En junio 17, después de asistir tranquilamente a un
servicio de oración en la Iglesia Metodista Episcopal Africana Emanuel de
Charleston, Carolina del Sur, Dylann Roof, de 21 años, disparó contra los
parroquianos usando un arma calibre .45 y cobró nueve vidas. Fue una matanza
devastadora que pronto se repetiría en los tiroteos de Chattanooga, Tennessee;
Lafayette, Luisiana; y Moneta, Virginia. Un fenómeno que ahora empieza a tener
el aspecto de un ritual doloroso y habitual.
Estos acontecimientos catastróficos pueden distorsionar
nuestra impresión del aspecto real de la violencia armada en Estados Unidos.
Los cinco tiroteos masivos más mortíferos del país en el presente siglo –el
Tecnológico de Virginia, Sandy Hook, Fort Hood, Binghamton y Washington Navy
Yard-, produjeron un total de 101 víctimas. En 2012 (año de información
confirmada más reciente), 32,288 personas perecieron por heridas de bala en el
territorio estadounidense. Según una investigación publicada este año en el
Informe Anual de Salud Pública, los suicidios representaron 64 por ciento del total
de defunciones. Tal vez hayamos reducido la cifra de homicidios del país en las
últimas dos décadas, pero la violencia armada no ha disminuido como pensamos,
sino que ha evolucionado a una forma más insidiosa.
Y no obstante, los medios han pasado por alto esta
tendencia. En 2013, la revista Slate
y el usuario Twitter @GunDeaths colaboraron en la iniciativa Gun Deaths
Project, un ambicioso (aunque breve) intento para rastrear cada informe
noticioso de violencia armada mortal en Estados Unidos. Mas el descubrimiento
más incisivo del proyecto no fue lo que descubrió, sino lo que no reveló. Para
fines del año, Slate se dio cuenta de
que había captado solo un tercio de las muertes por armas de fuego: registró
alrededor de 11,400 defunciones, mientras que los Centros para Control y
Prevención de Enfermedades informaron un total anual aproximado de 32,000
muertes. ¿Y las 20,000 restantes? Casi todas, suicidios.
Los obituarios se rigen por una cultura de eufemismos
respecto del suicidio por armas. “Murió repentinamente”, “murió en casa” y
“falleció inesperadamente” son expresiones que disfrazan un hecho desagradable.
El rechazo sistemático del tema impide que el público general entienda la
superposición de suicidio y tenencia de armas, y facilita que el suicidio por
armas de fuego florezca en la oscuridad.
Por ejemplo, rara vez tomamos en cuenta ese aspecto cuando
alguien se quita la vida; no decimos “tenía un arma” del mismo modo que
hablamos de cosas como depresión clínica, dificultades financieras y problemas de
drogas. Y debemos hacerlo. Las evidencias sugieren que las armas no son
meramente un medio para actuar cuando decidimos matarnos; son un factor de
riesgo a considerar junto con enfermedades mentales, abuso de sustancias y
antecedentes familiares.
Desde hace 15 años, David Hemenway, profesor de políticas
de salud y director del Centro de Investigación para Control de Lesiones de
Harvard (HICRC), ha estudiado la violencia por armas de fuego, y la relación de
las armas y el suicidio en Estados Unidos. En ese tiempo, ha acumulado
abundantes evidencias estadísticas que indican que el acceso a las armas
incrementa las posibilidades de suicidio. “¿Por qué Arizona tiene más suicidios
que Massachusetts?”, pregunta. “¿Es cuestión de salud mental, de dieta, alcohol
y tabaquismo, o depresión?”. Nada de eso. Lo único que explica la diferente
tasa de suicido entre regiones, estados y hasta ciudades, es muy simple: las
armas.
En un estudio de 2008 publicado en New England Journal of Medicine, Hemenway y coautores hallaron que
los hombres tenían 3.7 veces más probabilidades de suicidarse de un tiro en los
15 estados con mayor tenencia de armas respecto de los seis estados con menor
tenencia. Así mismo, las mujeres de los estados de mayor tenencia de armas
tenían 7.9 veces mayor probabilidad de matarse de un balazo. Y en un artículo
de 2014 publicado en International Review
of Law and Economics, Justin Briggs y Alexander Tabarrok descubrieron que,
por cada punto porcentual que aumentaba la tenencia familiar de armas, la tasa
de suicidio se incrementaba entre 0.5 y 0.9 por ciento. El efecto
Briggs-Tabarrok –como ha sido llamado- ejemplifica, crudamente, porqué tener
más armas conduce a más suicidios en Estados Unidos.
Una de las ideas erróneas sobre quienes intentan
suicidarse es que, luego de considerable reflexión, han llegado a un punto sin
retorno. Y el hecho es que, en muchos casos, sucede todo lo contrario. En un
estudio multicitado de 2001, publicado en Suicide
& Life-Threatening Behavior, preguntaron a 153 supervivientes de
intentos de suicidio cuándo tomaron la decisión de quitarse la vida. Setenta
por ciento de los encuestados dijo que decidió matarse una hora antes de hacer
el intento; 24 por ciento tomó la decisión menos de cinco minutos antes. Este
fenómeno se conoce como impulsividad suicida y al parecer, guarda perfecta
correlación con las armas de fuego. Porque un disparo no requiere de preparar
una sobredosis de pastillas ni la espeluznante persistencia de cortarse las
venas. Es un acto inmediato que no necesita reflexión: es el mecanismo perfecto
para satisfacer, instantáneamente, lo que muchas veces es un impulso pasajero.
