La fotografía llegó con la fuerza primitiva de una flecha
clavada en el pecho. La imagen de Aylan Kurdi, el refugiado sirio de tres años,
tirado boca abajo en la arena cerca del centro vacacional turco de Bodrum,
tomada por la reportera gráfica turca Nilufer Demir, con su camiseta roja, sus
pantalones cortos azules y sus zapatos de plástico grotescamente adecuados para
el tipo de excursión despreocupada que un niño pequeño podría haber disfrutado en
un entorno así, se convirtió rápidamente en la imagen definitoria de la crisis de
refugiados de Europa.
Cuando encontró el cuerpo de Aylan alrededor de las 6 a.m.
del 2 de septiembre, Demir “estaba petrificada”, declaró en una
entrevista con la Agencia de Noticias Dogan, la organización para la que
trabaja. “Lo único que podía hacer es tratar de que su protesta fuera
escuchada.”
¿Por qué esta única imagen, de entre los millones de
fotografías tomadas durante el mayor movimiento de refugiados en Europa desde
la Segunda Guerra Mundial, lastima la conciencia del continente? No tiene nada
de extraordinario en relación con la técnica o la composición. Su poder deriva
de su terrible cotidianeidad: esa barata ropa informal, la aparente tranquilidad
del cuerpo del niño, la forma en que su cara está medio oculta.
La fotografía de Aylan tiene otro atributo clave: un
sentido de autenticidad total. Y en una era en la que la manipulación está tan
extendida como los medios de distribución de imágenes, esa cualidad parece especialmente
valiosa. La comunidad del fotoperiodismo ha estado cada vez más envuelta en una
controversia sobre el grado de edición digital que está permitido. A pesar de toda
su atrocidad, la imagen de Aylan tirado boca abajo en la playa de Turquía es,
para muchos fotógrafos, una afirmación de su arte.
En el principal festival mundial del fotoperiodismo, Visa
Pour L’Image, realizado a principios de setiembre en Perpignan, Francia, las
preocupaciones sobre la integridad y la autenticidad fueron el tema de muchas
conversaciones. Jean-François Leroy, director del evento, se negó a exhibir cualquier
obra de algún ganador del concurso de World Press Photo porque piensa que esa organización
no respeta los valores esenciales de la fotografía periodística. Lars Boering,
director del concurso de World Press Photo, anunció que su organización redactaría
el borrador de un nuevo código, formalizando su definición de imágenes
arregladas. Aunque el debate sobre la alteración de obras de fotoperiodismo se
ha intensificado en los últimos años, la manipulación de imágenes tiene una
larga historia. Robert Capa, el reportero gráfico más renombrado, tomó su
fotografía más célebre, generalmente conocida como “El soldado caído”,
durante una batalla de la Guerra Civil Española en Córdoba, el 5 de septiembre
de 1936, o por lo menos afirmó haberlo hecho. Persiste la duda con respecto a
la autenticidad de la fotografía: algunos sostienen que estaba arreglada,
mientras que algunas personas incluso se preguntan si realmente la tomó. (Capa
ya no está entre nosotros para defenderse, pues pisó una mina terrestre en
Vietnam en 1954.)
Incluso las imágenes que no provocan ninguna duda
semejante pueden provocar sospechas. Tomemos, por ejemplo, la fotografía de
Nick Ut de una niña de 9 años, Phan Thi Kim Phuc, que huye por un camino cerca
de Saigón, Vietnam del Sur, en 1972, gritando de dolor por las quemaduras de
napalm. Cuando fue confrontado con la imagen de Ut, el entonces presidente Richard
Nixon pronunció su famosa frase, “Me pregunto si eso estuvo arreglado.”
¿Importa realmente si una fotografía está arreglada? Sí,
de acuerdo con Bud Lee, el galardonado fotógrafo estadounidense que falleció en
junio pasado. Lee obtuvo uno de sus premios por una foto de portada de la
revista Life en 1967, que se convirtió en la imagen más memorable de los
disturbios de ese año en Newark, Nueva Jersey: un afroestadounidense de 12
años, Joe Bass Jr., tendido en la calle, con dos disparos hechos por la policía.
“Cuando llegué al disturbio”, me dijo Lee años
después del suceso, “había chicos caminando por ahí; todos habían estado
robando. Las entradas principales fueron destrozadas. Les pregunté si podían
volver para que pareciera que estaban saqueando otra vez. Tan pronto como lo
hicieron, la policía llegó. Los chicos se quedaron paralizados, todos excepto
uno, Billy Furr. Entró en pánico y corrió. Joey Bass recibió disparos pero
sobrevivió. Billy murió desangrado frente a mí.”
Lee me dijo que actuó instintivamente. “Tomé mi Leica
y tomé fotos de manera enloquecida. Me sentí avergonzado cuando vi mis
fotografías. Me sentí humillado. Todo que quería era una fotografía. No quería
que alguien muriera.”
Cheryl Newman, directora fotográfica y curadora residente
en Londres, está de acuerdo en que la manipulación no tiene lugar en el
fotoperiodismo. “El trabajo documental”, afirma, “debe ser la descripción
sincera de un suceso. No debe ser alterado de ninguna forma.”
El fotoperiodismo nunca ha sido la más cómoda de las profesiones,
ni siquiera en su glamoroso auge, en las décadas de 1960 y 1970. Actualmente,
con el mercado dominado por los grandes organismos, este oficio es incluso más
difícil. A mediados de la década de 1990, trabajé con una valiente fotógrafa estadounidense
llamada Carolina Salguero en la antigua república de Bophuthatswana, en
Sudáfrica. Salguero se retiró después de tomar fotografías de los ataques terroristas
en Nueva York el 11 de septiembre de 2001. “Era cada vez más difícil”,
dice. “Me sentía presionada para especializarme en la violencia y el
genocidio. Los honorarios no eran muy buenos. ¿A quién más envían a los lugares
más peligrosos del mundo para terminar con un pequeñísimo crédito
vertical?”
Algunos de los principales reporteros gráficos han dejado
de centrarse en la mesa de redacción para dirigir su atención hacia los muros
de las galerías. Conforme los fotógrafos que alguna vez se identificaron a
ellos mismos principalmente como periodistas se posicionan más como artistas,
han empezado a surgir disputas sobre lo que diferencia al arte del periodismo
legítimo. En marzo, los administradores del concurso de World Press Photo despojaron
al italiano Giovanni Troilo de un premio muy importante porque decidieron que su
trabajo no podía ser definido como fotografía documental. Troilo había
fotografiado a su primo teniendo relaciones sexuales con una mujer en un
automóvil, usando el flash dentro de éste para iluminar la escena, una técnica
considerada como una manipulación inaceptable.
Conforme continúa el debate sobre cuál es el grado de
alteración de una imagen que resulta aceptable en el periodismo, parece
improbable que haya una escasez de tragedias para qué los fotógrafos puedan
narrar.
“El problema con una fotografía como la de Aylan
Kurdi”, me dice Newman, “es que resulta imposible olvidarla una vez
que la has visto. Aun si cerraste los ojos de inmediato, es demasiado tarde. La
imagen está contigo. Se quedará en tu memoria para siempre. Y eso”, añade,
“es lo que da a la fotografía el poder de cambiar las cosas.”
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek.