CAPÍTULO I
Ni es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes […], sino que tiempo y ocasión acontecen a todos.
Eclesiastés 9,11
Balanceándose sobre los muñones de sus piernas amputadas y empuñando una pistola negra de 9 mm con ambas manos, efectuó cuatro disparos a través de una puerta en el baño de la planta superior de su casa. Detrás de esa puerta había un pequeño cubículo con un retrete. En su interior había una persona.
Desconcertado y en estado de shock, se tambaleó hasta la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada. Segundos más tarde: «¡Dios mío! ¿Qué he hecho?».
Ensordecido por el ruido de los disparos e incapaz de oír sus propios gritos, corrió por el estrecho pasillo hasta el dormitorio, apoyándose en las paredes para no caerse. Abrió la puerta corredera que daba a la terraza y gritó: «¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda!». Junto a la cama estaban las prótesis de sus piernas. Se las puso, corrió de nuevo hacia el baño y trató de derribar la puerta, sin éxito. Lanzando unos gritos si cabe más frenéticos, volvió al dormitorio, cogió el bate de críquet que tenía por si sufría el ataque de algún intruso, se dirigió otra vez hacia el baño y golpeó con desesperada furia la puerta. Uno de los paneles de madera cedió, lo que le permitió introducir una mano para abrirla. Y allí la encontró: era su novia. Estaba acurrucada en el suelo, con la cara apoyada en el asiento del inodoro, los ojos azules sin vida. La sangre brotaba de su brazo, de su cadera y de su cabeza. No se movía, aunque él quería creer que aún respiraba. A punto de desmayarse por el hedor metálico en descomposición de las heridas, hizo un esfuerzo por agarrar su empapado y resbaladizo cuerpo y lo levantó del asiento del inodoro; poniéndole una mano en la cabeza, que rezumaba sangre, la tumbó en el suelo de mármol blanco, llorando, gritando y suplicando a Dios que la dejara vivir. Cogió una toalla y se arrodilló junto a ella, tratando de detener en vano la sangre que manaba de la herida de la cadera. Gritando desesperadamente, se quedó mirando el cráneo destrozado y los ojos sin vida mientras se imponía la realidad de que ni siquiera Dios sería capaz de reparar el impacto de la bala en el cerebro y de que nada podría cambiar la irreversible inmensidad de aquel horror.
La fecha era el 14 de febrero de 2013, día de San Valentín. La hora en que se efectuaron los disparos, entre las 3.12 y las 3.14 de la madrugada. El lugar, su casa, en Silver Woods Estate, un complejo residencial altamente vigilado, situado en un barrio residencial del este de Pretoria, la capital administrativa de Sudáfrica. Él, Oscar Pistorius, Blade Runner: a los veintiséis años, un atleta mundialmente famoso, el primer corredor discapacitado en competir en unos Juegos Olímpicos, «el hombre sin piernas más rápido del mundo». Su víctima, Reeva Steenkamp, una modelo de veintinueve años y aspirante a estrella de un reality show de la televisión, una desconocida fuera de Sudáfrica a la que él, después de su muerte, lanzó a la fama mundial.
A las 3.19 de la madrugada hizo la primera llamada de teléfono a su vecino y amigo Johan Stander, el administrador de Silver Woods. Los registros telefónicos mostrarían más tarde que la llamada duró veinticuatro segundos.
—¡Johan, por favor, por favor, ven a mi casa! —exclamó—. He disparado a Reeva. Pensé que era un intruso. Por favor, por favor, por favor, ven enseguida.
Luego llamó a urgencias, pero le dijeron que debería ser él mismo quien intentara llevarla al hospital. Y finalmente llamó a los guardias de seguridad del complejo. Realizó esas tres llamadas en un espacio de cinco minutos.
Haciendo un inmenso esfuerzo, gimiendo, sollozando y jadeando, levantó el cuerpo empapado. Lo sacó del baño y luego lo llevó por el pasillo hasta las escaleras de mármol gris; la cabeza colgaba lánguidamente sobre el hombro izquierdo. La pistola que había disparado no tenía balas normales en el tambor. De haber sido así, puede que ella hubiese sobrevivido. Pero había utilizado balas dum-dum, que, en vez de penetrar simplemente en el objetivo, se expandían con el impacto.
Cuando estaba a mitad de las escaleras, con su novia muerta o moribunda en brazos, un guardia de seguridad, Pieter Baba, entró por la puerta principal, seguido momentos después por Stander y por la hija mayor de este, Clarice. También los acompañaba Frankie Chiziweni, un joven de Malaui que vivía en la casa, en la planta de abajo, y que trabajaba para Pistorius como jardinero y empleado doméstico.
A través de las lágrimas vio cómo, cubriéndose la cara con las manos para sofocar sus gritos, lo miraban. Les chilló, pidiendo ayuda, pero durante un momento se quedaron clavados donde estaban, negándose a creer lo que veían sus ojos. Pero sí, se trataba de Oscar Pistorius, el héroe nacional, su amable y atento amigo. Y la mujer era Reeva, la sonriente y encantadora modelo a quien los cuatro habían visto en el complejo a lo largo de los últimos meses. Llevaba una camiseta y unos pantalones cortos; sus largas piernas colgaban de los brazos de Pistorius, que solo llevaba unos brillantes pantalones de baloncesto que le llegaban hasta las rodillas y cubrían la parte superior de sus prótesis de color carne, con sus pantorrillas, pies y dedos de los pies de plástico. Detrás de él, la sangre se derramaba por las escaleras y le corría por la espalda. Ella tenía regueros de sangre en la ropa, en el apelmazado pelo rubio, en los pantalones, en las piernas, en el torso y en los hombros desnudos.
Stander, el mayor de los cuatro, fue el primero en serenarse. Le dijo a Pistorius que había una ambulancia en camino y lo instó a tumbar a Reeva sobre la alfombra del salón, junto al sofá, cerca de la entrada. Él se arrodilló, la dejó delicadamente en el suelo y, mientras examinaba su magullado rostro en busca de algún signo de vida, dijo a gritos que quería esa ambulancia ahora mismo. Colocó un dedo entre sus labios, tratando de obligarla a abrir la boca, como si eso fuera a conseguir que respirara.
Con la otra mano cubrió la herida de la cadera derecha, machacada, donde la hemorragia era más fuerte. Los gestos eran tan inútiles como desesperados. No había ninguna señal de que respirara, y la hemorragia no se detenía. Clarice Stander colocó una toalla en la cadera de Reeva y le preguntó a Pistorius si tenía alguna cuerda o cinta adhesiva para detener la hemorragia de la tercera herida, en el brazo izquierdo, uniéndose a él en el frenético y pretendido esfuerzo de que podían hacer algo, lo que fuera, para devolverla a la vida. Habían transcurrido diez minutos desde que había efectuado los disparos. Reeva tenía los ojos cerrados y no emitía ningún sonido. Él colocó un dedo en su muñeca, buscando el pulso, aunque sin éxito.
—Por favor, Dios mío, deja que viva. ¡No debe morir! —suplicó—. Quédate conmigo, amor mío. ¡Quédate conmigo! Dos minutos más tarde, un quinto testigo entró en la casa.
Era Johan Stipp, un médico que vivía a 72 metros de distancia y al que había despertado el ruido de los disparos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el médico.
—Le he disparado. Pensé que era un ladrón y le he disparado —gritó él, sin apartar los dedos de la boca de Reeva, intentando que separara los apretados dientes.
El doctor Stipp, un radiólogo, no era ningún experto en urgencias, pero aun así examinó a Reeva buscando algún signo de vida, aunque, tras comprobar que la parte superior del cráneo se había agrietado, dejando filtrar el tejido cerebral, no esperaba encontrar ninguno. Le examinó la muñeca, pero no tenía pulso. Le levantó el párpado derecho: no había contracción en la pupila. Estaba clínicamente muerta; había sufrido heridas letales.
A las 3.43 llegó la ambulancia. Dos paramédicos entraron en la casa y confirmaron el diagnóstico del doctor Stipp, certificando la defunción.