El combativo líder decidió que las olimpiadas debían ser un éxito para demostrar al mundo que Rusia ha vuelto al escenario.
Mientras Vladimir Putin presenciaba la ceremonia inaugural de los Juegos Olímpicos de Invierno en el balneario de Sochi, junto al mar Negro, una artificiosa evocación de la historia y cultura rusas se desveló ante sus ojos.
Escenas de Tolstoi y acordes de Tchaikovski; Pedro el Grande en un velero; incluso un reconocimiento a la colosal reconstrucción nacional después de la Segunda Guerra Mundial, bajo el reinado del hombre más cruel de la nación: Josef Stalin, cuya dacha en Sochi aún se encuentra preservada.
Putin dijo que había enfundado la ciudad en un “anillo de acero”, refiriéndose a una estrategia de seguridad sin precedentes para proteger atletas, juegos y todo lo que el presidente ruso pretende obtener de ellos. Otro ejemplo de la consabida retórica machista a la que Putin ha acostumbrado a los rusos y al mundo.
Mas en este caso, pocos pueden criticarlo: Sochi se encuentra a pocos centenares de kilómetros de lo yermos del Cáucaso (Chechenia, Daguestán y Kabardia-Balkaria) donde, desde hace siglos y aún ahora, los rusos han combatido a los separatistas islámicos.
Según sus empleados del Kremlin, al Presidente le preocupaba lo que podría ocurrir durante los juegos y en particular, la ceremonia de inauguración. Un ataque terrorista desataría el caos y echaría por tierra su sueño de una olimpiada que transmitiría al mundo su mensaje: Rusia ha vuelto al escenario.
Pero al desarrollarse la ceremonia, esos pensamientos se disiparon y los ojos del mandatario comenzaron a brillar. El hombre fuerte de Rusia, el hombre que –según su homólogo estadounidense, Barack Obama- se hace pasar por “tipo rudo” en su país, trataba de contener las lágrimas.
No cabe duda que los XXII Olímpicos de Invierno son los juegos de Putin. ¿Por qué se celebran en Sochi, popular balneario de veraneo donde la temperatura promedio en febrero es de 8 grados centígrados? Porque a Putin le encanta Sochi y a menudo visita la dacha donde los líderes rusos se han hospedado desde hace décadas.
Muy aficionado al deporte, alguna vez comentó que le gustaría esquiar en invierno cuando visitara la entidad así que Gazprom, la gigantesca gasera estatal, le construyó un resort de esquí en las montañas, cerca de su casa.
En 2007, cuando convenció al Comité Olímpico Internacional de que Sochi tenía lo necesario para patrocinar los Juegos de Invierno, Rusia gastó no menos de 51 mil millones de dólares para construir las instalaciones deportivas: una cantidad mucho mayor que la desembolsada por cualquier otro país anfitrión, volviendo insignificante incluso la enorme suma que gastó Pekín para sus Olímpicos de 2008. Y de ese total, una buena cantidad –según informes de prensa- quedó en manos de empresarios de estrechos nexos con el Kremlin.
“Putin es el mayor estafador del mundo. Mi partido y yo contamos en miles de millones de dólares lo que él y sus amigos ganaron con estos juegos”, acusó Boris Nemtsov, político de oposición y exministro de finanzas, cuyo partido ha investigado alegatos de corrupción relacionados con los juegos.
Fue obvio que, para el mandatario, el precio no sería objeción si los juegos podían darle lo que más anhelaba: las imágenes de una Rusia nueva y moderna transmitidas a un público televisivo global. Amén de su amor por los deportes, a Putin no le obsesiona la cuenta de medallas. Para él, los juegos se resumen en lo que aparece en las pantallas diariamente: hermosas instalaciones de montaña y costa; caminos, túneles y puentes impecables, nuevos ferrocarriles que transportan espectadores hasta las hermosas cumbres. Lo mejor de la Madre Rusia.
Antes de las competencias, periodistas extranjeros se dieron gusto criticando el hospedaje en Sochi, sus hoteles a medio construir y sin agua potable, ausencia de cortinas de baño y almohadas. En una era de medios sociales, sus relatos terminaron por aburrir en un nanosegundo; pero más que eso, los narcisistas reporteros deportivos de todo el orbe –como sus colegas rusos- no entendieron que el problema era para ellos.
“Putin es el único líder mundial a quien poco le interesa que los periodistas estén cómodos o no”, afirma un veterano reportero investigativo moscovita.
En buena medida, el ruso promedio está de acuerdo con la manera como Putin dirige los asuntos nacionales, pese a que el resto del mundo observa con inquietud la situación del país: abusos de derechos humanos, represión de medios (las autoridades están clausurando el único noticiero televisivo independiente de Moscú), la creciente lucha por el poder en Ucrania, la tormenta internacional sobre la controvertida legislación rusa contra la propaganda gay.
Sin embargo, ese sentir solo halla eco en un segmento de la élite urbana rusa, esa fracción que salió a las calles en cifras significativas para manifestarse contra la reelección presidencial de Putin en 2012.
Porque la silenciosa mayoría todavía aprueba al régimen y a decir de muchos analistas políticos, el éxito olímpico consolidará esa opinión. Según la encuesta decembrina de Levada Center, grupo de investigación independiente sitio en Moscú, cerca de 65 por ciento de la población rusa está satisfecha con Putin.
¿Cómo llegó hasta allí?
