La realidad del joven egresado de la universidad es muy diferente a lo que imagina.
Concluir la universidad puede ser uno de los momentos más importantes para un joven veinteañero, un reto que representa el final de una larga etapa de estudios y desveladas, y el inicio de una nueva vida llena de promesas y de éxitos. Mientras estamos en la universidad siempre imaginamos nuestro futuro como egresados: un trabajo soñado, un sueldo excelente, un departamento en el que podamos vivir sin nuestros padres y una pareja con la que veamos un prometedor futuro. Pero la realidad del joven egresado puede ser muy diferente, y lo más probable es que lo sea, sobre todo para quienes no tuvieron un empleo, además de sus estudios, durante la carrera.
En primer lugar, lo más seguro es que no encontremos el trabajo soñado saliendo de la universidad. La escalera es larga y haber exentado todas las materias con 10 o haberse graduado con mención honorífica no genera en automático un mejor trabajo que a cualquier otro —menos si ese “otro” está dispuesto a recibir un sueldo más bajo—; es cosa de empezar desde abajo y con ganas para llegar cada vez más lejos, más alto y hasta la puerta de esa oficina con nuestro nombre en la puerta grabado en una placa dorada.
Otro punto importante es la cantidad de jóvenes que trabajan en áreas que son completamente distintas a lo que estudiaron; así tenemos a un país con licenciados en Administración de Empresas trabajando de meseros en un restaurante o a licenciadas en Filosofía haciendo manicuras en un salón de belleza (una vez conocí a un taxista que estudió Medicina). Sí, en México se gradúan de licenciatura 600 000 jóvenes al año, esto requeriría que a cada año se generara, al menos, una cifra similar de empleos en el país. Pero como claramente eso no pasa, muchas veces tenemos que trabajar en algo en lo que no nos especializamos y que no nos apasiona.
Sin embargo, todo esto solo puede ocurrirle a los afortunados que consiguieron ingresar en la universidad y a quienes adquirieron un empleo saliendo de esta. Según datos del Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Información (Inegi), hay en México 6.2 millones de “ninis” —jóvenes que ni estudian ni trabajan—; estos 6.2 millones, sin contar a las personas que no pueden estudiar o trabajar por alguna discapacidad, incluye a jóvenes que ya concluyeron sus estudios y que no han podido conseguir un empleo.
Hablando de desempleo y, sobre todo, de la falta de trabajo para jóvenes de entre 14 y 29 años, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) menciona que entre la población de jóvenes que buscan un trabajo, el desempleo alcanzó 10 por ciento de la población, lo cual significa que uno de cada 10 jóvenes no lo encuentra. Este indicador superó los registros del año pasado, en el que la tasa promedio de desempleo entre jóvenes fue de 9.5 por ciento. Si esta tasa sigue aumentando llegará a un punto en el que la mitad de los jóvenes universitarios no encontrarán trabajo, lo cual es un problema que tiene muchas más consecuencias de las que nos imaginamos; uno de los desenlaces más graves de un país con altos niveles de desempleo, por poner un ejemplo, son los altos niveles de delincuencia.
¿Podríamos decir que en México tenemos un problema de sobreeducación? Creo que más bien es un problema de sobrecalificación de los estudiantes para los trabajos disponibles en el país, que al mismo tiempo genera un dilema de no remuneración adecuada del título, pues los jóvenes recién egresados que logran conseguir un trabajo lo hacen por salarios mínimos que no validan el tiempo y dinero invertido en su formacón profesional; según estadísticas de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, en México el 40 por ciento de los egresados universitarios son afectados por el desempleo y el otro 60 por ciento consigue trabajos para los que están sobrecalificados y por los que reciben salarios muy bajos. El problema es que si cada año hay 600 000 jóvenes en busca de empleo, la competencia es enorme, y si no tomamos el puesto —por el sueldo que sea— alguien más lo hará.
Pero no todo el panorma es negro para los jóvenes egresados de la universidad. Como siempre, depende de si vemos el vaso medio lleno o medio vacío, y si somos de los optimistas podemos darnos cuenta de que cuando nos graduamos apenas tenemos 23 o 24 años, la perfecta edad para disfrutar, en la medida de las posibilidades, un poco de la vida antes de encadenarnos para siempre en el mundo de los negocios, de la política, de la medicina o de lo que sea a lo que nos queramos dedicar. Esto no quiere decir que los jóvenes recién egresados se vayan de parranda de lunes a viernes y se beban el dinero que su desempleo no les deja, sino que es la perfecta época para relajarse, conocerse y decidir hacia dónde va a dirigir su vida.
Muy probablemente en unos años los achaques de la vida y las comodidades del dinero no nos van a permitir viajar a muchos lugares del mundo porque, si ya estamos acostumbrados a comer bien y dormir en una cama con colchón, no nos vamos a lanzar a un viaje que nos ofrezca menos que eso. Pero cuando somos jóvenes no necesitamos nada más que una buena actitud y disposición ante lo que se nos presente, es una edad en la que lo único que necesitamos es una aventura de la que podamos aprender cosas sobre la vida que en la universidad no nos enseñaron. Por ejemplo, podemos ir a Oaxaca en autobús y dormir en una casa de campaña en la playa, trabajando de meseros en el bar más cercano; es una época en la que podemos conocer a gente completamente diferente y en la que podemos conocernos a nosotros mismos: sentarnos en silencio, meditar, hacer ejercicio y relajarnos un poco antes de comenzar la siguiente etapa de la vida, que también suele ser la última.
El escenario perfecto sería uno en el que las universidades ayudaran a sus alumnos a conseguir trabajo y que todos encontráramos un empleo bien pagado y que disfrutemos cuando salgamos de la universidad. La realidad es otra, tenemos que trabajar duro y poner empeño extra si lo que queremos es conseguir el trabajo por el que llevamos estudiando cuatro o cinco años de nuestra vida —comiendo a horas no adecuadas y durmiendo tres o cuatro horas al día—. La realidad es que debemos aprender a disfrutar las dificultades sin dejar que abusen de nosotros, y que cuando decidamos que ha llegado la hora de comenzar a trabajar podamos exigir que nuestro salario pague el precio exacto que merece nuestro esfuerzo y disfrutar cada paso que debemos dar y cada obstáculo que tenemos que superar antes de llegar a la cima deseada. Al final de todo, los jóvenes somos el futuro de este país y del mundo, por lo que debemos de aprender a defendernos y, sobre todo, a defender nuestra dignidad y nuestro trabajo.
@CCamsanchezb