En México, la educación se usa para generar más desigualdad.
No hay mayor tiranía que la desigualdad de oportunidades. La vida humana y social es una eterna competencia, fue esa competencia entre especies, y contra el ambiente, la que nos hizo pasar de ser un simio en los árboles, al primate consciente que domina el planeta; y es la competencia entre nosotros la que nos ha hecho un animal creativo, aventurero, emprendedor, y evidentemente capaz de superar cualquier obstáculo.
La competencia es positiva, pero solo es justa si en esa carrera todos comenzamos a correr desde la misma línea de salida. Todos los seres humanos somos distintos, y por eso es que la igualdad por decreto es injusta; se hace justicia, eso sí, cuando se hace posible competir con las mismas ventajas, y cuando se construye un sistema donde incluso los que salen perdiendo en la competencia pueden vivir decorosamente, pues se entiende que no todos llegan en primer lugar, pero que todos son necesarios. Eso es la socialdemocracia de lugares como Finlandia, Dinamarca o Alemania, y la base del desarrollo justo de aquellos países es la educación.
La educación es la principal herramienta para generar esa igualdad de oportunidades, no puede ser de otra forma; es la base de toda justicia social. Pero en México, como uno más de los lastres de aquella guerra civil a la que llamamos revolución, se usa para generar más desigualdad.
En México, como en muchos otros países, tenemos un día dedicado a los maestros. No podría ser de otra forma. Si la educación es la base del desarrollo justo de una sociedad y un país, pocos profesionistas deberían ser honrados más que los maestros, que deberían ser considerados como libertadores.
Es triste que muchos de ellos en nuestro país, sin saberlo y sin entenderlo, como un engrane más del mecanismo de acarreo masivo de votos que construyó el partido de la revolución, y del que se colgaron todos los demás partidos; por sus ideas ancladas al pasado, y por replicar un eterno discurso de rencor social, se hayan convertido en sometedores. Someten justo lo que habría que liberar: la mente.
Cada Día del Maestro, mientras los verdaderos maestros siguen dedicados a lo suyo, los vividores de la educación en México aprovechan para hacer marchas y plantones; si no hay causa se inventan una. Exigen derechos, exigen prestaciones, demandan justicia social, claman por la herencia de sus plazas, vociferan por sus privilegios… y rara vez hablan de educación, que es en muchos casos lo que menos les importa. Tristemente el sindicato de maestros fue una corporación más del gobierno de la Revolución, y no fue creado para mejorar la educación, sino para arrastrar votos. Mientras tanto, México se pierde en el pasado.
Festejar al maestro debería de ser festejar la educación, algo que en nuestro país está lejos de ser causa de festejo. ¿Pero cómo educar sin educación? En Inglaterra, el 40 por ciento de los profesores universitarios tienen doctorados, en Brasil la cifra es de 30, en Argentina y Chile de 12, en México es de 3 por ciento, y los maestros quieren que la evaluación de su desempeño no esté relacionada con su permanencia en el trabajo, ¿y entonces para qué evaluar?
La educación es dinámica en su esencia, se transforma, debe ir a la vanguardia de los acontecimientos e incluso por delante de ellos; no siglos atrás como en nuestro país, no estática e institucionalizada, libre y no sindicalizada. La educación es un tema de seguridad nacional que no puede ser rehén de un grupo de presión política, pues el único contacto de nuestros niños con el futuro es precisamente la educación, que aquí nos sigue hundiendo en discursos ideológicos del pasado, con lo que solo promueve la desigualdad y hace más grande la brecha social. El principal problema: educación nacionalista en un mundo global.
En Japón el año escolar tiene 243 días, 220 en Corea del Sur, 216 en Israel y 200 en Holanda, justo como en México; pero de esos 200 días obligatorios habría que descontar las huelgas, las reuniones docentes de fin de mes y el hecho de que un maestro jamás podrá ser despedido, incluso si no va a sus clases. A eso sumemos las cuatro horas diarias de educación en escuelas que fungen como guarderías y donde la premisa es “pasar” a los alumnos; eso contra las 10 horas que estudian los niños de China o Singapur. Millones de niños chinos están estudiando 12, 13 y hasta 14 horas por día.
El sindicato de maestros nunca ha dado a conocer su estado financiero, y poco sabremos a pesar del “gordillazo”. Aun así hay académicos, políticos y periodistas que han investigado el tema y hablan de cifras cercanas a los 4700 millones de DÓLARES al año, dinero que evidentemente no está invertido en educación.
En esa cantidad se incluyen los apoyos económicos del gobierno federal y los gobiernos estatales, y los propios negocios del sindicato, que maneja hoteles y centros de convenciones en todo el país. Ese millonario presupuesto sirve también para pagar a un ejército de hasta 10 000 funcionarios sindicales que figuran en nómina como maestros, pero que jamás pisan un aula, y son en realidad su músculo político de movilización; el verdadero interés de ese sindicato, no la educación sino la política, es lo que se evidencia en el hecho de tener partido político propio.
México tiene los recursos, el talento, el trabajo, la posición estratégica… TODO para despegar, y sin embargo, seguimos en tierra. Si tenemos todo en apariencia, lo que falla son las ideas, y esas vienen de la educación; una en la que seguimos enseñando a los niños mexicanos a venerar la pobreza, a culpar al gachupín y al gringo, a que la riqueza de la nación depende de los recursos naturales, a que “sin máiz no hay páis”, que la tierra es de quien la trabaja, que fuimos y somos conquistados, que todo extranjero es sospechoso, o que la soberanía depende del petróleo. Discursos ideológicos a los que muy poco les importa la realidad.
