Cuando la pornografía aburre, la mejor alternativa es releer a los antiguos griegos.
Estoy convencido de que existen tramas, diálogos e imágenes que ni el más moderno de los pospornógrafos podría reproducir. Ni las más eróticas escenas lésbicas de Jenna Jameson, o las más explícitas posturas de Gianna Michaels, ni siquiera el más esforzado trabajo de Johnny Sins o Tommy Gunn, pueden compararse con la desproporcionada imaginación de los antiguos griegos. Es mera transgresión.
Ni en mis mejores incursiones a Sade, por dar un ejemplo, sentí el rubor cálido que producen los griegos. El escritor francés tiende a la exageración, sus imágenes son viscosas y saturadas; en tanto que las escenas mitológicas son estéticas pero turbias debido a la naturaleza que las gesta. Es la diferencia entre el morbo y la obscenidad que distinguía el esquema erótico de Henry Miller. El punto no es el erotismo y mucho menos la perversidad en sí, sino la transgresión.
Los pasajes de Bataille son claros y extraordinarios, pero carecen de un elemento que la mitología griega siempre tenía por supuesto: lo divino como principio y fin. Con el tiempo los narradores reemplazaron la simpleza y la monotonía por el exceso y la voluptuosidad, quizá considerando que la raíz de la perversión residía en la discontinuidad de la moral en curso. Nada más lejos de la verdad. No es necesario apuntar al tabú para acceder a la satisfacción erótica y tampoco implica una transgresión. Nadie podría reprocharle nada a la imagen en que Zeus, convertido en cisne, viola a Leda… pero cuando una joven de 16 años fornica con un sacerdote y lo mata tras un escatológico encuentro, el lector se alarma. No es asunto de obscenidad erótica, sino de morbo estético. Creo que la virtud de la transgresión no reside en el exceso con que esta se presenta, sino en la gradual naturalidad con que un evento llega a manifestarse, en su evolución.
Una leyenda griega me gusta en detalle, la de Filomela y su hermana Procne: Pandión ofrece a Procne como esposa para Tereo, rey de Tracia, ya que había sido su gran aliado en la lucha contra Lábdaco. Pero cuando Tereo observa la belleza de Filomela queda maravillado. Tanta es la pasión provocada por Filomela, que el rey opta por violar a su cuñada. Temiendo que ella cuente el suceso, le corta la lengua y la encierra. Filomela se las arregla para bordar en una tela todo lo ocurrido y así enterar a Procne. En otra versión Procne es alertada por Laetusa, la esposa de Linceo. Finalmente Procne, en busca de venganza mata a su propio hijo, primogénito de Tereo, y se lo sirve como un manjar. Enloquecido al enterarse de que ha devorado a su propio hijo, Tereo jura quitar la vida a las hermanas. Ellas son salvadas por los dioses que las convierten en aves para que puedan escapar.
Así, someramente narrada, la transgresión en la leyenda de las hermanas tiene un mayor atractivo que las violentas manifestaciones del exceso moderno. La agresividad sigue presente, solo que la transición a la transgresión es mucho más seductora. Incluso el tema del canibalismo en la leyenda podría considerarse como un motor de la simpatía. No sería el único caso en la mitología griega en que los desagravios se pagan con la carne de los hijos de manera gastronómica: Medea cocina a sus propios hijos en venganza contra Jasón; o una leyenda mucho más perturbadora: la de los hermanos Atreo y Tiestes.
Según se relata en el primer tomo del Diccionario de la Mitología Clásica, de Falcón Martínez, Fernández-Galiano y López Melero: Atreo y Tiestes, persuadidos por su propia madre, Hipodamia, matan a Crisipo, su otro hermano (eso según una de las tantas versiones de su muerte). El rey Pélope, su padre, los maldice por este acto y son desterrados. Pero Pélope muere y alguien debe sucederle en el trono, así los hermanos regresan. Atreo era dueño de un vellocino de oro, pero la esposa de Atreo, Aérope, que era también amante de Tiestes, roba el vellocino de su esposo y lo entrega al hermano. Tiestes propone que el poseedor de un vellocino de oro debe ser rey: Atreo, que desconocía el hurto, pierde. Se realiza una prueba más en la que Atreo gana esta vez con ayuda de Zeus, y termina desterrando a su hermano Tiestes. Pero tiempo después Atreo se entera de que Aérope, su esposa, lo había traicionado y la arroja al mar para invitar a su hermano de vuelta con el falso fin de reconciliarse. Atreo organiza una gran comida en que, claro, sirve como plato principal a los tres hijos de Tiestes. Al terminar el banquete, Atreo le enseña a su hermano las cabezas de sus hijos. Tiestes huye horrorizado. Después de un tiempo Tiestes se entera mediante un oráculo de que puede vengarse de su hermano teniendo un hijo con su propia hija. Tiestes viola a su hija Pelopia usando una máscara para no ser reconocido, aunque esta al defenderse le quita la espada. No obstante, Pelopia se embaraza, da a luz a un niño que llama Egisto y lo abandona en el monte, donde es amamantado por una cabra. Al pasar el tiempo Pelopia se casa con su tío Atreo y le hace saber de la existencia de su hijo. Atreo manda a buscar al niño y lo cría como suyo. Años después, decidido a terminar la rivalidad con su hermano, Atreo pide a Egisto que mate a Tiestes. Pelopia arma a su hijo con la espada que había robado de su violador. Cuando el joven Egisto se dispone a matar a Tiestes, este reconoce la espada, y le hace saber que es su hijo. Pelopia se entera de que su violador había sido su propio padre y, a causa del trastorno, se da muerte atravesándose la espada. Egisto vuelve con Atreo y lo mata, así el reino queda finalmente en manos de Tiestes.
