La noche de octubre 17, 1937, durante el clímax de las purgas del tirano soviético Iósif Stalin, la policía secreta arrestó a Boris Shternberg en su apartamento del centro de Moscú en presencia de su aterrada esposa e hija adolescente. Durante los dos meses siguientes, el servidor público de 51 años fue torturado para que confesara infinidad de cargos falsos, incluido el de envenenar el suministro de agua de la ciudad.
Después lo mataron, probablemente de un disparo en la nuca y tiraron su cuerpo en un sitio de enterramientos masivos cerca de Moscú, según consta en documentos obtenidos por la familia. Bajo el sistema soviético de castigo colectivo para los “enemigos del pueblo”, la familia fue expulsada y confiscaron todas sus pertenencias. La esposa fue enviada durante cinco años a un campo de trabajo correctivo.
A la vuelta de casi ocho décadas, la nieta, Nina Kossman –una mujer de cabello oscuro y poco más de 50 años– aguarda en la calle fuera del edificio residencial donde su abuelo pasara sus últimos años de vida. Sostiene una placa gris de acero galvanizado que, en líneas grabadas con grandes letras negras, declara detalles de la vida, el arresto y la ejecución de Shternberg. En la última línea figura el año, 1955, en que su antepasado fue exculpado de todos los cargos en su contra. A la izquierda, en vez de una fotografía, hay un orificio cuadrado.
Kossman, escritora y traductora nacida en Rusia y radicada en Nueva York, explica que su abuela creía en el comunismo y siempre creyó que la ejecución del marido se debió a una confusión terrible. Durante su infancia, la familia rara vez habló de las purgas. “Es algo muy real que ocurrió a millones de personas y debe salir a la luz”, dice.
Su caso dista mucho de ser único. Entre 1937 y 1938, cuando los homicidios llegaron a su apogeo, los verdugos de Stalin sacaron de sus casas y asesinaron a 60 personas nada más en la calle de menos de un kilómetro donde Shternberg vivió hasta su muerte. Y los arrestos no tenían una lógica evidente. Las víctimas incluyeron individuos de etnia rusa, ucraniana, letona y estonia, así como dos polacos. Algunos, mas no todos, eran judíos. Hubo ingenieros, académicos, estudiantes, maestros, militares y arquitectos. Uno editaba libros infantiles. En ese periodo, y solo en Moscú, la NKVD –agencia de la policía secreta que después se convertiría en la KGB– mató a tiros a unas 30 000 personas, informa Memorial, la organización pro derechos humanos más antigua de Rusia. Muchos otros fueron arrestados y murieron después en el sistema de campos de trabajo denominado gulag. No se ha llegado a un consenso sobre el total de víctimas que cobraron las políticas de Stalin en toda la Unión Soviética, aunque los cálculos varían de poco más de un millón a 60 millones.
Aunque en el elegante distrito moscovita donde vivió Shternberg hay muchas placas conmemorativas que rinden homenaje a militares y funcionarios soviéticos, la mayoría de los rusos desconoce la historia sangrienta de esos hogares, incluidos quienes hoy viven entre sus paredes. Y si bien Memorial está autorizado a celebrar reuniones anuales en Moscú para recordar a quienes fueron asesinados por las autoridades soviéticas, el presidente Vladimir Putin ha rechazado, repetidas veces, condenar de manera inequívoca las tres décadas del régimen estalinista.
“Moscú es una ciudad empapada en el terror”, afirma Arseny Roginsky, director de Memorial. “Todos saben que mucha gente murió durante la era de Stalin, mas la mayoría piensa que fueron víctimas accidentales, como si hubieran sido aniquilados por alguna plaga medieval y que nadie es responsable. No pueden entender que éste fue un crimen deliberado del Estado contra su propio pueblo”.
Es aquí donde interviene Sergei Parkhomenko, veterano reportero ruso y activista por los derechos civiles. El año pasado, inspirado por los “tropiezos” del artista alemán Gunter Demnig –diminutas placas conmemorativas de latón instaladas en la acera, frente a la última dirección de las víctimas del nazismo–, Parkhomenko lanzó un proyectocrowdfunding llamado Last Address (Última Dirección) basado en un concepto muy simple. En el sitio Web (Poslednyadres.ru), los rusos pueden solicitar la instalación de una placa memorial en homenaje a un familiar o amigo asesinado por el Estado soviético frente a su último domicilio voluntario. Una vez que obtienen el consentimiento del ocupante actual, pagan alrededor de 60 dólares y un artesano produce la placa. A la fecha, se han instalado unas 80 marcas conmemorativas por toda Moscú, y 10 más en otras ciudades. “Hemos recibido cerca de 900 solicitudes de toda Rusia”, informa Parkhomenko, tomando el taladro eléctrico para instalar la placa en memoria de Shternberg. “Pero es un trabajo laborioso”.