La Universidad de Harvard lo dice así: “Hay fuertes evidencias de que el crecimiento económico de México no está limitado por el acceso al crédito, ni por la inestabilidad macroeconómica, ni por la inestabilidad política, ni por impuestos demasiado altos o variables, ni por rigideces en el mercado laboral, ni por la falta de coordinación en el descubrimiento de nuevas actividades productivas… La mayor limitación al crecimiento es la baja calidad de su oferta educativa.”1
Se suele decir que las comparaciones son odiosas, y lo son más cuando salimos perdiendo; pero en el panorama de hoy es vital compararse con el mundo, y con el desarrollado, no con los países más atrasados que nos permitan vanagloriarnos en nuestra nube de patriotismo. Asia, en general, es quien se está quedando con el futuro, ahí donde estudian 10 horas en lugar de cuatro, y donde todos aprenden inglés porque es el idioma de la globalización, sin que algún político oportunista diga que es una imposición del imperialismo. Pero mientras los asiáticos están guiados por el pragmatismo y obsesionados con el futuro, los mexicanos estamos guiados por la ideología y obsesionados con el pasado.
Sigamos con las comparaciones; en países como Alemania, Finlandia, Dinamarca, Suecia o Noruega, los maestros necesitan tener una maestría y alguna carrera en educación para poder enseñar en primaria, y una licenciatura para ser maestros de jardín de niños. En Singapur la educación es una obsesión, a grado tal que, mientras nuestros billetes nos muestran a Nezahuacóyotl o a Morelos, en su billete de dos dólares, el de más circulación, en vez de mostrar un símbolo del pasado como Benito Juárez, aparece un símbolo del futuro: un grupo de estudiantes, con libros sobre la mesa, escuchando las palabras de su profesor, que evidentemente tiene doctorado; se ve también una universidad, y abajo de la imagen aparece la palabra EDUCACIÓN.
Singapur se independizó en 1962 tras siglos de dominio portugués, neerlandés y británico; era uno de los países más pobres del mundo, a tal gardo que suplicaban ser incorporados a otro país; fueron de forma efímera parte de Malasia, que finalmente expulsó de la federación a la pequeña ciudad-Estado. Hablamos de un país que no tiene NINGÚN recurso natural, ni petróleo en el cual basar su soberanía, ni agua potable; pero Singapur tiene un ingreso per cápita de 52 000 dólares por año, el noveno más alto del mundo, por encima de Estados Unidos, que ocupa el décimo lugar… México ocupa el puesto número 82.
La apuesta vital de Singapur fue la educación, y es por eso que aquel país sin recursos naturales es más rico que los que tienen gas y petróleo, y dependen de su suerte geográfica. Desarrollaron el único recurso 100 por ciento renovable: la mente de sus habitantes. Una de las medidas más importantes fue la adopción del inglés como idioma oficial del país, junto a sus lenguas nativas como el mandarín, tamil y malayo. Hoy, así en inglés, Singapur es el puerto comercial más importante del mundo.
En México hablamos español, somos el mayor país hispanohablante, una lengua hablada en más de 20 países y por unos 500 millones de seres humanos; tenemos la fortuna de hablar una de las cuatro lenguas universales. Otra lengua universal es la de nuestro vecino del norte; el inglés, que es además la lengua universal, guste o no, nos caigan bien los gringos o no. En México deberíamos hablarlo todos porque es la lengua de nuestro principal socio comercial, porque son los turistas que más vienen a México, porque es nuestro vecino y porque impusieron su idioma al mundo.
Si nuestro español ya nos permite comunicarnos con 500 millones de personas, el inglés ampliaría nuestra comunicación con 450 millones de angloparlantes, más unos 500 millones de personas que lo hablan como segunda lengua… pero en lugar de eso me he encontrado con maestros que hablan de educar y evaluar en zapoteca, náhuatl, maya u otomí; con lo que no solo le negaríamos a esos niños la puerta del inglés, sino ahora también la del español.
Por más “progresista” que nos digan que es esta idea, y por más incluyente que se nos presente, lo que hace es alejar a los niños del progreso global e impedir que se incluyan al mundo. A cualquier alumno educado en otomí ya se le negó para siempre la universidad, y de la experiencia internacional ni hablar.
Esos niños están condenados a la desigualdad incluso antes de nacer, y lo peor es que están siendo condenados por los maestros. NO se está diciendo que no se les respete su lengua natal, tan solo que, además, conozcan el idioma en el que se entiende el mundo.
En México podemos seguir viviendo en la década de 1940 del siglo XX o aceptar que estamos en el XXI, y eso solo puede lograrse con una educación moderna e internacional, sin nacionalismo excluyente, sin miedos estúpidos al extranjero, sacando el mayor provecho de la globalización en vez de navegar contra corriente. Mientras los maestros no se asuman como educadores en vez de como activistas políticos, serán ellos los que sigan condenando a la desigualdad a las futuras generaciones; les pondrán las cadenas aquellos que deberían liberarlos.
Juan Miguel Zunzunegui es licenciado en comunicación y maestro en humanidades por la Universidad Anáhuac, especialista en filosofía por la Iberoamericana, master en materialismo histórico y teoría crítica por la Complutense de Madrid, especialista en religiones por la Hebrea de Jerusalén y doctor en humanidades por la Universidad Latinoamericana. Ha publicado cuatro novelas y varios libros de historia; lo pueden seguir en @JMZunzu y en su página www.lacavernadezunzu.com