Crónicas, relatos, pareceres sobre la ciudad de México.
Maldiciendo debido a la llovizna, tomé uno de los microbuses (ya saben, eso de “microbús” es más bien un eufemismo) que salen del metro Chapultepec. Las adyacencias al metro estaban, aún más que otras veces, brumosas de basura, gritos, vendedores dándose alientos contra alientos, personas que tropezaban entre sí. Cuando el microbús, que iba medio renco, agarró la avenida Mariano Escobedo, me sentí un poco aliviado (esta vez me había propuesto, con más ahínco, sustraerme del pesar que causa saber que, de cualquier manera, se viaja en algo que irá lentamente, tachonado a un lado, a otro, adelante, atrás, por carros que también se mueven lentamente).
Una señora —vestida de andrajos color café, que colgaban como si hubieran sido desgarrados a mordidas, botas de tela incluidas— se volvió hacia el chofer y lo maldijo en alta voz y en náhuatl (supongo yo que en náhuatl). El chofer no la escuchó, o quizás no entendió, o no le hizo caso.
La señora, gracias al arrancón inicial, inhumano, que tienen establecido en su código la inmensa mayoría de los conductores de microbuses, se había ido hacia un lado y golpeado contra el respaldo de un asiento. “Pinche vieja”, exclamó el que ocupaba el asiento, a dos de distancia del mío. Unas paradas más allá subieron varios por la puerta trasera, incluido uno vestido de harapos grises y que olía a pasado —un olor que se atravesó como una vara de extremo a extremo del microbús— y otro que, maltrecho por el resto (se había esforzado en amparar la guitarra que cargaba), perdió el paso y me dio un guitarrazo, leve, en el hombro. “Perdóneme, por favor”, me dijo encimándoseme; olía a agua de colonia de pobre. El de harapos grises me pidió que iniciara el pase de sus monedas —el pago de su pasaje— para que, de uno en uno, llegaran allá, adonde el chofer; cuando puso sus dedos con las monedas sobre mi mano abierta, pareció que me lijaba la palma de la mano.
Llegamos a una parada de enlace y el microbús, renco, decía, se vació a medias. Seguía lloviznando. Los que se bajaron, tomando en breves grupos hacia una y otra dirección bajo la llovizna, parecían lo que eran: personas venidas a menos.
El tipo de la guitarra se recostó en la columnilla de metal junto a mi asiento —el último en la fila. El olor de agua de colonia se hacía más franco. Rasgueó y comenzó a cantar. Dulce. Melodioso. Remontaba las notas mediante un vibrato análogo, brillante en ciertas notas. Cuando era menester, emitía un bajo que parecía desgranarse hasta comenzar a enrollarse, sin inhalar él, para entrar en un agudo, como lánguido, que al parecer cimbraba.
Interpretó una ranchera y un bolero.
Extendió la mano, comenzando por mí.
Saqué una moneda y la deposité en la palma de su mano abierta, mientras le decía:
—¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y Luis Miguel?
De momento se sorprendió.
—¿Cuál? —dijo al fin, aún con una interrogante en los ojos.
—La suerte.
Félix Luis Viera es un escritor y periodista cubanomexicano. Su libro más reciente es El corazón del rey. @FLViera