Fue construida en la década de 1920 al
estilo de las misiones españolas, coronada con uno de esos techos de tejas de
arcilla rojas tan populares en el sur de Florida por entonces. Los católicos
pusieron sus cimientos a unos cuantos pasos del afamado Biltmore
(inspirado en la Giralda, la torre de la Catedral de Sevilla en España) y
nombraron su iglesia en honor de Santa Teresa de Lisieux, también conocida como
“la Pequeña Flor”. Por estos días, Coral Gables es en su mayoría
cubano-estadounidense, me dice el pastor de la Iglesia de la Pequeña Flor, el
reverendo Michael W. Davis, lo cual también podría explicar por qué él se
siente tan cómodo al ser bilingüe. Al contrario de muchas parroquias católicas
en EE. UU., dice Davis, la suya todavía tiene bancos llenos y “refleja una
comunidad vibrante”. Él añade alegremente que el entorno adorable de la iglesia
la convierte en una “fábrica de bodas”.
En un tono más serio, Davis me explica el
Rito de Iniciación Cristiana para Adultos (RCIA, por sus siglas en inglés), el
programa de conversión católica. Él me habla de ello porque el parroquiano más
famoso de la Pequeña Flor es un converso: Jeb Bush, el ex gobernador de Florida
que ya es publicitado como el principal candidato republicano en la próxima
contienda presidencial, asiste frecuentemente a misa con su esposa, Columba, y
su hija, Noelle. “[Él se] irá toda la semana, y aun así viene con regularidad a
la liturgia”, dice Davis.
Por supuesto, Jeb pertenece a una de las
grandes familias bien de EE. UU., una mucho más asociada con los trajes J.
Press y el tenis en Kennebunkport que con la Santa Misa. Es bien sabido que los
Bush pertenecen al ala episcopal del protestantismo, cuyos orígenes se
remontan, en parte, al rompimiento mezquino de Enrique VIII con Roma. Jeb, que
es el acrónimo de John Ellis Bush, bromeó en 2013: “Ya no soy un WASP (blanco,
anglosajón, protestante); creo que soy lo que quiera que sea un W.A.S.C.
(blanco, anglosajón, católico)”. Cuando joven, Jeb no mostró un interés por el
catolicismo, el Vaticano o alguna otra cosa excepto, tal vez, el béisbol y la
hierba. Él asistió a la Academia Phillips de Andover, como su hermano George
W., el 43º presidente de EE. UU., y jugó béisbol allí, como su padre, el 41º.
Mientras estuvo en Andover, se tomó un semestre en el extranjero, construyendo
casas para los pobres en Caracas, Venezuela, donde se enamoró rápida y
profundamente de Columba Garnica de Gallo, una estudiante mexicana de
preparatoria que también visitaba Caracas.
Se casaron cuando ella tenía 20 años y él
21; además de intercambiar votos, intercambiaron idiomas: él habló con fluidez
el español, y ella aprendió inglés. Al resto del clan Bush le tomó tiempo
acostumbrarse a tener una católica en la familia, y como sucedió a mediados de
la década de 1970 —una época de golpes de estado y juntas militares a lo largo
y ancho de Latinoamérica—, probablemente le dio algo que pensar a la familia de
Columba que su nuevo suegro fuera el director de la CIA.
Jeb y Columba vivieron en Caracas por tres
años, luego se mudaron a Miami en 1980, donde él se ganó la vida con los bienes
raíces, las inversiones y finalmente la política. La pareja asistía junta a
misa, y sus hijos fueron bautizados y confirmados, pero Jeb no se convirtió.
Esto no se debió a algún gran deseo de mantener sus lazos con la iglesia
episcopal, dicen sus amistades. Simplemente no se sintió animado a seguir el
camino de estudiar y luego pasar por los ritos para ser un católico en forma.
Eso cambió en 1996. Él tomó el RCIA, la
puerta de entrada a la conversión, en la Iglesia de la Epifanía en Miami,
cuando tenía 43 años. Jeb ha dicho que lo motivó “la fe de mi esposa. No quería
criar a nuestros hijos en un matrimonio mixto”, aunque esa explicación es un
poco desconcertante ya que los hijos de Jeb tenían 20, 19 y 13 años por esas
fechas. Él también ha reconocido que había tensiones en su matrimonio por
entonces, muchas de ellas relacionadas con su campaña de 1994 a la gubernatura.
Era la primera postulación de Jeb a un cargo público, y le pesó mucho a
Columba, a quien nunca le ha caído en gracia el papel de ser una esposa de
candidato que salude, corte listones y de discursos.
“Estás lejos de casa. Hay estrés”, dice una
persona cercana a Jeb, explicando las nubes que oscurecían el matrimonio por
entonces. Aún más, Jeb perdió esa contienda. Claro, los Bush habían conocido la
derrota al paso de las décadas, pero el fracaso de Jeb fue desalentador para él
en un año en el que tantísimos republicanos barrieron con los cargos públicos a
nivel nacional, y cuando su hermano George fue elegido gobernador de Texas a
pesar de que empezó como el menos favorito. Como mucha gente —sin importar si
son políticos—, Jeb recurrió a la religión en tiempos difíciles.
Tal vez esa depresión emocional haya sido
el catalizador para su conversión, pero Jeb pronto se hizo un católico
entusiasta que amaba los ritos y los sacramentos. Él incluso empezó a llevar un
rosario en su bolsillo —un hábito que conserva hasta este día—, pero conservó
la renuencia de su padre a hablar de su fe. “Él no es un católico de
mancuernillas”, dice Jim Towey, presidente de la Universidad Ave María, cerca
de Naples, Florida, y desde hace mucho amigo de Jeb. Con ello, él quiere decir
que Bush no lo presume. “La fe no es algo de lo que él hable mucho”, dice
Towey, quien dirigió la Oficina de Iniciativas Basadas en la Fe y la Comunidad
en la Casa Blanca de George W. Bush.
Towey, un ex abogado, dedicó su vida a
Cristo después de una misión a Calcuta para trabajar con la Madre Teresa, y él
se convirtió en el consejero de ella en EE. UU.. “Como mucha gente que se
convierte, [Jeb] siente fervor y dicha por ello”, dice él. Él recuerda que
llevó a Jeb y Columba a Tijuana para reunirse con sacerdotes que habían
trabajado con la Madre Teresa. Los visitantes fueron recibidos con una canción
en la parada de autobús, una recepción que movió algo en Bush. “Podías ver su
dicha. Se conmovió hasta las lágrimas”, dice Towey.
El camino de Jeb al catolicismo es un
ejemplo revelador de las maneras nobles y complicadas, exasperantes y
confortantes, siempre contradictorias y confusas en que la fe y la política se
cruzan en EE. UU.. A los estadounidenses les gusta decir que son pensadores
independientes y que basan sus votos en creencias y metas políticas
cuidadosamente confeccionadas, pero a menudo votan con su tribu. Son un pueblo
que va a la iglesia, pero que elige una colección variopinta de presidentes,
algunos de los cuales afirman que han sido salvados, como George W. Bush, y
algunos con un comportamiento sin duda más secular, como Barack Obama. El grupo
cada vez mayor de aspirantes presidenciales de este año es un enredo intrigante
de inconsistencias cuando se trata de la fe, muy similar al resto de EE. UU..
Así, mientras los medios de comunicación se
obsesionan con los correos electrónicos de Hillary Clinton o el pugilismo de
Ted Cruz o la barriga de Chris Christie, una de las historias más grandes de la
campaña de 2016 será cómo la fe ha cambiado a los candidatos en sí, y cómo
podría decidir cuáles de la docena o más de candidatos posibles serán
inaugurados como el siguiente presidente de EE. UU. el 20 de enero de 2017.
Considere por un momento los mensajes
desordenados y ambivalentes de ese Día de Toma de Posesión, una puesta en
escena que es tan peculiar y tan apropiada para una república que dice amar a
Dios pero prohíbe la oración organizada en sus escuelas. Es una ceremonia que
es secular, pero envuelta en referencias religiosas y simbolismos. El
presidente entrante pone sus manos sobre la Biblia —y hasta ahora sólo ha sido
un hombre y ha sido sólo una Biblia— y jura ante Dios que defenderá una
constitución que prohíbe un examen religioso para ocupar un cargo público. Es a
la par inspirador y contradictorio. Y cuando se trata de Dios y la política,
todos lo somos.