En la leyenda existen varios elementos de transgresión, desde el asesinato, la infidelidad, la mentira, el incesto y la violación, hasta el canibalismo, el abandono de un recién nacido y el suicidio. Sin la necesidad de ahondar en detalles, en imágenes precisas —digamos, como la dispersión de la sangre o el método de penetración en la cópula—, el hilo narrativo basta para irrumpir en los valores morales. No debe existir confusión: la transgresión erótica no reside únicamente en los límites de la manifestación sexual. El erotismo permanece sin necesidad de un contacto, ni físico ni sexual, y la transgresión no precisa de la subyugación ni del crimen. Se pueden establecer parámetros, aunque indefinidos y flexibles, entre los excesos de obscenidad erótica y la transgresión del morbo estético. Aunque eventualmente tales directrices sean determinadas de manera individual, bajo cánones éticos o morales, inevitablemente las condiciones distintivas son compartidas de manera general.
La evolución del erotismo parecía tener un fin, simulaba ostentar un punto máximo, en cuya naturaleza la satisfacción podría ser insostenible. Es decir, la transgresión constante vería un eventual límite. Pero lo más plausible es que no sea así.
Modificada por valores morales en curso, posturas éticas y culturales, así como por características tecnológicas, lo cierto es que la naturaleza del erotismo es mutable, o bien, proporcionalmente cíclica. No existe un estancamiento erótico en tanto la progresión cultural o intelectual siga su curso. La transgresión bien puede prendarse de los avances tecnológicos y partir de ellos para crear variaciones de las manifestaciones convencionales. Aunque se trata de un recurso lógico, no es, por definición, una constante.
Ante esto se halla la ilación de la pornografía como un elemento recurrente de la transgresión y el erotismo: Fabián Giménez Gatto, quizá el más importante teórico de la pospornografía, marca cómo y de qué manera la incursión en la diversidad de medios tecnológicos ha intervenido en las manifestaciones eróticas. A marcación personal cabe aclarar una leve inconformidad con el concepto de la pospornografía: desgranada la idea principal, la raíz de la “pornografía”, nítida o amalgamada de avances tecnológicos, sigue siendo pornografía. No obstante, es indudable que la transgresión y el erotismo continúan su evolución sustentados por la diversidad cultural. Si nuevas y exóticas representaciones que buscan la satisfacción de carácter erótico o transgresor son curiosas o notables por su naturaleza, no implica que pertenezcan a un diferente nivel de pornografía sino que lo siguen siendo, solo que a razón de un carácter tecnológico; pero no distan de sus fenómenos precursores.
Debido a la naturaleza evolutiva, la invasión de la intimidad (un claro elemento transgresor) puede ser concretada bajo procesos novedosos, es decir, auxiliados de recursos tecnológicos. No quisiera profundizar en ejemplos, ya que el objetivo no es la exposición de las figuras, sino la teoría del fenómeno. Sin embargo, lo íntimo, materia de lo erótico, pasa a convertirse en una manifestación transgresora cuando existe un código que lo delimita: el pudor, digamos. Es decir, obviamente no existe transgresión sin un concepto al cual trasgredir.
Cuando la princesa se ve obligada a besar al sapo para romper el hechizo, debe atravesar el valor de género, es decir, doblegar su naturaleza de criatura superior al tener un contacto con un batracio para obtener un bien o una recompensa, una satisfacción. De igual manera menciona Rabih Alameddine, en una historia árabe en que una joven lechera es advertida por una anciana de que el toro que la acompaña es en verdad un apuesto joven: “—Te amaré —le dijo, y le dio un beso. Hicieron el amor sobre el prado y cuando la doncella abrió los ojos, satisfechos y colmados, vio que sobre ella yacía el príncipe perfecto”. La historia menciona que el joven llega a ser rey y la doncella se convierte en su prometida. Ambos casos toman la intimidad como circunstancia para romper con un valor determinado. O bien, volviendo a los griegos: cuando Poseidón, como venganza contra Minos, hace que Pasífae se enamore del toro que estaba destinado a sacrificio: de esa relación entre Pasífae y el toro, nace el minotauro. Pero antes, cabe mencionar, Zeus disfrazado de toro rapta a Europa para engendrar al propio Minos.
Las condiciones culturales pueden convertir a una leyenda en un relato infantil (símbolo de la inocencia), que lleva a que los niños sonrían cuando escuchan de la princesa que besa a un sapo, pero la doncella que fornica con un toro es un tanto alarmante como para pasar por cándido e inocente, y menos cabe considerar las condiciones en que el acto se consuma (“Ella hizo que el artesano principal, Dédalo, le construyera una vaca hueca con la cual acercarse a la bestia”). De esto extraemos el curioso elemento tecnológico al que recurrió Pasífae para concretar el acto erótico, la ternera artificial. ¿Era Pasífae pospornográfica?
Se trata, pues, de que las circunstancias cambian, pero los elementos transgresores difícilmente lo hacen. El espíritu erótico permanece, indiferente a los artilugios y los valores en curso.
No hay que ir muy lejos toda vez que la pornografía actual carezca de sentido o que la transgresión aparente poco interés, siempre se puede volver a los griegos.
Fabio Marco Ivánes un escritor y crítico literario mexicano. Ha publicado en revistas y periódicos artículos culturales, de ficción, poesía, entrevistas y crítica literaria. Escribe el blog ‘Palabras en reposo y otros parásitos’ en wordpress.com. @FabioMarcoIvan