El problema es que las armas de fuego son letales. El
método más común para intentar suicidarse –sobredosis de medicamentos- tiene
una tasa de éxito de solo 3 por ciento (en otras palabras, 97 por ciento de los
intentos de suicidio fracasan). En comparación, el suicidio por arma de fuego
tiene una tasa de éxito de 85 por ciento. Sin duda se trata de la violencia
armada más virulenta –Berettas y Glocks 17 haciendo realidad impulsos efímeros
de una manera horriblemente permanente- y no obstante, rara vez (si acaso) se
reconoce como un problema de armas.
Desde hace años, HICRC ha tratado de cambiar la situación
con su campaña “Means Matter” (Los medios importan), iniciativa para prevención
del suicidio enfocada en lo que denominan “restricción de medios”. La idea es
que si podemos restringir la disponibilidad de medios letales para individuos
que manifiestan signos suicidas alarmantes, podremos bloquear a suicidas
potenciales hasta que pase el deseo y salvar vidas.
Hay precedentes convincentes. Uno es lo que expertos en
prevención describen como la “historia británica de gas-carbón”. En la década
de 1950, el gas doméstico del Reino Unido contenía niveles altos de monóxido de
carbono y el envenenamiento por inhalación voluntaria de gas era el medio más
socorrido de suicidio en el país. A fines de la década, el envenenamiento por
monóxido de carbono representaba alrededor de 2,500 suicidios anuales, poco
menos de la mitad del total nacional. Para los años sesenta, el gobierno
británico emprendió la desintoxicación del gas doméstico, sustituyendo el gas
derivado de carbón –con su alto contenido de monóxido de carbono- por gas
natural no tóxico. Como resultado, a principios de la década de 1970, la tasa
nacional de suicidios se había desplomado casi un tercio.
Aún más relevante es el éxito de un cambio de política de
las Fuerzas de Defensa israelíes, implementada a partir de 2006. Ese año, en un
intento para prevenir suicidios en las fuerzas armadas –90 por ciento debidos a
armas de fuego, a menudo cuando los soldados estaban de francos-, el Ejército
decretó que los militares no podían sacar sus armas de la base durante los
fines de semana. La tasa de suicidios cayó 40 por ciento.
Pese a los impresionantes resultados, parece imposible que
Estados Unidos encuentre la forma de convertir alguna restricción en
legislación. Y es allí donde la política entra en juego. Por su naturaleza
misma, el suicidio por arma de fuego es una confluencia de dos temas sociales
(el derecho de tenencia de armas y el suicidio) debatidos a menudo aunque
entendidos aisladamente, donde el primero es una cuña política de polarización
partidista, y el segundo se interpreta en el contexto de salud mental y
enfermedad psiquiátrica.
Un medio de restricción realmente sustantivo –por ejemplo,
revisiones de antecedentes significativamente más estrictos para las armas de
mano- exigiría un nivel de consenso político imposible en un país donde el furor
por la Segunda Enmienda es más apasionado que nunca. Hasta el más mínimo
acuerdo entre los propietarios de armas y los activistas es debatido con una
vehemencia extrema. Tomemos el caso de los seguros de gatillo, pequeño
dispositivo metálico que rodea el disparador del arma. Quienes abogan por la
restricción de medios argumentan que al exigir, legalmente, que las armas sean
almacenadas en un contenedor cerrado con llave o adaptarlas con un seguro de
gatillo, se crearía un impedimento suficiente al acceso y reduciría la tasa de
suicidios; todo, sin quitar las armas a los propietarios. Pero Massachusetts es
el único estado que ha impuesto ese requisito legal y encima, en 2008, en el
caso del Distrito de Columbia vs.
Heller, la Suprema Corte abrogó un fragmento de la Ley de Regulaciones para
Control de Armas que requería que todas las armas de fuego de Washington, D.C
–la ciudad con una de las legislaciones de armas más estrictas del país- se
mantuvieran descargadas o con seguro de gatillo, por considerar que violaba la
Segunda Enmienda.
La contienda por el seguro de gatillos puede parecer una
nimiedad, pero la realidad es que incluso las más mínimas limitaciones al
acceso de armas podrían tener efectos drásticos en la tasa de suicidios. Porque
la gente puede y suele superar el deseo de quitarse la vida.
Dese’Rae L. Stage, fotógrafa y escritora de 32 años,
residente de Filadelfia, es una de esos supervivientes. Atrapada en una
relación de maltrato, una noche de 2006 decidió que “no podía más”. Después de
una llamada de ayuda a una amiga que la rechazó, fríamente, “decidí acabar con
todo”. Tomó suficiente vino y pastillas para poner fin a su vida, pero su amiga
había avisado a la policía, que irrumpió en su apartamento. La llevaron a una
sala de urgencias, donde recibió tratamiento y fue dada de alta tres horas más
tarde.
Hoy día, Stage es defensora de quienes han intentado
suicidarse como fundadora del proyecto Live Through This, donde los
supervivientes cuentan sus historias. Después de años de trabajar con supervivientes,
sabe por experiencia propia que si puedes eliminar el acceso a las armas, el
suicida probablemente vivirá para relatar su experiencia. “Es un mito que, al
ver impedido un intento, cualquiera con tendencias suicidas buscará otro
medio”, dice. “No es verdad”. Los datos respaldan sus palabras: más de 90 por
ciento de quienes han hecho el intento, no mueren por suicidio. Limitemos el
acceso a puentes y armas, y esa tasa seguramente se elevará a 100 en Estados
Unidos.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek.