El modelo que México ha seguido para regular las relaciones jurídicas que se establecen entre empresarios y consumidores, es decir, las relaciones de consumo (business to consumer), es el de una ley federal que sustrae la materia de la competencia de los estados y, a la vez, posee pretensiones de generalidad en la medida que aplica a todos los sectores de la economía.
En relación con su primer aspecto, la Ley Federal de Protección al Consumidor (LFPC) encuentra su origen en la Constitución con un marco de facultades expresas para los funcionarios federales al preverse en el artículo 28 (el mismo que establece la política económica de libre mercado, competencia, prohibición de monopolios, concentraciones indebidas, etcétera) un mandato al legislador para emitir una ley que proteja a los consumidores y propicie su organización para el mejor cuidado de sus intereses, junto con la facultad del Congreso de la Unión para legislar en materia de comercio prevista en el artículo 73, fracción X.
Respecto a su carácter “general”, la LFPC es una ley transversal de todos los ámbitos de la economía nacional. Debe ser aplicada (pues es irrenunciable y no admite pacto en contrario) para regular las relaciones de consumo y resolver las tensiones que se produzcan cuando el empresario, comerciante o proveedor sea una tortillería o una panadería o se esté frente a un contrato de telecomunicaciones o a uno de transporte público de pasajeros con una aerolínea.
La jurisprudencia del Poder Judicial de la Federación, tanto de la Suprema Corte como de los Tribunales Colegiados, es uniforme y concluyente con los rasgos a que he hecho referencia. Por un lado, no queda duda de su carácter federal ni que se aplica a todos los sectores económicos salvo los expresamente excluidos, como acontece con los servicios financieros que son objeto de otra ley federal que tutela ese ámbito especial de usuarios.
Cabe cuestionar si el marco jurídico satisface, aquí y ahora, el imperativo constitucional de lograr el mejor cuidado de los intereses de los consumidores, sobre la base de que si al Estado le corresponde la rectoría económica (artículo 25 CPEUM) debe hacer una constante evaluación respecto a esa consecución. No podemos dar por sentado que por tener una ley vigente debemos tenerla para siempre.
Debe examinarse con objetividad si está cumpliendo con su finalidad constitucional. Una posibilidad es hacer un análisis costo-beneficio respecto de la LFPC (aunque de manera retrospectiva). Dicha prueba costo-beneficio es la que se practica por la COFEMER cotidianamente para valorar si las Normas Oficiales Mexicanas, lineamientos o disposiciones que las dependencias de la administración emiten van a producir mayores beneficios que costos, vaya, que van a resolver eficientemente un problema.
Lo que propongo es que, por tratarse la LFPC de un acto material y formalmente legislativo, sea en esa sede en la que la prueba aludida se lleve a cabo retrospectivamente para analizar si los beneficios previstos (al emitirse la ley) se están cumpliendo (ahora) pasado cierto tiempo de su vigencia, al igual que los costos pronosticados. Si tras implementarse la regulación se observa que el escenario vaticinado no se está cumpliendo y los costos superan los beneficios habría que buscar la derogación o reforma de la regulación de que se trate. Pero para que ello suceda, las instancias productoras de normas no deberían olvidarse de sus productos, sino monitorearlos periódicamente.
Y, precisamente, uno de los elementos que el legislador debería valorar de manera urgente y preferente es si la generalidad de la ley es lo más adecuado para garantizar la protección de los intereses de los consumidores, entendiendo que el legislador debe estar igualmente interesado en velar por que el mercado funcione eficientemente, sobre todo hoy que la política nacional se ha decantado por favorecer la libre competencia en el mercado. La generalidad ¿produce más beneficios que costos? La meta de las normas que tutelan al consumidor no es la de poner multas a las empresas, castigarlas ni llevarlas a la bancarrota. Si la norma propicia dichos escenarios es a todas luces ineficiente.
Encuentro algunas serias dificultades, tanto teóricas como prácticas, para regular de la manera tan general y abstracta como lo hace la LFPC respecto de situaciones contractuales que lo único que comparten es que quien las presta es un comerciante en favor de un consumidor final.
Así, el artículo 56 de la LFPC prevé el derecho del desistimiento por parte del consumidor para las ventas a distancia. Con base en él, los consumidores pueden arrepentirse, sin responsabilidad alguna, de un contrato de prestación de servicios durante el plazo de cinco días que medie entre la celebración del contrato y la prestación del servicio y la entrega material del contrato. Esta misma regla aplica para cualquier venta a distancia, sea de bienes o servicios y dentro de estos no importa qué tipo de servicio se haya contratado.
Conforme a dicha regla, un consumidor que hizo el pago del servicio contratado a distancia tiene la facultad de solicitar al empresario su cancelación, siempre que se revoque con al menos 10 días hábiles de la fecha de la prestación del servicio. Evidentemente, una regla como esta podría ocasionar serios problemas financieros a una empresa del sector de la transportación, como las aerolíneas, o a las empresas del sector turismo como a los hoteles, cruceros, etcétera, que comparten la necesidad de hacer reservaciones y, en consecuencia, verse afectados por un costo de oportunidad, pues la ley dispone que la revocación deja sin efecto la operación “debiendo el proveedor reintegrar al consumidor el precio pagado”.
La facultad de revocar un contrato perfeccionado es una excepción a la norma general de que los contratos celebrados deben ser cumplidos y al principio de que ninguno de los contratantes pueden disponer de su cumplimiento. Su razón es dual: obedece a la necesidad que tiene el consumidor de reflexionar su consentimiento por lo que se les da ese plazo (cooling off period), puesto que en las ventas a distancia, al ser celebradas fuera del establecimiento mercantil, se presume que el proveedor salió a cazar al descuidado consumidor; además, tratándose de productos, el consumidor debe poder usarlos y probarlos para corroborar la coincidencia con lo prometido vía publicidad. Es decir, medularmente es un control al engaño publicitario.
En sede de tutela del consumidor al Estado debe interesarle, antes que nada, la dignidad y el bienestar de la población. Una regla (general) como la descrita beneficia al consumidor en lo individual, pero no a los consumidores como grupo. A los consumidores nos interesa que a las empresas se les permita, en atención a sus peculiaridades, en algunos casos complejas, llevar a cabo sus actividades con un marco jurídico apropiado y diferenciado, puesto que, de lo contrario, la regla lejos de incentivar un mercado eficiente lo aniquila.