¿Son las monarquías algo más que un anacronismo en sociedades que aspiran a la igualdad y la representatividad democrática?
Pareciera que la abdicación del rey Juan Carlos de España en favor de su hijo fuera un fenómeno exclusivamente atribuible a la precaria situación económica de ese país. La gran mayoría de los comentaristas atribuyen este sorpresivo anuncio, con cierta razón, a la crisis de “los parados”, al descrédito de la corona luego de graves escándalos de corrupción y, en definitiva, a un cambio generacional que transforma las percepciones generales, otrora positivas, sobre la monarquía.
Hasta el cansancio se ha insistido en que la mayoría de los españoles, por su juventud, no tienen un recuerdo claro y, por tanto, ninguna empatía con el destacado papel del rey Juan Carlos durante la transición democrática. En consecuencia, para un creciente número de españoles, el rey Juan Carlos es el suegro de Iñaki Urdangarin, el frívolo monarca sorprendido matando elefantes en Botsuana y callando al presidente venezolano en la XVII Cumbre Iberoamericana y no la figura clave de respaldo a la democracia, luego del fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, y el facilitador de los Pactos de la Moncloa que llevaron a España por la senda de la estabilidad política y el crecimiento económico indispensables para integrarse a la Unión Europea.
Con todo, estamos en presencia de la tercera abdicación de un monarca a un trono europeo en los últimos 14 meses. Algo debe estar sucediendo en Europa, y no solamente en España, que explique cabalmente este fenómeno más allá del envejecimiento natural de Juan Carlos de España, Alberto de Bélgica y Beatriz de Países Bajos. ¿Está en crisis la monarquía en Europa?, ¿son las monarquías algo más que un anacronismo en sociedades que aspiran a la igualdad y la representatividad democrática?, ¿tienen las monarquías un papel que jugar en las democracias europeas contemporáneas?
En una primera dimensión valdría la pena advertir que en Europa el famoso adagio de Adolphe Thiers, “el rey reina pero no gobierna”, es un hecho verificable día a día. En prácticamente todas las monarquías constitucionales europeas el papel del rey es precisamente el de situarse por encima de las diferencias políticas y ser una especie de baluarte de la unidad, un símbolo de la historia patria que garantiza la estabilidad y la continuidad de un proyecto de nación más allá de las veleidades del poder. En esta empresa, sin embargo, hay enormes diferencias entre las 12 actuales monarquías europeas dadas sus competencias reales en la gobernabilidad del país. Mientras algunas, como la sueca, no tienen competencia práctica alguna, la holandesa mantiene importantes funciones para la conformación de gobiernos de coalición que, de hecho, no pueden establecerse sin su aval. El escrutinio público a las acciones de las familias reales, en consecuencia, es distinto. Frente a una monarquía cuya función es más bien simbólica y ceremonial, la exigencia tiende a ser mayor que frente a sistemas que le otorgan al monarca funciones relevantes en el ejercicio del poder. De acuerdo con el profesor Trond Nordby, de la Universidad de Oslo, la monarquía noruega no solo es una de las más caras en el continente, sino una de las que menos relevancia tiene en el contexto político nacional. Si bien el monarca noruego tiene poder de veto frente a cualquier ley nacional, este poder no ha sido ejercido desde el siglo XIX. Quizá por eso el cúmulo de iniciativas parlamentarias que se han presentado recientemente para abolirla.
Esto nos lleva a un segundo tema definitorio para el respaldo público a una monarquía. Si bien las familias reales europeas han sido duramente criticadas por caras, no son necesariamente más onerosas que las estructuras institucionales de los gobiernos republicanos. Recientemente se dio a conocer un estudio en donde mantener a la presidencia socialista francesa de Francois Hollande cuesta prácticamente tres veces lo que se destina del erario a los gastos de la reina Isabel de Inglaterra. Con todo, las monarquías son, prácticamente en todos los casos, menos transparentes. En Suecia, por ejemplo, se encuentra en marcha el proceso de aprobación de una nueva legislación que obligará a la casa real a transparentar sus gastos. Si bien las fortunas acumuladas por los monarcas europeos, normalmente sin la obligación de pagar impuestos, han suscitado monumentales críticas entre los contribuyentes británicos, holandeses y noruegos, estas tienden a reducirse cuando los gastos se transparentan. La monarquía mas modesta de Europa, de acuerdo con el investigador belga Herman Matthijs, es precisamente la española, mientras que la más cara es la británica. La británica, sin embargo, tiene un altísimo grado de aprobación que es difícil desvincular, en gran medida, de las nuevas regulaciones que desde abril de 2012 sujetan a la corona a prácticamente el mismo escrutinio público y las auditorías de rigor a las que se somete todo gasto gubernamental.
No obstante, la crisis actual por la que atraviesan las monarquías constitucionales no puede entenderse sin hacer referencia explícita a la crisis del euro. Es altamente probable que en un escenario económico distinto, de crecimiento económico pleno, creación de empleos y confianza en el futuro, las monarquías europeas gozarían de una salud envidiable.
