Durante la primera hora, me quedé perplejo. Las fervorosas profundidades de la segunda hora hicieron crecer mi confianza, dando en el blanco con mis disparos y enviando a los villanos al otro mundo. Para la tercera hora me sentía quizá demasiado orgulloso, y luego, finalmente, frustrado en mi empantanado rescate de un presidente nigeriano, para lo cual tenía que saltar de autobús en autobús y, por último, abordar un jeep mientras colgaba con un brazo de un autobús a toda velocidad. Resultó que luchar contra el mal es una empresa agotadora, especialmente para las retinas y los pulgares.
Entonces llegó el anochecer, y, abajo, las multitudes cotidianas del bajo Manhattan descendían por pasillos laberínticos hacia las estaciones del metro. Pronto me reuniría con ellos, pues mi esposa e hija me esperaban en mi vieja y tranquila casa de piedra rojiza en Brooklyn. Lo que ellas no sabían era que, horas antes, yo, como el soldado raso Jack Mitchell, me había alistado en la Infantería de Marina y, después de una sangrienta misión en Corea del Sur, me había convertido en un mercenario que trabajaba para Atlas Corporation, ese rentable rayo del sol democrático. Ni siquiera había tenido tiempo de comer.
La mañana siguiente, llegué temprano a las oficinas de Newsweek; la sala de redacción aún reposaba bajo un manto matutino prefluorescente. En su mayor parte, las oficinas permanecerían vacías ese día, porque era el Día de los Veteranos, y como saben todos los periodistas, las noticias tienen una curiosa forma de desacelerarse en los días feriados. Yo, mientras tanto, rendiría tributo a los hombres y mujeres en uniforme, fingiendo ser uno de ellos; un soldado que trabaja para una organización parecida a Blackwater que combate a un sindicato terrorista denominado KVA, dirigido por un checheno llamado Joseph Chkheidze, que se hace llamar Hades (su nombre me suena más georgiano que checheno, pero, vamos, este detalle es poca cosa). Hades es muy dado a hacer declaraciones como, “La tecnología es un cáncer”. Le concedo a Hades el sentimiento, mientras él me conceda la ironía, ya que es la magia tecnológica de Sledgehammer Games la que otorga una vida escalofriantemente realista a buenos y malos en Call of Duty: Advanced Warfare.
En su lanzamiento para Xbox, PlayStation y otras plataformas a principios de este mes, Advanced Warfare es el onceavo juego de la franquicia de COD, que empezó en la Segunda Guerra Mundial, pasó después a la guerra moderna y a las “operaciones encubiertas”, y que en los juegos posteriores llegó a reflejar el caos de los asuntos mundiales en la segunda mitad del siglo XX y las primeras décadas del XXI. De acuerdo con The New York Times, se han vendido 190 millones de copias de los juegos de Call of Duty en todo el mundo, generando ganancias de más de $1000 millones. Eso me indica que todos tenemos una sed de sangre profundamente arraigada. Quizá nos cueste admitirlo, pero nos encanta expresarlo mientras nadie salga lastimado.
Advanced Warfare se desarrolla en 2054, un futuro imaginario que hace que 2014 parezca una época tranquila y pastoril. Fuera de las inmaculadas oficinas centrales de Atlas Corporation, todo parece haber sido bombardeado. Los carriles para bicicletas han desaparecido de la civilización occidental, al igual que los mercados de productos de granja orgánicos y los gastropubs. Podemos agradecer a KVA por eso. En el juego aparecen soldados casi biónicos por el exceso de tecnología injertada en sus cuerpos: un poco como RoboCop, pero mucho más flexibles, y sin la ridícula visera. En un momento dado, mi equipo realizó labores de vigilancia con aviones no tripulados que imitan a insectos (lo cual, de hecho, no dista mucho de la realidad). Otros aviones teledirigidos, los cuales piloté, son más grandes y más mortales, pues permiten atacar a los malvados desde arriba. La profusión de sofisticado armamento haría que incluso Wayne LaPierre lo pensara dos veces antes de defender la Segunda Enmienda, que da a la gente el derecho a portar armas. Sin embargo, hay algo que no ha cambiado: Detroit todavía es un desorden. Supongo que los agricultores hipstersno lograron salvar Motown después de todo.
Aquí viene una granada de un descargo de responsabilidad: no sé nada de videojuegos. De hecho, sé menos que nada. Jugué Grand Theft Auto una vez, en el departamento de un novelista que, en las épocas más prometedoras, había sido comparado con Toni Morrison por Michiko Kakutani del Times. Su interés en el juego me pareció desconcertante y contraproducente, mientras que el juego mismo, con sus alcahuetes, sus prostitutas, sus adictos al crack y sus pandilleros, me parecía innecesariamente lujurioso e innecesariamente complicado, completamente carente de un núcleo moral (la misma acusación que Tolstoy le hizo a Shakespeare, cuyas tragedias menores tienen una calidad descabellada, semejante a GTA). Extrañaba los días de Duck Hunt; estoy convencido de que en este juego se basan todos los demás juegos de disparos en primera persona: el abierto regodeo en la fantasía de matar cosas vivientes, sean patos reales, terroristas o heroinómanos habladores que merodean por Venice Beach. La misma fantasía había impulsado mi adoración, ligeramente más madura, por Wolfenstein 3D y Doom, ambos clásicos de comienzos de la década de 1990, que se combinaban perfectamente con la música de Rage Against the Machine y una intoxicación de azúcar inducida por caramelos Twizzler. Uno seguía matando y disparando hasta satisfacer una sed de sangre que ni siquiera sabía que tenía, una sed de sangre antigua e indescriptible, la sed de sangre de los homínidos semierguidos que luchaban en las antiguas llanuras, blandiendo garrotes y regocijándose al ver cerebros desparramados y chorros de sangre. Nada era tan emocionante como el siguiente nivel, la última vida, el último fragmento de munición, que podía llevarnos a un nivel más avanzado, a la iluminación, a la redención, a la victoria.
El último juego que jugué seriamente fue GoldenEye 007, que me hizo buena compañía (demasiado buena, probablemente) durante el miasma cervecero de mis primeros años en la universidad. Pero una vez que tomé un poco más en serio la escuela, eché a James Bond de mi sucia habitación en la residencia de estudiantes y no volví a jugar ningún videojuego durante la siguiente década y media, con excepción de la muy ocasional y muy irónica sesión de Big Buck Hunter en algún bar de Brooklyn con paneles de madera mientras la música de Franz Ferdinand sonaba demasiado fuerte, y el mencionado episodio en el departamento del novelista, quien no estuvo a la altura de las promesas de sus primeros trabajos y que actualmente se escabulle por South Beach, robando a los distribuidores de drogas y asaltando sitios de cobro de cheques, acumulando puntos en GTA mientras pierde premios Pulitzer y así por el estilo.
Pero la gran cultura no ha compartido mi indiferencia por los videojuegos. Por decir lo menos, los videojuegos se han vuelto cada vez más relevantes: no han llegado a ser gran arte, pero es claro que son alguna clase de arte. Presentar argumentos a favor de la relevancia de este medio ya no es trabajo solo de teóricos desconocidos en departamentos de estudios digitales deseosos de atraer la atención de sus colegas más ecuánimes. Si las porquerías de Matthew Barney merecen ser expuestas en el Museo Guggenheim, entonces estoy dispuesto a considerar el valor intelectual de Halo. En 2012, el Museo Smithsoniano de Arte Estadounidense organizó una exposición denominada “El arte de los videojuegos”. El organizador de la exhibición, Chris Melissinos, sugirió que los videojuegos son una forma de arte superior a la literatura: “En los libros, todo es colocado frente a usted. No hay nada que descubrir. Los videojuegos son las únicas formas de expresión artística que permiten que la voz autorizada del autor siga siendo verdadera, mientras permite que el observador explore y experimente”.
Bueno, pienso que hay mucho misterio, por ejemplo, en El espía que surgió del frío de John le Carré o en La historia secreta, de Donna Tartt, pero sabía que finalmente había llegado la hora de apretar el joystick otra vez. Escogí Call of Duty: Advanced Warfare porque, francamente, era lo más nuevo y más brillante del otoño, pero también porque los juegos de tiros en primera persona siguen siendo la experiencia de juego más primigenia, pues dan acceso a la más tabú de todas las actividades humanas. No me malinterpreten, me gusta la planificación urbana y el básquetbol profesional. Sin embargo, estas son esferas relativamente accesibles en el mundo diario: es posible que nunca juegue con los Knicks (otra vez, qué tiempos aquellos…), Pero puedo verlos jugar a 15 metros de distancia en el Madison Square Garden, si me llega el impulso masoquista. Y después de un rato, SimCity comienza a parecer un ejercicio de la escuela de postgrado. Quiero decir, ¿acaso nuestras fantasías se han vuelto tan ordinarias que la construcción de estaciones de transferencia de desperdicios puede parecernos emocionante?… Pero ¿rechazar a un grupo terrorista totalmente empeñado en destruir Seattle con un arma nuclear? Eso no se puede obtener en ningún otro lugar, así que uno juega.
