El uso de etiquetas es tan recurrente y simplón que termina siendo el primer obstáculo para el conocimiento.
La información suele ser recibida hoy día en forma tan acelerada y diversa, gracias a la tecnología y su masificación, que los individuos solemos vernos imposibilitados de seguirla punto por punto con rigor y, para procesarla debemos recurrir al uso de etiquetas: ideas simples para asignar características específicas a un ente. Que lo vuelvan más cierto y entendible.
En México, esta útil práctica suele estirarse al límite y llegar al absurdo cuando se trata de conocer y entender la realidad cívica y social. Para buena parte de la sociedad mexicana, el uso de etiquetas es tan recurrente y simplón que termina siendo el primer obstáculo para el conocimiento: antes que simplificar los factores para volverlos manejables, la etiquetadora sociedad mexicana los mete en un molde, los cristaliza y luego, ya rígidamente formados, los coloca frente a sí para hacerlos pedazos con la crítica, o resguardarlos de esta; casi nunca para aprovecharlos.
Es común, pues, conocer noticias que aluden a “un yaqui”, a “una maestra”, a “un grupo de estudiantes”, o a algún otro arquetipo cívico mexicano, aun cuando dicha condición no sea relevante para los hechos que consigna la nota. Es así como, por ejemplo, nos enteramos de que en el estado de Guerrero, México, varios individuos (que entre otras características tienen la de estudiar en una escuela normal) fueron desaparecidos por la autoridad local, mientras realizaban actividades ajenas a su condición. Sin embargo, las notas al respecto, machaconamente y por economía de caracteres, se han referido a ellos en todo momento como “estudiantes desaparecidos”. Y a partir de ahí, el lector típico ha comenzado a procesar la información tomando en cuenta esa única dimensión.
Al pasar de boca en boca, y de pantalla en pantalla, las notas sobre el tema galvanizaron la condición inicial; la convirtieron en punto de partida para el análisis, y terminaron fincando la opinión emitida sobre esa única cualidad. No importa si los individuos implicados en la nota son, también, deportistas, o delincuentes, o votantes, o hijos de alguien. Casi todo gira en torno a la primera etiqueta utilizada, y será esta la única explicación del suceso. El prejuicio como base. La comodidad mental como meta.
El problema no termina ahí. Al trascender, la etiqueta que ya acompaña en forma indeleble al suceso provocará reacciones también muy primarias: la solidaridad o falta de esta hacia los individuos de la nota dependerá exclusivamente de su condición de estudiantes. Las adhesiones y las detracciones vendrán por esa sola vía. El suceso como tal habrá sido dejado de lado, con todas sus aristas, y la cuestión se convertirá en un mero pulso entre quienes simpatizan con los estudiantes, y los que no. Ambos bandos verán los hechos en blanco y negro, pues los matices ya los dio la etiqueta de origen, dotando de una falsa profundidad al tema.
¿A qué tipo de decisiones puede aspirar una sociedad que hace un uso tan torpe de las etiquetas? A unas muy limitadas, para decirlo suavemente. Buena parte del falso debate que planteamos los mexicanos hoy en día, en temas relevantes, se debe a esta insistencia por limitar a los individuos, y a los sucesos, a una sola de sus facetas. Retiramos casi todo el grano, y la paja la amontonamos en torno a la cualidad que elegimos para procesar los hechos: la etiqueta se vuelve esencia. Grave error.
El resultado de ese proceder es lamentable. Hoy vemos cómo, a pesar de los ríos de tinta y bytes que han corrido en el caso Ayotzinapa, estamos lejos de obtener algo en claro; hemos atestiguado el descubrimiento de fosas y cuerpos por docenas, hemos visto caer a la máxima autoridad local, entre otros hechos, y aún seguimos atorados en el discurso de que los individuos desaparecidos eran estudiantes, y la exigencia de que aparezcan con vida. No hay profundidad. No hay matices. No hay espacio para soluciones posibles.
Peor aún: no hay otro análisis. No hay discurso. No se piensa acerca de los otros cuerpos encontrados en fosas clandestinas: quiénes fueron, por qué se enterraron en una fosa común, cuándo murieron… nada importa: no son los estudiantes que buscamos; por ello, la realidad que evidencian deberá esperar mejor ocasión para ser analizada y entendida. Y los responsables, que duerman tranquilos. Y los deudos, que se mantengan en la terrible incertidumbre de ignorar su paradero. Repito: no son los estudiantes que buscamos.
En el colmo del despropósito, corremos hacia la falsa certidumbre como una cría al pecho de su madre: Los desconocidos enterrados en las fosas clandestinas “seguramente se lo merecían”; esos cuerpos “deben ser de maleantes”, pues “nadie ha hecho escándalo por su desaparición”; es así que los individuos cuyos cuerpos fueron dispuestos en forma tan burda, no merecen nuestra indignación: no son los estudiantes que buscamos. Estos, los que sí encontramos, traen otra etiqueta: desconocidos. Nos es imposible ser empáticos con un individuo por esta mera condición que, curiosamente, compartimos todos.
Como corolario de ese aquelarre de torpezas, omitimos el análisis y la consiguiente opinión sobre sucesos relacionados, que son tan relevantes como la localización de los desaparecidos. El gobernador de Guerrero solicitó licencia para “mejorar el clima político”, y el discurso en medios fue uno: “La salida del gobernador favorece la búsqueda de los estudiantes desaparecidos”. De analizar la responsabilidad del gobernador y su sanción, ni hablar. De comprender que la autoridad encargada de buscar a los estudiantes es la misma acusada de desaparecerlos, ni una palabra. De entender que la desaparición de esos individuos es un síntoma, y no la enfermedad, ni soñar. Todo gira en torno a la búsqueda de “Los Estudiantes”, así, con mayúsculas. Ahí comienza y termina todo el problema. Si son localizados con vida, todo estará bien. Si nunca son localizados, o lo son muertos, nada tendremos en el haber.
Los mexicanos, y quienes comparten espacio e intereses con nosotros, debemos comenzar a emitir mejores opiniones si queremos obtener derivados valiosos. Menos vísceras y más sesos. Es necesario. Son, estos, días de muertos.
Aquí se cuentan verdades: las de siempre, las de nunca, las valientes, las cobardes… @DonVix.