Evangelistas y cantores
La conversión al catolicismo de Jeb Bush
fue una odisea muy personal, una que millones de sus compatriotas
estadounidenses han experimentado en una iglesia u otra. La gente en EE. UU.
cambia de fe con frecuencia notable. No hay estadísticas firmes para comparar,
digamos, los índices de conversión en el siglo XIX con los de hoy, pero los
científicos sociales creen que han aumentado. Y ello es notable si acaso sólo
porque los estadounidenses han sido compradores compulsivos cuando se trata de
elegir su banco de iglesia. Piense en el aumento considerable de ese credo
excepcionalmente estadounidense que es el mormonismo, y en evangelistas
carismáticos como Aimee Semple McPherson y Billy Graham, y en las iglesias
enormes.
Según el Proyecto Religión y Vida Pública
del Centro de Investigación Pew, más de la mitad del total de estadounidenses
dejará la iglesia de su juventud en algún momento, lo cual sugiere que la
mayoría de las iglesias y los templos y las mezquitas son plataformas de
lanzamiento, no hogares permanentes. Muchos parroquianos que huyen con el
tiempo regresan a la grey, pero el Proyecto Religión y Vida Pública, en su
informe “Fe en cambio constante”, dice que alrededor de 40 por ciento de
quienes abandonan la religión en que nacieron no regresan. Y muchos se unen a
una grey que es uno de los grupos religiosos de más rápido crecimiento en EE.
UU., quienes creen en un ser superior pero no se sienten atraídos por ninguna
iglesia. Estos “ningunos” suman casi 20 por ciento de los adultos en ese país.
Para complicar más el panorama, está la
cuestión de coquetear con dos religiones. Una cantidad relativamente pequeña de
estadounidenses se identifica con más de una fe, por ejemplo: “Soy musulmán y
luterano”. Pero ello no incluye otro grupo creciente que los científicos
sociales saben que está allí pero todavía no lo han medido: los estadounidenses
que se identifican con una religión pero que también en ocasiones toman
prestadas prácticas de otra, digamos, cánticos budistas o meditación hindú.
A veces pareciera que compran iglesias
mientras empujan un carrito de Walmart. Pero también son piadosos. EE. UU.
tiene uno de los más altos índices de asistencia a la iglesia entre los países
occidentales. Alrededor de 40 por ciento de los estadounidenses reporta que asistió
a un servicio la semana pasada. Esa cifra es cercana al 15 por ciento en el
Reino Unido. Y con disculpas a ese gran sacerdote del ateísmo, Bill Maher, los
votantes estadounidenses no tienen interés por los no creyentes. Ningún ateo
jamás se ha postulado en serio a la presidencia, y sólo una de los 535 miembros
del Congreso de EE. UU. marcó su religión como “ninguna”: Kyrsten Sinema,
demócrata de Arizona. Y aun cuando muy pocos de los estadounidenses elegirían a
su cirujano o plomero basándose en su fe, esperan que sus políticos sean
religiosos. Quien saber que éstos rezan, aun cuando no pareciera importarles
tanto cómo o dónde rezan.
Harry amaba su Bourbon
Pero ¿cuánta fe es suficiente? En cuanto a
candidatos presidenciales, los estadounidenses los prefieren de todo tipo.
Harry Truman era un bautista bebedor y apostador que no hablaba mucho de su fe.
Jimmy Carter rara vez bebía, nunca apostó y era un bautista locuaz ansioso de
compartir cómo nació de nuevo a la fe. George W. Bush, un episcopal convertido
en metodista, le ha dicho a los periodistas, y contado en sus memorias, cómo
dejó de beber. “Creo que Dios ayudó a abrirme los ojos que estaban cerrándose a
causa del trago”, escribió él en Decision Points. A él lo siguió Barack Obama
en la Casa Blanca, quien habla de su fe de una manera menos emocional y más
intelectual.
