LOS ÁNGELES,California.— Mercedes Moreno sonríe todo el tiempo. No es una sonrisa animosa o alegre.
Es una sonrisa tranquila, paciente; nada parece alterarla. Por momentos disminuye un poco, pero el rictus en los labios permanece. Sin importar lo que escuche, los ojos de Mercedes no se humedecen; como si un día, nomás así, hubiera dejado de llorar.
Hace veinticuatro años, en 1991, José Leónidas Moreno, su hijo, desapareció. Originario de El Salvador, al igual que el resto de la familia, José Leónidas vivía en el estado de Colorado, donde fue detenido sin documentos y deportado a su país de origen. En el camino de vuelta, en algún punto entre México y Guatemala, no se volvió a saber de él.
Desde entonces, Mercedes, quien vive en California, recorre los caminos de ida y vuelta llevando en el pecho la foto de su hijo. Un José Leónidas veinteañero y flaco sonríe desde el cartel que abajo dice “45 años”. El número cinco está tachado y, sobrepuesto con plumón, un número seis: José Leónidas, dice Mercedes, ya cumplió 46.
Sosteniendo el cartel de fondo amarillo, parada en un extremo del auditorio Sequoia, en la Universidad del Estado de California, Northridge (CSUN), la mujer escucha. Un joven moreno, ojos achinados, chamarra roja con la leyenda “Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos”, relata lo ocurrido la noche del 26 de septiembre en Iguala, Guerrero. Mercedes parpadea, la sonrisa inmóvil.
“‘¿Ustedes son los ayotzinapos? ¿No que muy cabrones? Así como tienen huevos para hacer sus desmadres, ténganlos para enfrentarnos’, nos dijeron. ¿Y qué podíamos hacer nosotros, si ellos traían las armas?”, se pregunta el joven de gesto tan severo como lo permiten sus diecinueve años de edad.
“Nos dijeron que les diéramos nuestros nombres, ‘pero los nombres reales, los de verdad, si no [a ustedes] nunca los van a encontrar’.”
Las trescientas cincuenta personas que abarrotan el auditorio de doscientas butacas guardan un silencio sobrecogedor. A Mercedes, es claro, ya nada le sorprende.
La lucha eterna
Es jueves, es 19 de marzo, y es casi primavera. Los Ángeles está plena de sol y flores; parece sumarse a la bienvenida. Al aeropuerto de esta ciudad llegan hoy dos de los cinco integrantes de la #Caravana43EEUU, el grupo de padres de los cuarenta y tres estudiantes normalistas de Ayotzinapa desaparecidos en Guerrero. Divididos en tres contingentes, recorrerán el país para hablar de sus hijos, para contar la historia que, aseguran, los medios no dicen. Con los padres, las madres, el tío, viaja Ángel de la Cruz Ayala, el joven de diecinueve años que sobrevivió a lo que hoy se conoce como “la noche de Iguala”.
“‘Bienvenidos a lo que no tiene inicio. Bienvenidos a lo que no tiene fin. Bienvenidos a la lucha eterna, a ser mejores día con día. Algunos lo llaman necedad; nosotros lo llamamos esperanza’. Estas son las palabras que les decimos el primer día de clases a todos los que llegan a estudiar a la Escuela Normal Rural Isidro Raúl Burgos”, dice Ángel al iniciar su exposición ante el auditorio a reventar de CSUN.
“Soy originario de Acapulco, Guerrero, y sobreviviente de los hechos que se registraron el 26 y 27 de septiembre de 2014. Antes de irme a la Normal quería estudiar en la Escuela de Medicina de la Universidad de Guerrero, en Acapulco, pero mi familia tiene muchos problemas económicos. Entonces decidí inscribirme en la Escuela Normal de Ayotzinapa.”
Desde el mediodía empezó a llegar la gente para asistir a la conferencia, programada a las dos de la tarde. Los pasillos, las escaleras, están llenos; aun así, todavía hay doscientas personas esperando afuera. Los organizadores deciden dividir el tiempo de la visita en dos; a cierta hora saldrá el primer grupo para que el segundo entre a escuchar a los visitantes.