Pese a que honrar a las víctimas inocentes de Stalin se antoja una actividad poco controversial, Parkhomenko no ha recibido la aprobación oficial para su proyecto. “Al principio, sostuvimos largas negociaciones con las autoridades y todo parecía marchar de maravilla. Pero después [de la invasión] de Crimea, dejaron de hablarnos”, agrega. “En ese momento, habíamos llegado a un acuerdo tácito: no pedimos permiso y ellos no nos detienen. Sin embargo, no sé cuánto tiempo seguiremos así”.
El proyecto ha provocado la rabia de los nacionalistas. “Esto no solo es innecesario, también es perjudicial. Es una distracción peligrosa de la tarea de fortalecer nuestra madre patria”, acusa Alexander Prokhanov, autor con nexos en el Kremlin y vinculado con el fallido intento golpista de 1991, emprendido por soviéticos a ultranza enfurecidos por las reformas de Mikhail Gorbachov. “Esa gente trata de obstaculizar el desarrollo de Rusia”.
Alemania ha proscrito el uso de símbolos nazis, pero Stalin es un rostro por demás conocido en la Rusia moderna. En mayo 9, durante la celebración del 70 aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el dictador soviético estaba por todas partes: veteranos de la guerra desfilaron en la Plaza Roja llevando retratos con su inconfundible imagen, mientras la televisión estatal proyectaba documentales que ensalzaban sus logros como supremo comandante en jefe del Ejército Rojo. Los recuerdos a la venta para los visitantes de Moscú incluían camisetas, tazas y platos decorativos con la efigie de Stalin. “Fue un héroe y un gran hombre”, dijo una guía del museo Stalin de Volgogrado –antes, Stalingrado–, entrevistada porNewsweek a principios de año, mientras posaba junto a una figura de cera de tamaño natural del diminuto generalísimo.
Y la creciente popularidad no se limita a las imágenes de Stalin. En la creciente confrontación con Occidente por el conflicto ucraniano, el lenguaje del terror estalinista ha resurgido en el vocabulario político ruso. Putin ha etiquetado a los críticos del Kremlin como “traidores nacionales” y “quinta columna”. Menos de una semana antes que el líder de oposición, Boris Nemtsov, fuera asesinado cerca de la Plaza Roja, los participantes de una marcha en Moscú, aprobada por el Estado, exigieron la “destrucción” de los opositores del gobierno. A esto hay que sumar la creciente frecuencia de juicios “de exhibición”. En agosto, el cineasta ucraniano Oleg Sentsov fue sentenciado a 20 años de prisión por “cargos de terrorismo”, que la opinión pública interpretó como una venganza por participar en protestas contra la invasión rusa de Crimea y también, como una amenaza para que nadie se atreva a desafiar la autoridad de Putin. En una exhibición de nihilismo legal que escandalizó hasta los trabajadores de derechos humanos más experimentados, una corte militar del sur de Rusia desechó las declaraciones de Sentsov de haber sido torturado por las fuerzas de seguridad rusas y dictaminó que las lesiones fueron resultado de apasionadas sesiones sadomasoquistas previas a su arresto. Entre tanto, la actitud pública hacia el terrorismo del Estado está cambiando con celeridad: una encuesta de opinión pública publicada a principios de año por el Centro Levada –encuestador moscovita independiente– indicó que 45 por ciento de los rusos cree que la matanza de millones de personas durante las purgas de Stalin, puede justificarse como una “necesidad histórica”. Esto duplica el porcentaje respecto de 2013.
En ese contexto, dice Parkhomenko, las placas conmemorativas Last Address adquieren una relevancia mucho mayor que la de simples memoriales. “Queremos que los niños las vean y pregunten a sus padres qué significan. Y queremos que la gente explique”, dice. “Rusia se dirige, nuevamente, hacia el terror totalitario… El proyecto Last Address se opone directamente a eso. Consideramos que nada es más importante que la vida humana”.