Durante casi treinta años María Magdalena de la Cruz Efigenia ahorró lo más que pudo de su salario como trabajadora en una casa de la Ciudad de México. Lavó pisos y ropa, cuidó de infantes y preparó desayunos, comidas y cenas hasta el final de los días. Tocada desde niña por la pobreza, desechó la idea de formar familia y enfocó su esfuerzo en un solo objetivo: construir una vivienda propia en su pueblo natal, Acanoa, en la Huasteca hidalguense. “Mi casa tiene muros de piedra; es de ocho por veinte metros cuadrados, con techo y piso de concreto”, la describe con orgullo.
La casa es un monumento al sacrificio de esta mujer de 53 años, cuya vida laboral inició a los 18 en una vivienda que ella misma ubica en el sur de la capital mexicana. Trabajó durante 28 años por una remuneración promedio de 3500 pesos mensuales. Con la idea fija de su casa, evitó comprarse ropa o comer en la calle a menos de que fuera absolutamente necesario.
La labor de las trabajadoras del hogar es un mundo de abuso y violaciones a los derechos más elementales.
“Lo logré porque siempre ahorré, ahorré y ahorré”, cuenta sobre la disciplina que adoptó. “Me sacrifiqué mucho: no me compraba ropa, sólo poquito, lo que podía. Y aguantaba hasta que ya se descoloría y me compraba otra. Aparte, la señora me compraba ropa. Ahí me ayudó de alguna manera. Por ejemplo, las navidades me regalaban ropa; me compraba pantalones, blusas, suéteres, chamarras. Sus familiares, por ejemplo su hermana, siempre me apoyó. También eso me ayudó a ahorrar mis centavos. No pagaba renta ni comida.”
María Magdalena se retiró del servicio doméstico en 2007, a los 45 años. Retornó al pueblo de donde escapó un día de junio de 1980, con ayuda de un “tío borrachín” que vivía en el Distrito Federal. Al volver se alojó en su vivienda de 160 metros cuadrados con piso de cemento, un factor que hoy podría colocarla fuera del rango de la pobreza, según los criterios del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL).
“No quise [tener hijos] porque sufrí mucho en mi niñez”, dice María Magdalena en el relato de sus años idos. “Mi papá… somos cuatro hermanos y tres medios hermanos, más mi mamá y mi abuela, éramos diez. Y sólo él trabajaba en el campo. Crecimos descalzas, no conocíamos las sandalias en aquel tiempo. Veía a mi papá sufrir mucho. A veces comía una vez al día con tal de que nosotras comiéramos al menos dos veces porque no había [más]. Tenía que salir muy lejos para ganar maíz y traernos. Yo dije: Yo no quiero tener hijos así, sufriendo.”
Dentro del universo de 2 millones 134 000 trabajadores del hogar contabilizados por el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (INEGI), María Magdalena corrió con fortuna. No es ironía. El grado de discriminación laboral que sufren casi todas se confecciona desde los vacíos de la Ley Federal del Trabajo. Sin protección legal efectiva, la inmensa mayoría carece de acceso a servicios médicos, de vacaciones con goce de sueldo, de indemnizaciones o pagos por jornadas extras o sistema de pensión. Derechos básicos como la educación son, para ellas, prácticamente inaccesibles.
En Acanoa, el pueblo de setecientos habitantes en el que María Magdalena construyó su casa [una de las 107 edificadas ahí hasta 2010, de acuerdo con el censo nacional], 86 por ciento de sus habitantes sobrevive con un salario mínimo y la población femenina no pasa del nivel primario de instrucción. Igual que la mayoría de los centros de expulsión de las mujeres que nutren el mercado del trabajo doméstico.
LEYES BAJO LA ALFOMBRA
El de las trabajadoras del hogar es un mundo de abuso y violaciones a los derechos más elementales. En ello media no sólo una cultura de explotación, sino fundamentos legales discriminatorios.
Hasta 2012, por ejemplo, la Ley Federal del Trabajo (LFT) dejaba al arbitrio de los contratantes la disponibilidad de las empleadas. “Los trabajadores domésticos deberán disfrutar de reposos suficientes para tomar sus alimentos y de descanso durante las noches”, establecía sin más especificaciones el artículo 333 de la ley. Ahora por lo menos señala, en su apartado 13, que los trabajadores domésticos que habitan en el hogar donde prestan sus servicios deberán disfrutar de un descanso mínimo diario nocturno de nueve horas consecutivas, además de un descanso mínimo diario de tres horas entre las actividades matutinas y vespertinas.
La modificación, sin embargo, resulta insignificante en un contexto mayor. Nada dice de la jornada laboral máxima de ocho horas garantizada para el resto de los trabajadores y contemplada en tratados internacionales. Exenta explícitamente a los patrones de la obligación de realizar aportaciones para el Fondo Nacional de Vivienda. No garantiza el acceso a la seguridad social ni el derecho a vacaciones con goce de sueldo.
Asimismo, aunque el artículo 335 de la misma ley mandata que “la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos fijará los salarios mínimos profesionales que deberán pagarse a estos trabajadores”, sigue sin establecerse ese monto básico.
La Ley del Seguro Social no ofrece un mejor panorama: las trabajadoras del hogar sólo pueden ser inscritas en el régimen voluntario cuyo costo es de 7867 pesos anuales, monto que para más del 70 por ciento representa los ingresos de alrededor de tres meses y medio. Aún si se inscribieran, las trabajadoras no contarían con los servicios de guardería o de cobertura por cesantía derivada de una enfermedad crónica.
En síntesis, las trabajadoras del hogar son discriminadas por la misma ley que debería protegerlas, a pesar de que casi duplican la plantilla de maestros de educación básica en México, que es de 1 millón 128 319, de acuerdo con el Censo de Maestros, Escuelas y Alumnos de Educación Básica del INEGI.
PATRONES SIN CONTROL
En 1977 Rosario Domínguez tenía catorce años. La pobreza familiar la orilló a emplearse a esa edad como trabajadora doméstica en su natal Puebla, sin garantías de ninguna índole. Rosario no sólo sufrió de una paga infame, sino que fue acosada sexualmente por su empleador. A los dieciséis huyó hacia la Ciudad de México.
En la capital mexicana no le fue mejor. Hasta diciembre de 2014, cuando acudió a una reunión del Centro de Apoyo y Capacitación para Empleadas del Hogar, Rosario supo que su vida laboral fue una cuenta de abusos. Apenas ahí se enteró de que en este trabajo también se tienen derechos laborales.
“No sabía de mis derechos como persona, entonces trabajaba hasta las doce de la noche, o más cuando había cena e invitados”, dice. “[Los empleadores] no consideran a uno como persona, pues creen que uno es su esclavo y hay que estar lavando trastes y sirviendo la comida hasta que se vayan. Es feo, pues no sabía que tenía derecho a ocho horas de trabajo y buenas condiciones.”
Las trabajadoras del hogar, respecto de otras empleadas formales e informales, se encuentran, además, en los deciles más bajos de ingresos, de acuerdo con la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH). Más del 60 por ciento percibe entre 1246 y 4696 pesos mensuales. Así que enfermar o sufrir un accidente impacta negativamente en su ajustada economía.
A la mala paga se suma el maltrato, que como en el caso de Rosario, es una experiencia frecuente entre las empleadas del hogar.
Datos de la Encuesta Nacional de Discriminación (Enadis, 2010) muestran que el maltrato es la segunda causa, con un 12.7 por ciento, por la cual las trabajadoras del hogar dejan su empleo. La primera es por salud, con 42.7.
Aunado a eso está el hecho de que, según datos del INEGI, del total de trabajadores del hogar remunerados, 95 por ciento son mujeres. Así, al aislamiento e invisibilidad del trabajo del hogar hay que agregar que se trata de una actividad que socialmente se espera sea realizada por mujeres. Más aún, explica Leticia Huerta, investigadora del Centro de Investigación y Estudios Superiores en Antropología Social (Ciesas), “muchos de los espacios laborales que acogen masivamente a las mujeres se caracterizan por la precariedad y la poca seguridad social. Debido a facilidad, preferencia, condicionantes culturales y otras variables, las mujeres están en estos espacios, lo cual mantiene feminizados algunos mercados de trabajo”.
Es frecuente que las trabajadoras del hogar tengan jornadas mayores a las doce horas. Datos de la Encuesta Nacional sobre Discriminación muestran que apenas 44.7 por ciento tiene horario fijo y sólo una de cada diez tiene un contrato que establece horarios y actividades perfectamente definidas.
No todas las trabajadoras están conscientes del desequilibrio que existe entre el servicio que ofrecen y la retribución que reciben a cambio. De acuerdo con la misma encuesta, menos de la mitad, 41 por ciento, lo reconoce como el principal problema de su trabajo.
Rosario es una de ellas.
“Mi trabajo siempre fue muy matado. Me tenía que levantar como a las cinco de la mañana. Daban las doce de la noche y a veces yo seguía planchando la ropa y por el mismo sueldo, porque yo trabajaba más de lo que debía”, dice ahora, consciente de la explotación que sufrió. “Un día me enfermé de la presión. Fui al doctor y me dijo: ‘¿De qué horas a qué hora trabaja?’, y ya le dije. Me contestó: ‘¡No, pues hasta las máquinas necesitan descanso! Usted está trabajando más de lo que debe y por eso está así’. Siquiera nos pagaran… Si me pagaran más no me importaría trabajar quizás el doble, pero pues no nos pagan.”
La explotación tiene registro público. En 2012, la Encuesta Nacional de Ingresos en los Hogares muestra que una empleada del hogar obtiene en promedio 5000 pesos por laborar hasta sesenta horas a la semana. Eso equivale a una jornada de diez horas diarias, de lunes a sábado. Otras jefas de familia sin contrato pueden ingresar poco más de 6000 pesos, y quienes tienen contrato ganan cerca de 9000 por trabajar ese mismo lapso.
En las condiciones actuales una trabajadora del hogar que quiera aumentar su ingreso tiene que hacerlo a costa del tiempo que podría ocupar en capacitación, cuidado de su propia familia o en actividades de ocio. Por ejemplo, para ganar 50 por ciento más —y subir su ingreso a 7500 mensuales— tendría que trabajar en promedio trece horas diarias, lo que excede por mucho la jornada de ocho estipulada en la LFT y contraviene principios de dignidad laboral establecidas por la misma ley, en cuyo artículo segundo se estipula lo siguiente:
“[…] Trabajo digno es aquel en el que se respeta plenamente la dignidad humana del trabajador; no existe discriminación por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidad, condición social… se tiene acceso a la seguridad social y se percibe un salario remunerador; se recibe capacitación continua para el incremento de la productividad con beneficios compartidos, y se cuenta con condiciones óptimas de seguridad e higiene para prevenir riesgos de trabajo.”
Eso dice la norma, pero en los hechos la dignidad de las empleadas domésticas no se mide con ese rasero.
EL NÚCLEO DE LA POBREZA
La Huasteca hidalguense es una de las zonas más empobrecidas del país. Su población es predominantemente indígena. Acanoa era apenas una aldea en 1962, año en que nació María Magdalena de la Cruz Efigenia. De cincuenta habitantes que había entonces, el censo del 2010 contabilizó 710 personas. Aun así, es una de las comunidades más importantes del municipio de Xochiatipan.
La razón por la que María Magdalena huyó de allí hace 35 años no sólo fue la pobreza, sino la costumbre ancestral del matrimonio forzado.
Recuerda que se fue sin dinero ni permiso porque su papá le había dicho que debía casarse con Teófilo, un muchacho de la comunidad al que ella conocía de lejos, pero con quien nunca había hablado, mucho menos le gustaba. No valieron las súplicas, “porque en aquellos tiempos se acostumbraba que te casaban a la fuerza: ‘Te casas con este porque te casas y ya eres mayor de dieciocho años’, decía mi papá, y yo dije: ‘No, ¡por qué a la fuerza!’ Entonces me escapé”.
Más allá de su determinación, el andamiaje de su vida era frágil. Estudió hasta el tercer año de primaria porque hasta ese grado enseñaban en su comunidad. Si bien era afortunada porque no tenía que caminar durante horas para llegar a la escuela, el problema era que se trataba de un espacio improvisado dentro de la localidad, con techo de lámina y paredes de piedra. Había tres maestros, uno por grado, pero ninguno hablaba náhuatl, así que las clases eran en español, lo que dificultaba el aprendizaje.
“No había más escuelas, cómo íbamos a estudiar si nomás llegaba hasta tercer año. Ir a otro lado era lejísimos, a horas, y mi papá decía: ‘Tú ya no vas a estudiar, ya vas a estar en edad de casarte, tú no vas a hacer nada, tú nada más dedicada a tener hijos y ya’”, recuerda María Magdalena.
Cuatro décadas después, la realidad ha variado poco. El diagnóstico Infraestructura escolar en las primarias y secundarias de México, realizado por el Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) en 2005, así lo revela: el mayor rezago en infraestructura se da en los contextos socioeconómicos más desfavorables, donde se insertan las escuelas rurales e indígenas, y pone de manifiesto la inequidad en la distribución de los espacios de aprendizaje.
En este informe se observa que el promedio nacional del índice de espacios físicos de apoyo a la enseñanza en primaria es de 13.4 puntos en una escala de 100, lo que refleja la existencia limitada o escasa de bibliotecas, salas de cómputo, aulas para actividades artísticas y salas de maestros. Asimismo, el informe muestra la gran disparidad en la oferta educativa de estos espacios entre modalidades educativas: el mayor rezago está en los centros comunitarios, las escuelas indígenas y rurales.
Es lo que propicia en gran medida las condiciones para la explotación del trabajo doméstico: una precariedad de la que es casi imposible salir.
ATADAS A LA POBREZA
El trabajo remunerado en el hogar raya en la condena. El régimen laboral en el que viven las empleadas les deja poco espacio para diversificar su movilidad y redes sociales. El dinero no alcanza para ello, pero tampoco el poco tiempo en libertad que se les concede.
“Las redes sociales pueden determinar un desenlace educacional u ocupacional”, explica Iliana Yaschine, investigadora del Programa Universitario de Estudios de Desarrollo de la UNAM. “Un alto porcentaje de las personas consigue su empleo por recomendación de alguien. La población que viene de estratos bajos es más probable que tenga redes con recursos escasos, redes horizontales y no transversales que les permitan subir de nivel.”
Debido a que todo su tiempo lo invierten en el cuidado de casas ajenas, a la baja calidad de sus redes sociales, así como a su bajo nivel educativo y los roles sociales que asumen, las trabajadoras del hogar remuneradas difícilmente pueden conseguir otro tipo de empleo.
Así sucedió con Adelina Camacho.
“Yo soy de Teziutlán, Puebla. Ahí la opción es salir de la primaria y ponerse a trabajar en una fábrica de ropa o venirse al DF a trabajar en casas. Como mujer nomás estudiabas la primaria, y no por falta de recursos, era como una costumbre en la casa. Sí había recursos, pero a mí me dijeron: ‘Tienes que trabajar’. Y mi tía fue por mí. Ella trabajó toda su vida en esto y me recomendó en dos casas en donde ella trabajaba, en El Pedregal de San Ángel, y siempre he trabajado así”, cuenta.
En México aún existen diferencias significativas en el acceso a la educación por razón de género. De acuerdo con datos del Censo Nacional de Población y Vivienda de 2010, todavía se privilegia que en las familias con hijos de uno u otro sexo, los varones asistan a la escuela y las mujeres… no tanto. Por ejemplo, en Puebla, de donde es Adelina, poco más del 2 por ciento de niñas entre siete y doce años no asisten a la escuela aun y cuando sus hermanos sí lo hacen.
Existe otra trampa que impide a las mujeres trabajadoras del hogar tener mayor movilidad social. “La ausencia de un contrato de trabajo. Al no haber regulación de salarios, jornadas, atribuciones y otros aspectos relativos a la relación empleador-empleado, el poder de decisión queda en manos del contratador”, explica Leticia Huerta, investigadora del Ciesas.
Su caso es sintomático. La ENIGH muestra que las jefas de familia que son trabajadoras informales dedican en promedio 12.5 horas a la semana a estudiar, mientras que las jefas de familia que son trabajadoras del hogar remuneradas dedican sólo seis horas, lo que se traduce en menores oportunidades de capacitación para mejorar su ingreso.
Con un origen socioeconómico desfavorable y una legislación laboral que opera en su contra, las oportunidades para las trabajadoras sociales de crecer profesionalmente y así lograr movilidad social son muy reducidas. Roberto Vélez, director del Programa de Movilidad Social del Centro de Estudios Espinosa Yglesias (CEEY), explica que el origen social de una persona condiciona en mucho su destino: “En México la movilidad social es rígida, los más pobres y los más ricos difícilmente se mueven”. Y abunda: “Los grupos de origen rural tienen menos posibilidades de mejorar su posición socioeconómica, principalmente aquellos que provienen de comunidades aisladas, con elevadas tasas de trabajo infantil y de deserción escolar”. Justamente los grupos de los que provienen buena parte de las trabajadoras domésticas.
LAS NIÑAS TAMBIÉN
La actividad se hereda desde la infancia, y es fácil constatarlo. De acuerdo con la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (primer trimestre, 2014), en México 4200 niñas, entre doce y trece años, se dedican al trabajo doméstico remunerado, de las cuales el 70 por ciento tiene estudios hasta el quinto grado de primaria.
“La Secretaría del Trabajo y Previsión Social está confundiendo a todo el mundo. El trabajo infantil está prohibido. Lo que está autorizado se ubica de catorce a dieciséis años”, señala Hugo Italo Morales, especialista en derecho laboral. “Pero independientemente de la actividad, el trabajo de menores de catorce años está prohibido.”
Además, de acuerdo con el especialista, suelen ser niñas que no han terminado la primaria, lo que contraviene las recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que indica, en el Convenio 189 —aún no ratificado por México—, que una condición para que los menores trabajen es que no se les prive de la “escolaridad obligatoria, ni comprometa sus oportunidades para acceder a la enseñanza superior o a una formación profesional”.
Recientemente, México aprobó una reforma constitucional al artículo 123 para elevar de catorce a quince años la edad mínima para trabajar. Este cambio coloca al país dentro de los parámetros del Convenio 138 de la OIT, que marca la edad mínima justo en quince años.
Sobre este tema, la entonces secretaria del Trabajo del Distrito Federal, Patricia Mercado, ha declarado que la ciudadanía debe evitar contratar menores de edad como trabajadores domésticos, ya que estarían incurriendo en explotación infantil. Pero no se sabe de ninguna acción oficial emprendida para combatir esa práctica ilegal.
HORIZONTES ROTOS
La inmensa mayoría de mujeres que terminan empleándose en el servicio doméstico deben decidir su futuro frente a dos vías equiparables en sacrificio: una en sus lugares de origen, con libertad pero en la pobreza extrema, y otra dedicando su vida a una casa y familias ajenas, con ingresos un poco mejores, pero sin mayores perspectivas de superación.
Casi siempre optan por la segunda.
Los estados que expulsan a la mitad de las mujeres que se dedican al trabajo del hogar remunerado tienen en común un Índice de Desarrollo Humano (IDH) menor a la media nacional, es decir, son entidades con alta marginación social, escuelas con mínima infraestructura y viviendas sin servicios básicos como drenaje, agua entubada o piso de cemento.
Un ejemplo es Acanoa, la comunidad donde nació María Magdalena.
Allí, el censo de 2010 muestra que 94 por ciento de las viviendas carece de drenaje y 62 por ciento, de agua entubada. También que 85 por ciento de la Población Económicamente Activa (PEA) se dedica al sector primario (agricultura, ganadería, pesca, explotación forestal) y cerca de 86 por ciento gana menos de un salario mínimo o no tiene ingresos.
El IDH —propuesto por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)— es relevante para entender su situación socioeconómica, ya que fue ideado con el objetivo de conocer no sólo el ingreso económico de las personas, sino también para evaluar si existen las condiciones mínimas necesarias para que puedan desarrollar su proyecto de vida. Entre menor es la cifra que registra el indicador, mayores las dificultades para el desarrollo humano.
En este sentido, Hidalgo, San Luis Potosí, Zacatecas y Oaxaca son los estados que expulsan a más del 48 por ciento de mujeres que se dedican al trabajo del hogar remunerado en otras entidades de la república. Y junto con Guerrero y Chiapas son las entidades con el menor IDH a escala nacional.
Si bien en México los niveles de informalidad y desigualdad son altos, es claro que las trabajadoras del hogar remuneradas tienen condiciones laborales y socioeconómicas que las vuelven de las más vulnerables en el mercado de trabajo.
A pesar de que el país firmó en 2011 la recomendación 201 del Convenio 189 de la Organización Internacional del Trabajo, el cual establece los lineamientos para generar un trato igualitario para las trabajadoras del hogar, hasta hoy no se ha ratificado. Tampoco se ha reformado la Ley Federal del Trabajo para garantizarles los mismos derechos que al resto de los trabajadores, lo que implica que más de dos millones de personas sigan atenidas a la voluntad de sus empleadores.
Bolivia, Ecuador, Costa Rica, Paraguay, Nicaragua y Uruguay han ratificado el Convenio de la OIT, lo que los compromete a garantizar mejores condiciones laborales a este sector. México se mantiene a la zaga.
Brasil no ratificó el convenio 189, pero en 2013 reformó su Ley del Trabajo y equiparó a las trabajadoras domésticas remuneradas con el resto de los trabajadores.
El trabajo del cuidado, remunerado y no remunerado, es una actividad realizada en más del 90 por ciento por mujeres y no es reconocido socialmente a pesar de su importancia para el funcionamiento del resto de las actividades que sostienen a una sociedad.
Ellas, las que cuidan de una casa e hijos ajenos para que miles de hombres y mujeres salgan a trabajar, muchas veces descuidan a la propia familia por falta de guarderías y seguridad social.
Le pasó a Rosario Domínguez, como a muchas otras.
“Nomás tuve un hijo y desgraciadamente lo dejé con mi mamá. Ella me lo cuidaba. Digo, todo tiene un precio en la vida. Hoy a él no le intereso porque no estuve con él, pero pues ya ni modo. Yo lo mantuve. No lo abandoné. Precisamente me quedé aquí a trabajar para que él estudiara: yo no quería que él llevara la vida que a mí me había tocado vivir. Dicen que no se puede cantar y chiflar al mismo tiempo. Una historia un poquito fea. Él vive en Puebla. Ahora ya es un hombre. Está casado, tiene dos hijos. Y no nos vemos.”
EL BUEN TRATO ES INSUFICIENTE
“Yo tengo una relación muy cercana con mi nana que llegó a casa de mis papás desde que yo tenía seis meses y se fue cuando yo tenía 37 años. Ella es una señora que dio toda su vida, todos sus años laborales y que cuando se fue a su casa, regresa en unas condiciones un poquito mejores a las que dejó cuando era niña, pero no mucho más; entonces es muy doloroso ver cómo alguien puede trabajar 37 años y regresar igual de pobre a vivir a su pueblo” cuenta Marcela Azuela, integrante de Hogar Justo Hogar, una organización de empleadores que busca que se respeten los derechos laborales de las trabajadoras del hogar.
“Desde pequeña, por lo que veía en mi casa, lo que veía en la casa de mis familiares y de mis amigos, me preguntaba por qué era tan injusto el trato a las trabajadoras y por qué era tan natural esta relación, en la cual había ciudadanos de primera y de segunda, donde unos podían descansar, ir de vacaciones, ir a un buen doctor y otros siempre trabajando, especialmente mujeres”, dice.
Hogar Justo Hogar impulsa la firma de contratos entre trabajadoras del hogar y empleadores porque la ausencia de este y la relación afectiva que genera esta labor provoca condiciones injustas.
“En el caso de los contratos, se hace evidente que hay una ausencia, que aunque tú quieras mucho a la trabajadora que va a tu casa, que aunque creas que les respetas derechos, hay alguna cosa en la que estás siendo injusto”, explica Azuela. “Hay mucha gente que dice: ‘Yo quiero mucho a mi trabajadora’, y le regala ropa, cosas, pero al mismo tiempo es la primera que se despierta, la última que se duerme y tal vez no es que esté trabajando dieciséis horas seguidas, pero sí más de la jornada de ocho horas porque siempre tiene que estar disponible. Es aquí cuando el contrato da luz para regular estas relaciones.
“Aquí lo útil es siempre compararnos como empleados que somos, por ejemplo, ¿te parecería normal que este año tu esposo no reciba aguinaldo y que mejor le den un regalito? O que en las vacaciones acompañe a su patrón o que sólo las pueda tomar cuando este decida. Entonces, es ponernos en espejos en los que te reflejes y de pronto digas: ‘Esto que hago es injusto’”.
Mientras trabajaba con la familia Díaz, María Magdalena de la Cruz logró terminar la primaria, la secundaria y una carrera secretarial. “Le eché muchas ganas: me dormía a las tres o cuatro de la mañana estudiando. A veces casi no dormía y me levantaba a hacer el quehacer. Y así pasaba los exámenes”, cuenta. Luego, a los 29 años, comenzó la preparatoria. “Esa era idea de la señora Rosita, que la terminara y estudiara algo más. Te doy la oportunidad de que termines la prepa, estudias una carrera y trabajas de lo que estudies, no es que yo no te quiera, no es que me estorbes, tú te mereces otras cosas me decía la señora Rosita”. No concluyó porque su interés, dice, estaba en la actuación.
Entre 1990 y 1991 estudió para ser actriz en la Casa de la Cultura de Coyoacán. Participó en algunas obras de teatro y en varias películas, dos dirigidas por Arturo Ripstein y una en la que actuó Patricia Reyes Espíndola. También consiguió llamados para algunos comerciales y telenovelas, en las que solía representar papeles como ama de casa, cocinera, “criada” o madre. Pero, además de que “pagaban muy poquito”, recuerda, “era muy difícil mantener ese ritmo y poco a poco me fui alejando”.
Si bien la educación es crucial para un ascenso en la escala socioeconómica, es un hecho que la desigualdad estructural en esta materia en México genera lo que los economistas denominan un “piso pegajoso” para las trabajadoras del hogar remuneradas: más del 45 por ciento sólo cuenta con la primaria completa. Además, la subvaloración del trabajo del hogar castiga sus ingresos. Para ellas, tener mayor nivel escolar no implica obtener un mejor salario, lo que sí sucede con otras trabajadoras informales.
María Magdalena regresó a su pueblo, Acanoa, en 2007. Actualmente vive con su mamá y se dedica a la crianza de cerdos y a cultivar maíz y frijol que sirve de alimento para ellas y los animales. Su rutina inicia de madrugada: da de comer a los cerdos y realiza las labores como acarrear agua, alimentar las gallinas y a los perros.
“Ahorita crío marranitos, ¡son como mis hijos!”, dice. “Cuando una puerquita va a parir estoy con ella. También cuando vienen mal de posición yo los acomodo para que nazcan sin problema. Hay que cuidarlos porque si no se mueren y tampoco conviene.”
Entre el apoyo del programa Oportunidades de su mamá y la venta de cerdos, María ingresa menos de 2000 pesos al mes, la mitad de lo que ganaba como trabajadora del hogar remunerada.
María Magdalena salió de la pobreza en la que había nacido durante el tiempo en que fue trabajadora doméstica. Sin embargo, careció de seguridad social. Tras su retiro no pudo obtener una pensión. Tiene una casa propia con piso y techo de cemento, orgulloso producto de su esfuerzo y sus ahorros. Pero, aun así, tendrá que trabajar hasta el último suspiro. Ese es el destino que por ahora espera a las más de dos millones de personas que se emplean en el trabajo del hogar.
Carlos Bravo Regidor y Homero Campa fueron responsables de coordinar la investigación de este reportaje. Eduardo Fierro contribuyó con la elaboración de los gráficos.