Facebook y Google compiten con drones y aerostáticos para llevar Internet a lugares apartados.
Alguien debiera contarle al creador de Facebook el chiste del físico corrupto, el abogado transgénero y el exsecretario de Estado que trataron de construir un servicio de internet con un dirigible… cuando Zuck tenía 11 años.
En las últimas dos décadas, la idea de proporcionar banda ancha desde máquinas voladoras –dirigibles, drones, satélites de baja altura- ha ocasionado que mucha gente lista y exitosa pierda la cordura, temporalmente. Ahora, Mark Zuckerberg y el cofundador de Google, Larry Page, se suman a una lista que incluye nombres célebres como Bill Gates, Craig McCaw (pionero de la telefonía celular), Chris Galvin (retoño de la familia Motorola) y el finado Alexander Haig (devoto secretario de Estado de Ronald Reagan).
Sería maravilloso que alguno de esos súper cerebros hiciera realidad internet en el cielo, pero hasta ahora, solo han demostrado que es imposible.
A fines de marzo, Zuckerberg anunció un nuevo laboratorio Facebook que poblará con expertos en aeronáutica y científicos espaciales, y cuyo objetivo será desarrollar lo que Zuck denomina una “aeronave de conectividad” que vuele por los cielos y lleve la internet a los habitantes de lugares apartados que todavía no descubren las delicias de los videos de gatitos.
Para dar impulso a su laboratorio, Facebook compró una compañía llamada Ascenta, la cual trabaja en el desarrollo de drones que usan energía solar y podrían permanecer en el aire durante meses. Y es que Facebook cree que basta cargar drones con equipo de banda ancha y utilizar ondas de radio para conectar dispositivos de tierra con una antena especial. Así, por ejemplo, si un usuario de una de las regiones más miserables de India quisiera tomar un descanso de su atroz existencia para calificar una publicación Facebook con un “Me gusta”, su señal subiría al dron y este, vía láser, enviaría la información a otros drones vecinos hasta que el sistema encuentre uno lo bastante próximo a una torre de tierra capaz de recibir el “Me gusta” y enviarlo al centro de datos de Facebook en Prineville, Oregón.
Por lo pronto, ninguna parte del sistema funciona y es por eso que Facebook habla de un “laboratorio”, porque es allí donde las compañías tecnológicas ponen las cosas que no funcionan.
Google también está en la carrera estratosférica con una versión llamada Project Loon (Proyecto Lunático), nombre que demuestra, por lo menos, que la compañía tiene sentido del humor. En vez del dron alado de Facebook, Loon utilizará globos de alta tecnología, tal vez miles de ellos flotando en la estratosfera donde, de igual manera, recogerán señales de radio y las enviarán a todos los vecinos hasta que uno pueda mandar los paquetes de datos a una torre terrestre.
Loon es parte de Google X, el laboratorio de Google; aún es prototipo y no funciona del todo bien.
No obstante, Google ha lanzado un programa piloto de Loon en Nueva Zelandia, donde hay 20 veces más borregos que personas (tal vez Google Analytics se enteró de que las ovejas neozelandesas compran cosas en China, haciendo búsquedas en Ali-baaa-baaa).
Con suficiente tiempo, los brillantes colaboradores de los proyectos Facebook y Google podrían desarrollar una internet aérea viable, pero eso nos lleva de vuelta a preguntar porqué fallaron los esfuerzos de otras mentes brillantes: el tiempo los aniquiló.
Todo sistema de internet aéreo debe utilizar ondas de radio, mas el espectro de radio es increíblemente difícil de conseguir debido a un desgastante proceso político y burocrático, el cual empeora de manera exponencial cuando alguien ofrece un sistema internacional radicado en el cielo.
El espectro global es regido por la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT). “Se requiere de varios años para pasar por el proceso UIT”, explica Alex Haig quien, a fines de los noventa, trabajara con su padre, Alexander, como presidente de su compañía de dirigibles de internet, Sky Station. “UIT exige infinidad de estudios y una vez aprobados, hay que conseguir la autorización de cada país por el que pasa la señal. Y si alguno no da su aprobación, estás frito”.
A eso se suma el problema de los derechos de sobrevuelo. Cualquiera puede poner un satélite en cualquier parte, pero si usted pretende volar un dron a 18 000 metros de altura, tendrá que vérselas con las autoridades aéreas militares y civiles de todos los países que cruce.
Nadie sabe cuánto demoran las autorizaciones para una internet en el cielo, porque nadie, jamás, las ha obtenido.
Y mientras los años pasan, la tecnología se desarrolla y se solicitan autorizaciones, la tecnología de internet inalámbrica terrestre, que utiliza un espectro ya aprobado, sigue avanzando a pasos agigantados ofreciendo velocidades inalámbricas cada vez más rápidas: 2G, 3G, 4G, Wi-Fi público.
De modo que, si el pasado es profético, antes que pueda implementarse un sistema en el cielo, este se volverá obsoleto y demasiado costoso, y las redes de tierra firme se expandirán lo suficiente para atrapar un buen segmento de clientes a los que iba dirigido el sistema aéreo. En determinado momento, el proyecto celeste tendrá que encarar su realidad y decir a los científicos espaciales que vuelvan a casa.
Gates cayó en esa trampa. En 1994, McCaw, su colega multimillonario de Seattle, convenció a Bill de unírsele en un proyecto denominado Teledesic. El objetivo era colocar una constelación de cientos de satélites en la órbita inferior para ofrecer banda ancha en una época en que la mayoría de los usuarios se conectaba con internet mediante módems telefónicos. Boeing invirtió 100 millones; el príncipe saudita, Alwaleed Bin Talal, aportó 200 millones, pero luego de años de demoras por razones tecnológicas y de reglamentación, Teledesic se extinguió.
A fines de la década de 1990, Motorola, Qualcomm y otras compañías internacionales hicieron planes para redes globales en el cielo; no obstante, a la fecha, ninguna ofrece internet al público.
Y por último, tenemos a Sky Station de Haig, un concepto más aproximado a lo que Facebook y Google están explorando en estos momentos. La iniciativa atrajo a un grupo de personalidades salidas de una película de Wes Anderson: Haig –el exgeneral que reconoció haber estado a cargo cuando el tiroteo de Reagan- como director de la compañía; Alfred Wong, físico de UCLA que desarrolló una “máquina de iones” para impulsar los dirigibles y que, el año pasado, terminó declarándose culpable de defraudar al gobierno; la legisladora Martine Rothblatt, quien antes se llamara Martin y fuera padre de cuatro niños.
El sistema que desarrollaron era prometedor: un dirigible ubicado a 20 000 metros de altura para dar servicio a todos los usuarios de internet de la ciudad (en la década de los noventa). El dirigible podía permanecer en el cielo hasta cinco años, pero como sucedió con otras estrategias, el tiempo acabó con Sky Station. “Terminamos vendiendo la licencia de nuestra tecnología a otra gente y dejamos el asunto”, confiesa Haig. “A nada llegamos”.
¿Por qué hay personas inteligentes que persiguen ese sueño? Porque “conectar al mundo” es una idea que emociona a los amantes de la tecnología. Dos tercios del planeta no tienen banda ancha, aunque más de 80 por ciento del mundo ya puede, por lo menos, conectarse con un teléfono celular. En teoría, el sistema basado en el cielo es la solución ideal para poner a toda la humanidad en la red.
Y, por supuesto, eso se traduce en nuevos clientes para Google y Facebook; aunque, en mi opinión, conseguir que los habitantes de Mongolia Exterior utilicen Google Plus no afecta en modo alguno el altruismo de Loon.