Oh, pobre Seattle. Después de todo, no logramos salvarte totalmente, pero los tiros resueltamente cinemáticos de nuestros helicópteros que bajan en picada a través de la luz ámbar de Puget Sound, hacia las humeantes torres de enfriamiento de una central nuclear, proporcionan un tipo especial de emoción relacionado con un sentido de responsabilidad. Usted cumple una misión, y es una especie de misionero, aunque no exactamente pacífico. Usted ha sido llamado. Y cuando su jefe es Kevin Spacey (quien hace la voz del silenciosamente escalofriante Jonathan Irons, el jefe de Atlas, el padre de uno de sus compañeros marinos caídos en la campaña surcoreana), usted no desea decepcionarlo. Lo que constituye realmente el núcleo de estos juegos de disparos en primera persona es un incentivo moral, una vocación de salvar a Estados Unidos, o a todo el mundo libre, no solo robarse de forma egoísta un kilo de cocaína, como en Grand Theft Auto. Cuando juega Call of Duty, usted está en poder de las famosas palabras de Shakespeare, según fueron pronunciadas por Enrique V: “Una vez más en la brecha, queridos amigos, una vez más”.
Y a la brecha fui gustosamente. Dado que Advanced Warfare nos dirige de objetivo a objetivo con sutiles recordatorios de a dónde ir y qué hacer, un principiante como yo puede aprender a jugar con relativa facilidad (yo probé únicamente el modo de un solo jugador, aunque también está disponible el modo para varios jugadores). Aunque hay una gran cantidad de armas y artilugios sofisticados que se pueden usar al servicio de la promulgación de la libertad, me negué a usar el enfoque “nerd” en el juego. Yo solo quería ser el soldado que explora las ruinas de Detroit, que corre a toda velocidad por una autopista en Nairobi, que pasea por una Seúl destrozada por la guerra (el juego empieza con una invasión a Corea del Sur por parte de su estrambótico vecino del norte), que le dispara a los malos justo como alguna vez le había disparado a los patos. Pow, pow. Oh, sí.
Algunos han culpado a los juegos de disparos en primera persona de la proliferación de tiroteos en las escuelas, y puede haber efectivamente algunas mentes perturbadas para las que Call of Duty (el llamado del deber) podría servir como un llamado a algo más siniestro. Pero tales mentes necesitan una salvación que va más allá de desenchufar un Xbox. Los juegos violentos son una excusa conveniente, pero probablemente no muy precisa. Por lo menos, no producirá en los adultos maduros mucho más que una deficiencia de vitamina D. Y siempre es posible tomar una pastilla para esto.
Para mí, Call of Duty resultó ser catártico. No, no en la forma aristotélica clásica, sino como un medio válido de liberarme de las molestias en pequeña escala que se acumulan durante la vida cotidiana: una especie de enema de la corteza prefrontal, una liberación de todos los asirios a partir del momento en que usted pone un pie en un abarrotado tren Q y alguien desdobla un arrugado ejemplar del New York Times directamente frente a su somnolienta cara. De hecho, hay opiniones serias de que estos juegos de realidad virtual se pueden utilizar para tratar el trastorno de estrés postraumático. También se han explorado otros usos terapéuticos para los videojuegos.
Así que es posible que Call of Duty sea bueno para usted después de todo, como las clases de spinning y la col rizada. Y aunque el juego puede desestimarse fácilmente como una distracción juvenil, Advanced Warfare presenta una visión del mundo que es significativamente más cuerda que el más reciente ejercicio de Oliver Stone de paranoia con unos cuantos datos (o “historia”, como él mismo la llama). El juego nos sumerge en un mundo que es, al mismo tiempo, completamente ficticio y completamente real; plantea dilemas morales y, lo mejor de todo, mantiene su atención. Demonios, fue divertido mientras duró, aun si mis globos oculares estaban a punto de salirse de sus órbitas después de jugar durante dos días seguidos. Y cuando usted ha terminado, el juego lo hace volver nuevamente al mundo, el mundo sin cañones sónicos o armas biónicas; es decir, sin cañones sónicos o armas biónicas fácilmente disponibles para su uso. Un mundo donde Kevin Spacey es solo un vil influyente de Capitol Hill, y no el comandante del ejército privado más grande del mundo. Menos mal que así es.