día en las capitales de Europa Occidental o incluso en Estados Unidos).
La acción rusa en Siria no hará más que profundizar las preocupaciones entre los aliados tradicionales de Washington en Oriente Medio por los objetivos estadounidenses en la región. Israel, Jordania, Arabia Saudita y otras monarquías del Golfo han mirado, con diferentes grados de alarma durante los últimos cinco años, mientras el gobierno de Obama perseguía afanosamente un acuerdo nuclear con Irán, un archienemigo de todos esos países. Obama lo hizo por encima de sus extenuantes objeciones. Muchas personas sospechan (y de hecho, algunas están convencidas) de que su objetivo amplio en la región era legitimar a Irán, integrarlo en el sistema internacional para, como lo dijo en una entrevista de 2014, crear un “equilibrio” entre “estados del Golfo suníes, o predominantemente suníes, e Irán en el que haya competencia, quizá suspicacia, pero no una guerra activa o por terceros”.
Si el objetivo de Obama era llevar a Irán a esa situación, empezando con un acuerdo nuclear, ¿qué tan probable era que atacaría a Siria como consecuencia de sus ataques químicos, habiendo trazado incluso una “línea roja” en 2012? De forma semejante, Teherán no deseaba una fuerza rebelde con un financiamiento y un entrenamiento más agresivos en Siria, además de contar con el apoyo de Occidente, y Obama no ha hecho mucho para proporcionar uno (Al-Jubeir, en una conferencia de prensa realizada el 29 de septiembre, dijo simplemente: “Si hubiera habido una acción más firme [allí], no estaríamos en la situación en la que estamos”).
Esta relativa inactividad ha engendrado sospechas tóxicas entre todos los aliados tradicionales de Washington en la región, sospechas que pocas veces se expresan públicamente, pero que se han consolidado durante los últimos dieciocho meses. En pocas palabras, ellos creen que el gobierno de Obama no sólo se ha retirado de Oriente Medio, sino que además ha cambiado de bando, al apoyar a Irán en busca de ese “equilibrio” del que habló el presidente el año pasado. La Casa Blanca ha negado esto de manera constante y furiosa. Ahora, con Putin en Siria y Obama a sólo quince meses de su retiro de la Casa Blanca, la probabilidad de que Estados Unidos haga algo importante para cambiar el statu quo en el terreno es remota.
Parece sumamente improbable que Obama se arriesgue a emprender un conflicto directo con Putin. Es probable que cualquier esperanza de una zona de exclusión aérea en Siria, o incluso de una intensificación de los ataques aéreos de Estados Unidos también haya desaparecido. De hecho, con Europa bajo una tremenda presión debido a la aglomeración de refugiados sirios, el temor entre los árabes suníes es que Occidente se aferre a Putin y a Irán como la única esperanza para frenar a Assad. Pero esa es la razón por la que los soldados rusos pelean ahora en Siria. Están ahí para apoyar a Assad ayudándolo a destruir a los “terroristas”, definidos como cualquier persona que luche contra su régimen. Han pasado aproximadamente cuatro años y medio desde que comenzó la guerra civil en Siria, desde que se convirtió en una “Chernóbil geopolítica”. Es posible que los problemas apenas comiencen.
*Información adicional de Marc Bennetts y Claudia Parsons
Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek