Sentado en un concurrido café tunecino, bebiendo un café espresso, vestido con una impecable camisa de vestir, el hermano de Jabeur Khachnaoui, uno de los dos hombres que mataron a veintiún turistas en el Museo Nacional de Bardo en marzo pasado, aún trata de comprender lo que ocurrió aquel día. “Es tan horrible y tan irónico que mi hermano fuera arrastrado a ello, y que yo estuviera escribiendo mi tesis doctoral sobre la tolerancia religiosa”, señala el estudiante de doctorado de filosofía, quien solicitó a Newsweek que no utilizara su nombre real y que lo identificara simplemente como Mohammed. “El día que murió, yo participé en una marcha contra el terrorismo.”
Ambos hermanos crecieron en el campo, son hijos de un exitoso cultivador de aceitunas. Jabeur, el más joven, solía sentirse aislado debido a que sus hermanos eran mucho mayores que él, recuerda Mohammed. Y, sin embargo, era feliz y obtenía buenas calificaciones; el hogar estaba lleno de libros y risas. “No provenimos de una familia pobre”, señala Mohammed. “Pero no queríamos el dinero de nuestro padre; cada verano, él se iba a la costa y trabajaba en sitios de construcción para ser independiente. No había mucho que hacer en nuestro pueblo, así que supongo que cuando los islamistas se acercaron a él con una nueva visión de cómo vivir su vida, él estaba listo.”
Su familia observó un cambio gradual en Jabeur. Comenzó a dedicar muchas horas a la oración. Dejó de saludar de mano a las mujeres, incluso a sus familiares. En ocasiones, pasaba toda la noche estudiando el Corán y había memorizado casi la mitad de este. Mohammed, al percibir que algo andaba mal, comenzó a darle libros a su hermano, los cuales esperaba que pudieran contrarrestar sus tendencias extremistas. “Probé a Descartes, Kant, Spinoza”, afirma. “No me importaba para nada que fuera religioso. Pero no deseaba que se convirtiera en un fanático.”
En un momento dado, Jabeur desapareció durante dos meses. Mohammed piensa que fue durante ese tiempo que recibió entrenamiento militar.
Jabeur tenía apenas diecinueve años cuando él y Yassine Labidi, de veintiséis, se armaron con rifles de asalto y entraron en el museo, escasamente vigilado, para cazar y matar a turistas de Italia, Francia, España, Polonia, Alemania y otros países. Finalmente, los atacantes fueron muertos por el escuadrón de élite BAT de Túnez.
Mohammed comienza a llorar mientras recuerda el día del ataque al Bardo. “Mi hermano menor era como [Adolf] Eichmann”, señala, refiriéndose al criminal de guerra nazi. “Diría que sólo seguía órdenes. No hay manera de que él hubiera planeado nada de esto.”
Al igual que la mayoría de los tunecinos, Mohammed veía las noticias en la televisión cuando las autoridades revelaron los nombres de los asesinos. “A las 19 horas alguien me llamó y me dijo: ‘¿Has visto lo que hizo tu hermano menor?’” Más tarde, vio una fotografía de los cadáveres de su hermano y de Labidi tirados en un charco de sangre. “Realmente no comprendía”, afirma Mohammed. “Simplemente no comprendía.”
AGUJEROS DE BALA Y BACO
Muchas personas en Túnez tratan de comprender por qué tantos jóvenes de su país, relativamente avanzado y secular, que surgió de la Primavera Árabe con una democracia en ciernes, recurren al extremismo y se unen al Estado Islámico (EI). Túnez envía el mayor número de yihadistas a luchar a favor del EI en Siria. El Ministerio del Interior calcula que el número es de alrededor de tres mil, aunque es difícil determinar una cifra precisa.
Antes del ataque al Museo Bardo, para muchos tunecinos era fácil pasar por alto esta perturbadora estadística. Túnez es un destino vacacional muy popular, a sólo mil kilómetros de Italia. Tiene una población educada y multilingüe. Incluso durante el gobierno del dictador Ben Ali, Túnez tenía un sistema educativo muy desarrollado que producía algunos de los mejores científicos informáticos del mundo (Anonymous, el grupo de hacktivistas cibernéticos, se apoya fuertemente en hackers tunecinos). Cada semana, cruceros europeos anclan en el puerto de la ciudad de Túnez y descargan a cientos de turistas ansiosos por ver las invaluables antigüedades que datan de la época en la que Túnez era una importante pieza en el mundo mediterráneo, cercano a rutas marítimas vitales y estratégicamente importante para los romanos, los árabes y los turcos otomanos.
Ahora, los visitantes que caminan por los cavernosos salones del Museo Bardo pueden ver agujeros de bala en el gabinete que alberga una estatua del siglo II de Baco, el dios romano del vino. Los mosaicos decorativos de varias salas, en cuyos rincones trataron de esconderse varias personas, han sido despedazados por los disparos y la metralla. El ataque al Bardo no sólo fue un duro golpe para el turismo en Túnez, una de las mayores fuentes de ingresos del país, sino que obligó también a los tunecinos a hacer frente a la radicalización de su sociedad.
En otro café en Douar Hicher, un suburbio de la ciudad de Túnez, Asim (no es su nombre real), un estudiante de ingeniería de veinticinco años, se sienta a beber té y fumar un cigarrillo. Según su último conteo, nueve de sus amigos, algunos de ellos con una licenciatura universitaria, están peleando en Siria. Dice que la mayoría de ellos desestimaron los informes de que el Estado Islámico estaba cometiendo terribles crímenes, como decapitar personas y secuestrar a minorías. “Decían que era propaganda occidental contra los musulmanes.
“Cada uno de ellos tenía una razón diferente [para ir]”, señala Asim. “Algunos han sido engañados, es decir, se les dice que tendrán una vida maravillosa en Raqqa [la capital del EI], que hay mujeres hermosas para casarse, que la vida será más fácil y que tendrán éxito.” Hace una pausa. “Luego, llegan ahí y es un infierno en vida.
“De todos mis amigos que se fueron, no podría decir que ninguno de ellos fuera particularmente religioso”, señala Asim. “Debido a la presión de su vida aquí (sin trabajo, sin expectativas), la religión se convirtió en un refugio, en un esparcimiento.” Afirma que el dinero podría ser un factor importante: “Se dice que algunos batallones les pagan. He escuchado de pagos de hasta 1000 dólares al mes”.
La pobreza y el desempleo no son tan malos en Túnez como en otros países de Oriente Medio, y no existe la represión que se ve en países vecinos como Marruecos o Argelia. Sin embargo, para los jóvenes la vida no es fácil.
La tasa oficial de desempleo es de 15 por ciento, pero de acuerdo con Said Ferjani, funcionario de alto rango del partido Ennahda (un partido islámico moderado que forma parte de la coalición gobernante), dicha tasa es probablemente más cercana a entre 20 y 25 por ciento. El Banco para el Desarrollo Africano en Túnez señala que la tasa de desempleo entre los jóvenes graduados de las universidades es de 34 por ciento. “La revolución fue una expresión de desilusión”, señala Ferjani. “Pero también lo son los botes que llevan migrantes de Túnez y otros países a Europa. Algo estaba muy mal. Aun si parece estar todo bien en la superficie, las personas tienen altas expectativas. Desean una vida mejor. Así que si un reclutador se acerca y les cuenta acerca de una vida mejor combatiendo en Irak y Siria, ellos aceptan.
Como economista por formación, Ferjani afirma que para poder absorber a los ochenta mil estudiantes que se gradúan cada año (Túnez tiene uno de los mayores índices de educación en Oriente Medio) se deben crear un mínimo de cien mil empleos. Túnez necesita mayor inversión, reformas económicas y atacar su mercado negro. La corrupción también es un problema. La furia contra la corrupción hizo que un vendedor de vegetales se prendiera fuego a finales de 2010, lo que desencadenó la Revolución de los Jazmines. “Sin embargo, para detener la corrupción es necesario cambiar la mentalidad,” afirma Ferjani. “Creamos una nueva constitución, lo cual es hermoso. Pero trabajamos con un viejo conjunto de leyes.”
Túnez está en transición, señala Ferjani. “No todo es color de rosa. Hay desilusión. Cuando una persona está desilusionada se ve atraída al radicalismo.”
Un día, a finales de mayo, me reuní con un rapero barbado y con tatuajes llamado Da Costa en un parque cerca del Museo Bardo, justo mientras surgían noticias de otro incidente que podría estar relacionado o no con el terrorismo; un soldado tunecino abrió fuego contra sus colegas: mató a siete de ellos y lesionó a muchos más. De nuevo, la capital estaba atemorizada.
