Le luxe est une nécessité qui commence là où finit la nécessité”, decía Coco Chanel. La francesa sabía de lo que hablaba. Su infancia transcurrió entre la escasez del hogar paterno y la frialdad de un orfanato de Corrèze. Pronto descubrió, pues, que el lujo es justo eso, una necesidad que comienza cuando la necesidad real ha terminado.
Satisface motivaciones intangibles como el deseo de manifestar poder o exclusividad. Y en México, un país en donde la cultura del “querer ser” se encuentra tan arraigada, el apetito por el lujo siempre es rentable.
Una veintena de marcas de alta gama —como le Coq Sportif, Scotch & Soda, Harmont & Blaine, Eden Park o Sergio Tacchini— se establecen en México en 2015. La mayoría son europeas y no es fortuito. Las economías del viejo continente viven malos tiempos, pero tienen claro que México es el mercado más rentable de Latinoamérica para este tipo de productos.
En nuestro país, la facturación de artículos suntuarios superará los 15 000 millones de dólares este año. Dos datos para contextualizar esta cifra: se trata de una industria que crece cuatro veces más rápido que la economía como conjunto y, por segundo año consecutivo, México desplazará a Brasil como líder regional en el consumo de estos bienes.
Una abierta paradoja en un país en donde 53 millones de habitantes (casi la mitad de la población) aún viven en la pobreza mientras un puñado se enriquece por minuto.
Hace unos días, Oxfam México reveló que 1 por ciento de la población, equivalente a poco más de un millón de habitantes, concentra 43 por ciento de la riqueza nacional. Apellidos como Bailleres, Larrea y Slim forman parte de esta minúscula élite cuyas fortunas se cifran en varios miles de millones de pesos.
Pero hay mucho más.
Existe un círculo ampliado de 7.5 millones de mexicanos (7 por ciento de la población) que concentran 60 por ciento de la riqueza nacional, con ingresos mensuales superiores a los 100 000 pesos. Es un grupo que accede fácilmente al crédito y que se bifurca (esencialmente) en dos tipos de consumidores:
Los que los expertos en mercadotecnia llaman compradores old money, es decir, aquellos acostumbrados al lujo y la calidad desde hace al menos un par de generaciones.
Y un universo mucho más nutrido de ricos aspiracionales. Este último, un término no reconocido por la RAE, que describe bien a la primera generación de consumidores de marcas de lujo que necesita, de forma casi maniática, exhibir sus nuevos hábitos (si alguien escucha en su mente voces que murmuran palabras necias como Beverly Hills, Rivera, Castro, ¡Hola!, Pretelini o Peña… acállelas, son simples deslices freudianos).
Es este consumidor adinerado y compulsivo el que atrae el interés de las marcas de lujo.
Firmas de inteligencia de mercado, como Euromonitor, estiman que por cada 1000 pesos erogados en artículos lujosos por un consumidor mexicano: 400 pesos se destinan a ropa y calzado; 270 pesos, a joyas y relojería; 180 pesos, a accesorios; 80 pesos, a bebidas espirituosas; y el resto, a otros rubros.
Todos ellos son bienes efímeros que reflejan el “bullicioso” perfil del consumidor latino.
Vestir Prada, transportarse en BMW y utilizar joyas de Bvlgari merece ser exhibido en el papel y en las redes sociales. Una actitud contrapuesta a la de muchos consumidores europeos, acostumbrados al lujo desde hace varias generaciones, que sin darse cuenta se convirtieron en bichos raros que exigen elegancia, pero que reprochan la ostentación.
Hace muy poco, Johann Rupert, presidente de la helvética Richemont (dueña de Cartier), expresó con cierta inquietud: “Por las noches me tiene en vilo pensar que la sociedad se enfrenta a un desempleo estructural que acrecienta la lucha entre clases; las personas con dinero cada vez quieren mostrarlo menos”.
Despreocúpese, señor Rupert, la industria del lujo llegó a buen puerto, de este lado del Atlántico la brecha es mucho más aguda, pero nadie, créalo, ha perdido el sueño.