En tercer lugar, vale la pena explorar más el argumento de la historiadora británica Alison Weir, según el cual los viejos valores: el deber, el honor, la vocación de servicio, la dignidad e integridad son más importantes que nunca para la reputación de una monarquía. El monarca, dice Weir, debe ser el vivo reflejo de todo lo que la población cree que hay de positivo en una nación. Los escándalos públicos y las severas acusaciones de corrupción, tráfico de influencias y defraudación fiscal contra las familias reales de Bélgica y Suecia están muy lejos de las aspiraciones de dos países que constituyen verdaderos ejemplos de transparencia y rendición de cuentas. Si bien la impunidad ha sido prácticamente erradicada en ambos países, la familia real legalmente no puede ser responsable de la comisión de ningún delito, por lo que las acusaciones de corrupción quedan solamente en eso. La ostentación y los excesos de algunos como el príncipe Lorenzo de Bélgica contrastan, sin embargo, con la moderación de las monarquías bicicleteras de Escandinavia (bicycle monarchies), un término inventado no hace mucho para describir la austeridad de las monarquías holandesa y danesa. Sin duda, aquí la personalidad de los propios monarcas y los otros integrantes de las familias reales son de la mayor relevancia.
Para la casa holandesa de Orange, tener una reina nacida en Argentina ha sido un impulso central para su popularidad luego del retiro de Beatriz, quizá la más querida en su historia moderna. En España, todos los cálculos apuntan a que Felipe VI de Borbón, “el preparao”, como coloquialmente lo llaman los españoles, subrayando sus estudios de posgrado en Estados Unidos, es una apuesta de modernidad y renovación. Sin duda, este elemento se liga con otro de la mayor importancia: la capacidad de representatividad de las monarquías europeas. Si bien, puede aducirse, que monarquías encabezadas primordialmente por hombres, todos con una apariencia similar, la mayoría de origen caucásico, tenían un alto grado de representatividad y de identificación con sus súbditos, una Europa cada vez más plural, con una presencia cada vez mayor de inmigrantes y de comunidades constituidas por una diversidad de grupos étnicos, lingüísticos y religiosos, no necesariamente se siente adecuadamente representada por el linaje dinástico de los Borbones, los Schleswig-Holstein o los Nassau-Weilburg.
Con todo, hay que distinguir el rol preponderante de las monarquías como emblemas de la unidad nacional en las transiciones a la democracia y como figuras clave para ayudar a distintas sociedades a transitar de un pasado traumático a un futuro distinto. El rey Juan Carlos de España, en su momento, fue un ejemplo más entre otros. El príncipe Alejandro II de Serbia llegó a Belgrado poco tiempo después de la caída de Slobodan Milosevic, en 2001. Su rol fue crucial para dotar de legitimidad a la nueva democracia serbia, y aunque el país hoy ostenta una república parlamentaria, los sondeos muestran que una vasta mayoría de la población respalda el regreso de la monarquía constitucional y la coronación de Alejandro II, cuya figura benevolente y patriótica nunca ha dejado de ser un factor de unidad, estabilidad y continuidad. Luego de la separación de Kosovo y Montenegro, la casa real de Karadjordevic parece ser uno de los pocos símbolos históricos que conectan la actualidad de Serbia con un pasado que muchos ven con nostalgia.
El caso es muy similar al del rey Michael de Rumania. En 1989, luego de la caída del dictador Nicolás Ceausescu, un movimiento importante giró alrededor del regreso del rey para, de alguna manera, coordinar la transición a la democracia. El rey Michael I, con 91 años, es hoy el único monarca vivo que gobernó en el período de entreguerras, y aunque su rol ha sido meramente ceremonial en la República Rumana, ha ocupado consistentemente los primeros lugares de popularidad entre los políticos de ese país. Aunque es improbable que Michael I reine otra vez en Rumania, los expertos no descartan la posibilidad de que la monarquía constitucional se restaure, en un contexto de creciente descrédito del sistema presidencialista, con su sucesor en la línea hereditaria. En Rumania, a diferencia de lo que ocurre en la Europa occidental, el rey es considerado un modelo de probidad y moderación frente a la cada vez más extravagante y escandalosa conducta de ciertos políticos. Nadie puede imaginar hoy un golpe de Estado en Luxemburgo o Dinamarca, pero ante la hipótesis contrafactual los historiadores muy probablemente recurrirían a las monarquías para explicar la resistencia al rompimiento del orden constitucional.
No cabe duda de que las monarquías europeas viven un momento de profunda crisis de credibilidad, representatividad y confianza. Todo parece indicar, sin embargo, que podrán superarla quienes sepan interpretar correctamente algunos de los desafíos aquí planteados y adaptarse a un nuevo contexto que les exige rendición de cuentas, compromiso con la gobernabilidad democrática y, sobre todo, sobriedad y comedimiento frente a una Europa en la peor crisis económica desde la posguerra.
Arturo Magaña Duplancher es licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México y maestro en la misma disciplina por la Universidad de Leiden, Países Bajos, con una beca de excelencia HSP Huygens del gobierno holandés. Es miembro asociado del Consejo Mexicano de Asuntos Internacionales, ha colaborado profesionalmente como asesor en asuntos internacionales en ambas cámaras del Congreso mexicano y en la Corte Internacional de Justicia de La Haya, Países Bajos. @Duplancher