“Como estudiantes de Ayotzinapa somos llamados vándalos, guerrilleros”, continúa el joven. “Algunas personas dicen que somos lo peor, pero son personas que desconocen las condiciones en las que vivimos y las razones por las que luchamos. Porque mientras haya pobreza, la escuela de Ayotzinapa tendrá aún más razón de existir.”
El relato avanza lento debido a las pausas que debe hacer Ángel para permitir que una intérprete traduzca al inglés. Sin embargo, la mayoría de quienes están en el auditorio entienden casi todo: emiten expresiones de rabia, de angustia, o a veces una risita ante un chiste sarcástico del narrador. Ángel se desespera, quiere contar la historia de corrido; cuando no ha pasado media hora, deja de utilizar el micrófono. “Es que en mi escuela nos enseñan a hablar sin esto”, dice.
Ángel cuenta una historia de autobuses tomados para “botear” —to pass the hat, traduce elocuente una persona del público—, de patrullas que llegan a detener los autobuses, de policías municipales que no son municipales “porque los municipales ya sabemos cómo son, chaparros y gordos, y estos no; estaban en forma y usaban tácticas y equipo militar”. Ángel habla de un camión en huida y de otro que no pudo huir; de un grupo, su grupo, regresando a buscar a sus compañeros. De abrir la puerta del camión solo para encontrar charcos de sangre; de saber que a uno de los suyos le dispararon a quemarropa. “¿Saben por qué lo sabemos? Porque en el cristal encontramos pedacitos de carne, de piel fresca.”
La “verdad histórica”, la que habla de cenizas y quemados, dice, no coincide con las declaraciones que les tomó ese día la policía ministerial.
Ángel habla de una noche larga, de correr hacia el monte, de esconderse en una clínica; de policías gritando: “¿Ustedes son los ayotzinapos? ¿No que muy cabrones”. Habla de sus compañeros: cuarenta y tres desaparecidos. Cuarenta y tres. Que no están muertos, ni secuestrados, ni quemados, ni presos. Cuarenta y tres desaparecidos.
Otros desaparecidos
“Quiero agradecer a los compañeros por hacerme un espacio para compartir mi historia. En Juárez, aunque les parezca increíble, hay un número para reportar un coche perdido, pero no hay un número, o un lugar a dónde ir para pedir ayuda cuando te arrebatan a una de tus hijas. Mi hija tiene seis años desaparecida, tenía solo trece años de edad cuando desapareció en Ciudad Juárez. Seis años que he gritado a las autoridades, seis años de que estoy desesperada. No soy la única que tiene este problema, somos muchas madres en Ciudad Juárez.”
Karla Castañeda es el rostro de su hija. De estatura y complexión medianas, pelo teñido de rubio, mirada endurecida, su cuerpo va cubierto por una manta del doble de su altura con un hoyo al centro. Karla saca la cabeza por el hoyo y la manta la cubre al frente y por detrás; sobre la manta, en blanco y negro con fondo rosa brillante, el rostro enorme de Cinthia Jocabeth: nació el 20 de octubre de 1995. Edad: trece años. Estatura: 1.50. Complexión: delgada. Color de piel: blanca.
Karla sostiene el micrófono mientras sus ojos desesperados recorren las butacas del auditorio. A unos pasos de ella, Ángel observa. Junto a él, Cruz Bautista, tío de Benjamín Asencio Bautista, uno de los cuarenta y tres, mantiene la mirada en el piso. “Por buscar a mi hija el gobierno me manda matar”, dice Karla. “Tengo que salir huyendo de Juárez con cuatro menores de edad que son mis hijos; ahora vivo aquí”, agrega incrédula, casi para convencerse a sí misma. “Pero aunque esté acá, no me van a detener las autoridades; voy a seguir buscando a mi hija”, remata.
En los menos de diez minutos que dura su intervención, esta madre dice a los estudiantes, a los maestros, a los activistas que hoy están aquí, que la #Caravana43 no ha venido a Estados Unidos para contar lo que es tener un familiar desaparecido; han venido a dar voz a los cientos, los miles de familiares de desaparecidos que, de este lado de la frontera, no habían sido escuchados.
“El gobierno somos nosotros, somos los mexicanos, son ustedes. No se me hace justo que haya tenido que pasar lo de los estudiantes para que el pueblo empezara a reaccionar a lo que está pasando”, Karla se detiene un poco ante un temblor de ira; traga saliva. “El pueblo tiene miedo, pero más miedo debe tener de quedarse callado y no hacer nada. ¿Qué esperan, que les pase a ustedes para que empiecen a apoyar la lucha en la que estamos?”
Era la década de 1980 y el rostro de Los Ángeles estaba por cambiar. Con las guerras civiles ocurriendo en Guatemala, Nicaragua y El Salvador, el número de migrantes que llegaban al sur de California aumentaba, pero el motivo de la migración era distinto; si en el pasado era para buscar una vida mejor, ahora era simplemente para salvar la vida. Y en esa coyuntura nació Carecen.
El Centro de Refugiados Centroamericanos, que años después cambiaría su nombre por Centro de Recursos Centroamericanos (Carecen), fue creado para proteger los derechos de estos migrantes que llegaban a iniciar otra vida, y para brindarles asesoría legal. Hoy el Centro es una importante organización que lucha por los derechos de la comunidad latina en Estados Unidos y que realiza un lobby importante en Washington. Sus instalaciones aún se encuentran en la calle Séptima: una construcción de ladrillo con paredes cubiertas por murales en pleno corazón angelino.
Es sábado y oficialmente ha llegado el cambio de estación. El sol baña la mitad del patio trasero de Carecen; la otra mitad goza de la sombra que brinda el edificio de tres pisos de techos altos. Un centenar de personas se ha dado cita para recibir la caravana, a la que hoy se han sumado Blanca Nava Vélez, madre de Jorge Álvarez Nava; Estanislao Mendoza Chocolate, padre de Miguel Ángel Mendoza Zacarías, y Josimar de la Cruz Ayala, hermano de Ángel.
Tras una ceremonia en la que los asistentes se toman de las manos, y después de decir unas palabras en lenguas indígenas, los padres comparten sus testimonios. Empieza Blanca: “Jorge no está desaparecido”, dice; “lo tiene el gobierno. En las noches nos ponemos a estar pensando”, dice: “¿cómo estará mi hijo, le darán de comer, estará pasando frío? Los padres de los 43 no tenemos descanso”, dice; “por un hijo uno deja todo”.
Cruz Bautista, el tío de Benjamín, habla de nuevas tecnologías. “Existen los mecanismos para rastrear los teléfonos celulares que traían los muchachos”, dice. “A los muchachos se les está buscando con vida”, dice. Y dice también que los rebeldes no ocasionan los problemas del mundo; que los problemas del mundo ocasionan a los rebeldes.
Frente a Cruz se encuentra la foto enorme de su sobrino Benjamín. La misma mirada triste. Igualita.
Toca el turno a Estanislao Mendoza. “Ellos son unos niños todavía, y como cualquier niño que está en su primer año de escuela, que acaba de entrar, no sabían bien cómo estaba el asunto”, dice. “Yo soy campesino. Mi hijo se fue ahí porque yo no tengo dinero para estarlo metiendo en otras escuelas”, dice. A Miguel Ángel lo vio el 18 de septiembre. El gobierno les dice que lo superen porque están muertos. “Eso no es cierto”, dice.
Estanislao Mendoza Chocolate dice que su hijo no está muerto.
Cuando llega el momento de pasar el micrófono a los asistentes, no hay preguntas, solo testimonios. A Belén Ascensión le desaparecieron un hermano en Tamaulipas hace cuatro años. Al hermano de Nancy Cisneros también lo desaparecieron, pero en Jalisco, hace año y medio. Hasta ahí llega Karla con el rostro de su hija cubriéndole los pasos. Hasta ahí llega Mercedes Moreno con su sonrisa y la sonrisa de su hijo de cuarenta y cinco… no, cuarenta y seis años de edad, desaparecido hace veinticuatro. Mercedes se acerca a la madre de Jorge y le dice que desde hoy Jorge también es su hijo. Se abrazan.
Nancy pide el micrófono, lanza un aviso: se está formando una organización de familiares de desaparecidos que viven en Los Ángeles; “Voces contra el olvido”, se llama. Son muchos, y no han sido escuchados. Gracias a la #Caravana43, hoy tienen voz.
“Si para ellos no hay respuesta, ¿usted cree que la va a haber para nosotros?”, pregunta. “Desafortunadamente tuvo que ocurrir esto; tuvieron que venir ellos para darnos un poco de luz.”