Los estadounidenses no parecen tan
intolerantes como alguna vez lo fueron cuando se trata de juzgar la religión de
un candidato. El mormonismo de Mitt Romney no le impidió ser el candidato
republicano en contra de Obama la última vez. Joe Lieberman, quien es judío, no
parecía ser una carga en la planilla de Al Gore, ya que ganaron la mayoría de
los votos en la elección presidencial de 2000. Rick Santorum, un católico
conservador, encabezó las encuestas en el sur en 2012, mientras que John
Kennedy en 1960 tuvo que jurar solemnemente a los dixiecratas que no recibiría
órdenes del Vaticano.
Pero el tribalismo todavía manda en las
urnas. Entre los mormones, 80 por ciento se inclina por los republicanos, según
el Foro Pew sobre Religión y Vida Pública. Los judíos se inclinan en 65 por
ciento por los demócratas. Los ateos y agnósticos son 71 por ciento demócratas.
Los protestantes negros se inclinan 88 por ciento por los demócratas. Los evangelistas
blancos son 70 por ciento republicanos. Y aun cuando es cierto que el
catolicismo es lo bastante grande para incluir a Nancy Pelosi y John Boehner,
Bill O’Reilly y Stephen Colbert, donde rezan es a menudo un excelente indicador
de cómo votarán.
¿Aqua buda o fuego purificador?
La cosecha de candidatos presidenciales de
esta temporada refleja las muchas contradicciones de EE. UU. con respecto a la
fe. Una minoría se ha mantenido en su primera iglesia. Hillary Clinton siempre
ha sido una metodista devota; su única conversión fue de apoyar la campaña del
conservador Barry Goldwater a ser una liberal de la década de 1960 bajo el
tutelaje de su pastor suburbano de Chicago, Don Jones, quien llevó a su grupo
juvenil a oír hablar a Martin Luther King Jr. Mike Huckabee, el ex gobernador
de Arkansas y ministro, nunca se ha alejado de sus raíces bautistas; su último
libro se titula God, Guns, Grits and Gravy (Dios, armas, agallas y salsa
espesa). Santorum siempre ha sido católico; él dice a Newsweek que su fe se
fortaleció cuando estuvo en el Senado, debido a factores como el sacerdote de
su parroquia en el norte de Virginia, sus experiencias de hermandad en el Grupo
de Estudios Bíblicos en el Senado y la fe profunda de su esposa.
Ben Carson, el renombrado neurocirujano, se
adhiere a las enseñanzas de los adventistas del séptimo día, que incluyen
observar el Sabbat el sábado y una creencia literal en el creacionismo. (Él
concede que la Tierra tal vez se haya formado en seis “períodos”, pero insiste
en que sea lo que haya tardado, fue Dios y no una lucha darwiniana lo que nos
hizo lo que somos.) Carson dice que su fe se fortaleció cuando tuvo una
epifanía en su adolescencia que lo sacó de un camino que, según creyó él, lo
llevaría a la prisión y optó por uno que lo convirtió en el orgullo de la
Escuela de Medicina Johns Hopkins. (Es famoso por ser el pionero de una
operación para separar gemelos unidos en la parte posterior de la cabeza.)
“Tenía un temperamento irritable”, dice él
a Newsweek. “Pero la duda ha salido de mi vida al paso de los años. He visto
demasiadas cosas milagrosas”. Las aspiraciones presidenciales de Carson
recibieron un impulso cuando usó el Desayuno de Oración Nacional previamente
este año para criticar el Obamacare, mientras estaba a pocos metros del
presidente.
Pero el resto de los candidatos
republicanos son, como Jeb Bush, chaqueteros, al igual que muchísimos de los
votantes a los que esperan atraer. Algunos de estos cambios han sido modestos:
Rand Paul fue criado como episcopal y ahora es presbiteriano. El republicano de
inclinación libertaria tal vez sea mejor conocido por una liturgia muy
diferente y menos seria: en su postulación al Senado de 2010, Paul tuvo que
explicar un ritual universitario de novatada en el que participó en la Universidad
Baylor, uno que obligaba a los no iniciados de la hermandad NoZe (la sociedad
secreta de dicha universidad) a rezarle a un dios falso, Aqua Buda.
Otros aspirantes de 2016 han tomado
acciones más considerables, como la conversión de Jeb al catolicismo. Cruz
nació en un familia de católicos no practicantes, pero su padre, Rafael, un
exiliado cubano, renació en su fe cuando Ted era un bebé mayor. “Soy cubano,
irlandés e italiano, y aun así terminé de alguna manera como bautista sureño”,
dice Cruz, quien asistió a escuelas bautistas al crecer. Su padre ahora es un
predicador del ministerio del Fuego Purificador Internacional, fundado por los
presentadores religiosos Benny y Suzanne Hinn, y Rafael predica algo más que el
evangelio. (El mayor de los Cruz ha dicho que Obama trata de usar a la ONU para
quitarles a los estadounidenses “nuestro Dios, y nuestra arma”.)
La historia de Marco Rubio es igual de
interesante. Hijo de refugiados cubanos, el senador de Florida nació en una
familia católica, pero cuando su familia se mudó al oeste se convirtió al
mormonismo, y Rubio fue bautizado en la iglesia de los santos de los últimos
días. En su adolescencia, regresó a la grey católica, y todavía es católico
romano. Por estos días, Rubio asiste a misa, pero dado que su esposa fue criada
como bautista, también pasa parte del domingo en una iglesia cristiana
independiente cerca de Miami. Algunos podrían decir que esa segunda tanda de
iglesia disminuye el catolicismo de Rubio, pero es el tipo de fusión religiosa,
a falta de un mejor término, que muchos estadounidenses abrazan. El padre de
Scott Walker, gobernador de Wisconsin, es un predicador bautista retirado, y si
él llega a la Casa Blanca, sería el primer hijo de un predicador en residir
allí desde Woodrow Wilson en 1913. (Lo mismo aplica para Cruz.) Como muchos
estadounidenses, Walker ahora asiste a una iglesia evangelista sin
denominación.
John Kasich, gobernador republicano de
Ohio, quien cada vez más parece que se unirá a la contienda presidencial, nació
en una familia católica pero se convirtió en anglicano después de que sus
padres perecieron en un accidente de auto. Hoy, él habla abiertamente de su fe
y cómo ésta afecta su gobierno, incluso citando los evangelios para defender su
decisión —rara entre los gobernadores republicanos— de aceptar fondos del
Obamacare para ampliar el Medicaid. Cuando te encuentres con San Pedro a las
puertas del cielo, dijo Kasich a un legislador de Ohio, “probablemente él no te
preguntará mucho sobre lo que hiciste con respecto a mantener pequeño el
gobierno, sino que va a preguntarte lo que hiciste por los pobres”.
Exorcismos y becarios Rhodes
El muchacho se sentó en un clóset con la
puerta cerrada, preocupado de que sus padres lo descubrieran y se
entristecieran y enfurecieran por lo que leía. Estaba sobrecogido, en el
sentido más puro de la palabra, por las palabras impresas que tenía enfrente.
Había sido un muy buen estudiante, el orgullo de su madre y padre, quienes
emigraron de Punjab a Baton Rouge pocos meses antes de que él naciera. Pero el
suyo era un hogar indio tradicional, y el adolescente Piyush, embelesado con el
Nuevo Testamento, temía decepcionar a sus padres si lo veían dejarse llevar por
las palabras de Jesús.
Hoy, el muchacho ya no es hindú, y ya no es
conocido como Piyush. Es conocido como Bobby Jindal, gobernador de Luisiana, y
es un orgulloso católico romano. (Nacido en 1971, él tomó su apodo del hijo
menor de La tribu Brady.) Y sí, dice él, sus padres ahora lo ven bien. “Solía
pensar que había descubierto a Dios, pero creo que es más exacto decir que él
me encontró”, dijo Jindal a Newsweek. Él flirteó con iglesias protestantes de
varios tipos mientras crecía en las décadas de 1980 y 1990, pero cuando asistió
a la Universidad Brown halló una iglesia católica y se sintió cómodo. En Brown,
Jindal incluso participó en lo que se ha descrito ampliamente como un
exorcismo, aun cuando el becario Rhodes evita esa etiqueta. De cualquier
manera, esto lo convierte en el único candidato que ha reconocido el haber
participado en algo como eso. Jindal escribió sobre ello en un artículo de
1995, “Dimensiones físicas de la guerra espiritual” para la New Oxford Review.
