Era una escena bucólica, excepto por los hombres corpulentos y adustos que llevaban grandes armas. Cuando conocí a Semeí Verdía Zepeda, en diciembre pasado, lo encontré sentado con sus dos hijos pequeños frente a su hogar en Santa María de Ostula, pequeña población indígena del estado de Michoacán, México. Sin embargo, lo rodeaba más de una docena de ceñudos guardaespaldas que portaban armas automáticas, pues desde hacía más de un año un brutal cártel de drogas que se hace llamar los Caballeros Templarios había intentado asesinar a Verdía, el primer comandante de las autodefensas michoacanas, grupo de vigilantes que opera en una de las regiones más anárquicas del país.
“Moriré antes que renunciar a mi lucha”, dijo el hombre de 37 años, quien se compara con Emiliano Zapata, personaje clave de la Revolución Mexicana de 1910. “Yo también peleo por la autonomía de mi gente. Lucho por su seguridad y su derecho de vivir la vida sin miedo a los criminales y los oficiales corruptos.”
En los últimos años, los vigilantes, una belicosa banda integrada, eminentemente, por agricultores, ha cautivado la imaginación de los mexicanos. Cuando los Caballeros Templarios se adueñaron de sus tierras con la intención de controlar el lucrativo mercado de cultivos, como limón y aguacate, los vigilantes abordaron sus desvencijadas camionetas, cruzaron el territorio montañoso conocido como Tierra Caliente y usaron pistolas, rifles y hasta rastrillos para recuperar sus granjas. Las autodefensas ayudaron a restablecer un cierto orden en una región que ha sufrido mucho durante la cruenta guerra del narco, conflicto que ha dejado un saldo de cien mil o más muertos desde sus inicios, en 2006.
Pese al triunfo de los vigilantes frente a las pandillas de narcotraficantes —incluso se diría que debido a su éxito—, el gobierno ha decidido acabar con ellos. Las autodefensas eran una fuerza bien armada ajena al control del Ejército y algunos temían que pudieran convertirse en otro cártel. Y así, durante el año pasado, los grupos de vigilantes se han desintegrado conforme el gobierno federal ha persuadido a sus integrantes de sumarse a las fuerzas policiacas, cosa que los críticos consideran un evidente soborno. Sin embargo, quienes han intentado mantener unidas a las autodefensas también han caído. A fines de julio, Verdía, uno de los últimos líderes que seguía operando en la región, fue arrestado por soldados mexicanos en la población de La Placita, acusado de robo, posesión ilegal de armas y homicidio. A principios de agosto, una corte federal lo absolvió del último cargo, pero sigue en prisión. Su detención desató una respuesta violenta entre los simpatizantes de su pueblo natal, quienes bloquearon durante varias horas un puente cercano a la cárcel, exigiendo su liberación. Llegó el Ejército, los bandos chocaron y un niño de doce años murió en el enfrentamiento, aunque no se ha esclarecido quién disparó.
“Las cosas no podían acabar bien” para los vigilantes, dice Miguel Ángel Sánchez, comentarista político local. A largo plazo, “no habrá manera de evitar que Michoacán… se convierta en una escala del narcotráfico”.
Tal vez. Con la casi extinción de las autodefensas, los michoacanos afirman que la violencia ha vuelto a repuntar, pues nuevas pandillas de narcos han regresado a Tierra Caliente. “Primero, la Familia; después, los Caballeros Templarios”, dice Germán Ramírez, alias el Toro, nuevo líder de los vigilantes de Santa María de Ostula, al referirse a los cárteles. “Ahora ni siquiera puedo decirle cuál grupo controla el área.”
Tierra Caliente ha sido siempre un paraíso para el contrabando. Situada estratégicamente en una lucrativa ruta para el tráfico de drogas, las montañas de Michoacán y las llanuras del sur albergan incontables laboratorios de metanfetaminas y sembradíos de mariguana, en tanto que la ciudad portuaria de Lázaro Cárdenas es un punto de tránsito importante para embarcar drogas a Estados Unidos.
Hasta hace cuatro años, la región estuvo bajo el control de la Familia Michoacana, despiadado cártel de drogas famoso por decapitar a sus rivales. No obstante, una guerra intestina dividió al clan y la organización derivada, los Caballeros Templarios, tomó el control luego de una sangrienta guerra por el territorio, en 2011. Dirigido por un nuevo líder, un cacique excéntrico y hambriento de exposición mediática llamado Servando Gómez Martínez, la Tuta, el cártel comenzó a matar, secuestrar y extorsionar a los agricultores por dinero, en una escala sin precedentes.
Los habitantes de la región acusaron al estado y el gobierno federal de coludirse con los pandilleros o, simplemente, de hacerse de la vista gorda; y en secreto, comenzaron a hacer acopio de rifles de caza y otras armas. Luego se organizaron en pequeños batallones y trazaron planes para expulsar a las pandillas de sus poblaciones. Desde hace años existen contados grupos vigilantes, incluido el de Verdía, pero fue el 24 de febrero de 2013 cuando una gran cantidad de autodefensas tomó las armas bajo la dirección de José Manuel Mireles, un carismático médico michoacano.
Para enero del siguiente año, las filas de vigilantes habían crecido a cerca de siete mil miembros, y cuando las autodefensas conquistaron Nueva Italia, bastión de los Caballeros Templarios, la mayoría de los vigilantes salía a combatir con chalecos blindados y armas automáticas que, según decían, habían confiscado a los narcos que se daban a la fuga. Incluso algunos cubrían sus SUV con capas de acero, transformándolos en vehículos blindados improvisados.
Después de que las autodefensas expulsaran de Tierra Caliente a la mayoría de los Caballeros Templarios, el gobierno federal tuvo que reconocer que había perdido el control de la región, al menos parcialmente. En enero de 2014, el presidente Enrique Peña Nieto despachó tres mil soldados y policías federales a la zona y designó a un antiguo asociado político, Alfredo Castillo, como comisionado especial de seguridad en el estado. Como reconocimiento de la voluntad de los vigilantes de seguir a cargo de la seguridad regional, el gobernador ofreció integrar las autodefensas a la policía rural, recién creada, con una sola exigencia: que depusieran las armas.
“A los grupos de autodefensa se les emplaza para que regresen a sus lugares de origen y se reincorporen a sus actividades cotidianas”, declaró Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación, a la zaga del despliegue federal. “La seguridad de sus comunidades estará plenamente a cargo de las instituciones. No habrá tolerancia alguna para cualquier persona que sea sorprendida en posesión de armas sin contar con la autorización que para tal efecto señalan las leyes.”
Algunos líderes ingresaron en la policía rural, pero Mireles y Verdía, dos de los vigilantes más influyentes, se negaron. Quienes se unieron a la policía se quejaron de los bajos sueldos, la falta de equipos y la corrupción. Dijeron que muchos exmiembros de pandillas se habían integrado también a los rurales y cometían crímenes relacionados con drogas vistiendo el uniforme.
Al poco tiempo, exvigilantes y exnarcos comenzaron a pelear, unos contra otros y entre sí. La tensión finalmente estalló en diciembre pasado, cuando grupos de policías rurales encabezados por Luis Antonio Torres e Hipólito Mora —dos fundadores de autodefensas— se enfrentaron en un combate armado que dejó once muertos, incluido un hijo de Mora. El gobierno arrestó a los dos líderes, brevemente.
Mireles, quien juró que continuaría en el esfuerzo con su grupo, fue detenido el 24 de junio en Lázaro Cárdenas. Con el médico encarcelado, y con Mora y Torres fuera de la lucha, Verdía era el último líder autodefensa original activo. Esta primavera se unió —renuentemente— a la policía rural, pero persistió en desafiar al gobierno exigiendo que la policía contratara a más de sus hombres y portaran armas automáticas, ilegales en México excepto para miembros del Ejército.
Después del arresto de Verdía, casi todas las autodefensas del sur de Tierra Caliente que se habían negado a ingresar en la policía dejaron de patrullar la región. Ramírez, sucesor de Verdía, intenta mantener el fervor revolucionario del grupo, mas sus hombres ya no vigilan las montañas y playas por temor a sufrir ataques de criminales o ser arrestados por la policía federal. Junto con varios centenares de ciudadanos, mantienen un bloqueo en la autopista costera más importante en protesta por el encarcelamiento de su comandante. “Los criminales siguen sueltos —dice Ramírez—, y mientras, tienen encerrado al único hombre que trata de mantenernos a salvo.”
En febrero, fuerzas del gobierno arrestaron a la Tuta, pero con la desaparición de las autodefensas, poco ha cambiado en Michoacán, pese al incremento de la presencia policiaca gubernamental. Según la tasa federal de homicidios, entre enero y junio de 2015 más de mil cien personas fueron asesinadas en el estado, de modo que, seguramente, este año terminará siendo más violento que el anterior. La mayoría de los observadores asegura que el área está controlada por el cártel jalisciense Nueva Generación. En los últimos meses, dicho grupo —cuyas operaciones parten del estado vecino de Jalisco— derribó a tiros un helicóptero y mató a quince agentes de policía federales. “Es un problema que nadie puede resolver”, afirma Sánchez, el comentarista político.
El único problema que los federales pudieron resolver fue el de las autodefensas, pero al hacerlo echaron por tierra lo ganado en la guerra contra los cárteles. Igual que Zapata, Verdía y Mireles desafiaron la autoridad del gobierno federal. “Razón por la cual se creó una política para deshacerse de ellos —acusa Sánchez—. porque eran inconvenientes.”