Da Costa me cuenta acerca de su hermano, Yusuf, que murió peleando en Siria en 2012. “Sólo tenía veinticuatro años. Cuando salió para Siria estaba tan adoctrinado que yo ni siquiera podía hablar con él. Le habían lavado el cerebro completamente. Seguía yendo a la mezquita, y los reclutadores saben exactamente quién es vulnerable, quién busca una nueva vida, quién está desesperado.” Da Costa dice que Yusuf regresó a Túnez poco después de unirse a un batallón y le dijo: “No encontré lo que buscaba”. El pillaje y el robo lo desalentaron. Pero al volver a casa, “su vida en Túnez era un infierno: la policía lo acosaba constantemente”. Regresó a Siria y murió peleando en Kobane. Dejó una esposa (proporcionada por el Estado Islámico), que estaba embarazada.
Da Costa bebe un vaso de agua mineral. “Trato de decirles, mediante el rap, que no vayan”, dice, mientras escribe algunas de sus letras: “Hermanos, no sigan la yihad. Les prometen la gloria, cuando la gloria no les pertenece para darla.” Suspira. “Pero no funciona. Hay tantos chicos de mi barrio que se han ido a Siria que incluso le han puesto a un batallón el nombre del barrio.”
SU MAYOR SECRETO
En la casa de clase media de Labidi, en el barrio de Omrane al-Alaa, en la ciudad de Túnez, su familia aún está conmocionada, meses después del ataque en el Museo Bardo. Su madre, su padre y su hermana menor (quienes me pidieron no mencionar sus nombres) me recibieron con amabilidad, pero también con temor. Su madre dirige un jardín de niños. Nos ofrece platos de galletas de garbanzo y vasos de té. Insisten en que no había ninguna señal de que Labidi estuviera siendo adoctrinado.
“Conocía a mi hermano,”, dice su hermana. Ella lo describe como un joven al que le gustaba nadar. Era bajo, menudo, de constitución delgada y buenos modales. Labidi no oraba más de lo usual ni buscaba amistades diferentes, afirma. Oraba en la mezquita cercana, pero no se dejaba crecer la barba más de lo usual. Tampoco estaba pegado a internet viendo videos de YouTube en los que aparecen combatientes del Estado Islámico. Ella dice que lo sabía todo acerca de él, con excepción, quizá, de su mayor secreto. Él era, de hecho, parte de una célula dormida que se activó después de la Revolución de los Jazmines de 2011. En diciembre pasado, le dijo a su familia que tenía que ir a trabajar por unos meses cerca de Sfax, Túnez. Los funcionarios piensan que fue entonces que Labidi entrenó durante cinco meses en un campo militar de Libia. El 18 de marzo, Labidi fue a la mezquita y dijo sus oraciones matutinas; se detuvo a comprar una botella de leche y un poco de pan fresco para desayunar. “Hasta el último momento, cuando salimos aquella mañana, él actuó normalmente”, afirma su hermana. Comió con su familia y charló con su hermana acerca del trabajo, y se despidió de su madre con un beso. Se llevó una mochila deportiva y dijo que iba a unos baños turcos. En lugar de ello, fue a masacrar turistas.
“Mi hijo fue víctima de un lavado de cerebro”, manifiesta su madre.
Ghazi Mirabet es un abogado que ha representado a varios denominados jóvenes normales que se convierten en yihadistas que combaten en Siria. “Siempre comienza en una mezquita,” afirma.
Entre los antiguos clientes de Mirabet se encuentra un famoso rapero llamado Emino, que actualmente es un miembro prominente del Estado Islámico que publica en Facebook. Emino proviene de una familia bien educada y de clase media, su madre es servidora pública del gobierno tunecino. No ha hecho contacto con su madre ni con su abogado desde que se fue a Siria. “Primero cantaba sobre sexo y drogas”, dice Mirabet. “Luego fue a prisión por posesión de mariguana. En prisión, poco a poco, se volvió más religioso. Dejó de rapear. Dejó de afeitarse. Se dejó crecer la barba. Pasó más tiempo en la mezquita. Luego, un día, fue adoctrinado.” El proceso completo para crear a un yihadista tomó entre seis y nueve meses señala Mirabet. “Terrible, ¿no?”