El incidente involucró a una condiscípula, “Susan”, que había sufrido problemas
médicos y parecía tener convulsiones, pero no a la manera de Hollywood con la
cabeza girando. No obstante, Jindal y unos amigos que celebraban una reunión de
oración para ayudar a Susan sintieron que presenciaban una crisis espiritual, e
intervinieron. Él escribió:
El crucifijo tuvo un efecto tranquilizante
en Susan, y su hermana pronto fue lo bastante valiente para poner una Biblia
frente a su cara. Al principio, Susan respondió a los pasajes bíblicos con
maldiciones y blasfemias. Mezcladas con sus ataques viles había cortas y
desesperadas súplicas de ayuda.
Que Jindal no haya necesitado ocultar su
participación en una “guerra espiritual” —o que Huckabee se postule siendo
tanto un predicador como un ex gobernador— muestra que los estadounidenses se
han alejado mucho de lo que podría llamarse el problema Kennedy. En 1960, JFK
fue apenas el segundo candidato presidencial católico de un partido grande. (El
otro, Al Smith, gobernador de Nueva York, perdió ante el candidato republicano,
Herbert Hoover, en 1928.) JFK argumentó que la fe personal no tenía nada que
ver con el gobierno no sólo para sus propios propósitos —para atraer a los
votantes protestantes suspicaces de su catolicismo— sino para los de todos los
políticos. Él dijo: “Creo en un presidente cuyas opiniones religiosas son un
asunto privado”. En otras palabras, Dios es bueno en casa pero no en la
oficina.
Esa separación personal y voluntaria entre
iglesia y estado parece ser una noción anticuada. El dilema para los candidatos
de hoy día es decidir cuándo mucha religión es demasiada, y es claro que
todavía no se ha llegado al límite. Bush habla por la mayoría de los candidatos
cuando dice: “En lo relacionado con la toma de decisiones como un líder
público, la fe de uno debe guiarlo”. ¿Y si eres mormón o has realizado un rito
de exorcismo o asistido a dos iglesias? La mayoría de los votantes parece estar
bien con ello.
Al ver a los presidentes anteriores, no hay
un patrón, un precedente, cuando se trata de Dios y el gobierno. Muchos de los
grandes presidentes parecían seguir lo que los maestros en administración de
empresas llaman Mejores Prácticas. Thomas Jefferson asistía a la iglesia y
creía en un ser supremo, pero la mayoría de los historiadores lo ven como un
deísta que creía en Dios pero tal vez no en la divinidad de Cristo. Sea cual
fuese su inclinación o ambivalencia, Jefferson es el hombre a quien EE. UU.
puede agradecerle su libertad de culto.
Abraham Lincoln evocaba frecuentemente a
Dios cuando buscaba preservar la Unión y, luego, para acabar con la esclavitud.
Pero él nunca se unió a una iglesia, aunque rentaba un banco cuando fue
presidente. La Cámara de Representantes lo acusó en su campaña de 1846 de ser
“un mofador de la cristiandad”. Fue una acusación que Lincoln negó, a la par
que reconocía: “Es cierto que no soy miembro de alguna iglesia cristiana”. Pero
abundan las señales de su fe. Cuando esclavos liberados le presentaron una
Biblia, él declaró: “Con respecto a este gran libro, sólo puedo decir que es el
mayor regalo que Dios le ha dado al hombre”.
Ronald Reagan nació en una familia bajo la
denominación de los discípulos de Cristo y fue conocido por no asistir a la
iglesia cuando fue presidente. Pero creía en Dios, y creía que Dios creía en EE.
UU.. Él comparaba tan frecuentemente a EE. UU. con la ciudad brillante en la
colina —una frase del Sermón de la Montaña de Jesús— que se ha vuelto un cliché
sagrado en la política estadounidense.
Jefferson, Lincoln y Reagan mostraron que
hay muchos caminos hacia el cielo político, y que importa menos cómo se lee la
Biblia que cuán bien se usa el púlpito.