Para entender el influjo de Putin en el país y el simbolismo de los juegos de Sochi, es indispensable comprender no solo de dónde salió el mandatario (después de todo, cualquiera sabe que es hijo de la KGB), sino cuándo.
Putin ha estado en la mira del público nacional e internacional desde hace tanto tiempo, que es fácil olvidar su meteórico ascenso al poder. En 1999, el entonces presidente Boris Yeltsin lo sacó del anonimato para instalarlo como primer ministro y el primer día del nuevo milenio (enero 1, 2000), impactó al mundo al renunciar y entregar la presidencia rusa a Putin, entonces de 47 años.
En aquellos tiempos, a menos de una década del colapso de la Unión Soviética, Rusia se había convertido en una nación caótica y extraordinariamente deshonesta. La familia Yeltsin fue acusada de excesos de corrupción y el propio expresidente, un envejecido alcohólico de salud cada vez más precaria, ni siquiera podía controlar lo que ocurría a su alrededor.
Desde la perspectiva de Occidente, la Unión Soviética había perdido su poder y eso permitió que, en la década de 1990, Estados Unidos se tomara unas vacaciones. Pero el optimismo de que Rusia hiciera la transición a un país más o menos normal, comenzó a disiparse con celeridad.
El pueblo llano, sobre todo los empleados del Estado (maestros, militares de rango, médicos y enfermeras, trabajadores de compañías estatales), a menudo debía pasarla sin sueldo. Por entonces, como jefe del despacho moscovita de Newsweek, escribí un triste y extenso artículo sobre la racha de suicidios entre las filas de oficiales del Ejército ruso.
Un caso notable fue el de un oficial del comando estratégico de cohetes, quien cayó en una profunda depresión debido a que, como no le habían pagado en varios meses, no pudo comprar un regalo de cumpleaños a su esposa; así que sacó el revólver del escritorio en su hogar de la provincia oriental de Kamchatka, salió del edificio de apartamentos y se pegó un tiro en la cabeza.
Cuando Yeltsin renunció, incluso sus simpatizantes en el gobierno estadounidense lanzaron un suspiro de alivio. El entonces embajador en Moscú, Jim Collins, me dijo en confidencia que no estaría mal que un nuevo presidente mostrara algo de energía y tomara el control del país. La entonces secretaria de Estado, Madeline Albright, calificó públicamente a Putin de “reformador”, aun cuando el gobierno estadounidense poco sabía de sus tendencias.
¿Cuáles eran esas tendencias? La Unión Soviética se había desintegrado, el desorden había desarticulado las fuerzas armadas de Rusia y la economía nacional era un desastre. Para Putin –y los antiguos funcionariosde la KGB a quienes elevaría a nuevas posiciones de influencia- solo había una palabra para describir lo que sentían: ira.
Años después conocí a Vladimir Yakunin, uno de los compinches de Putin y director del enorme ministerio de Ferrocarriles. Igual que su patrón, Yakunin era un antiguo KGB que prestó servicio, nada menos, que como rezidentura (jefe de estación) en las Naciones Unidas, lo que le permitió vivir en un complejo soviético de Riverdale, en el noroeste del Bronx, a pocas cuadras de donde provenía mi familia.
Nos hicimos amigos y en cierto momento le dije que, a fines de la década de 1990, los corresponsales extranjeros de Moscú teníamos un dicho para describir nuestro trabajo: Lo que sucedía allá era “estupendo para el periodismo, pero realmente malo para Rusia”.
Al oírme, Yakunin se levantó de un salto de su silla, a la cabeza de la enorme mesa de conferencias de su despacho en el ministerio de Ferrocarriles. “¡Y con razón!”, exclamó, emprendiendo entonces una diatriba sobre la era Yeltsin que aún resuena en mis oídos.
El país en el que Putin y Yakunin habían crecido estaba destruido y a partir de enero 2000, Putin haría lo que fuera para restaurarlo.
Los juegos de Sochi son un hito en esa restauración. Yevgeny Fedotov, parlamentario del gobernante Partido Rusia Unida, explicó el pasado julio: “Necesitamos esto para establecer el liderazgo mundial de Rusia, para que dejen de considerarnos un país tercermundista”.
Putin fue lo bastante astuto para saber que no lo conseguiría con una economía de estilo soviético. De hecho, gracias a su experiencia en San Petersburgo –uno de los primeros laboratorios de cambio económico de principios de la década de 1990- sabía que Rusia aún necesitaba de inversiones privadas y extranjeras.
Si bien sus ministros de finanzas y economía han sido tan liberales como –según dicen- su primer ministro Dmitry Medvedev, el propio mandatario supervisó el resurgimiento del control gubernamental sobre los “más altos niveles” de la economía y en particular (para Rusia), de los sectores más estratégicos: petróleo, gas y otros recursos naturales.
Para Putin y sus hombres, el renacimiento tras la era Yeltsin también significaba restablecer la influencia de Moscú en el mundo, algo que no habría ocurrido sin la fortaleza económica que Rusia ha adquirido en la última década.
Entre 1999 y 2008, y el inicio de la crisis económica global, el crecimiento promedio de Rusia fue 6.5 por ciento anual; después de la crisis, el crecimiento se reactivó rápidamente, promediando 4.1 por ciento entre 2009 y la actualidad.
“Para muchos rusos, el acelerado crecimiento económico ha sido el logro más importante del régimen de Putin”, señala Stephen Sestanovich, exdiplomático estadounidense.
¿A qué se debió? Putin debe agradecer a uno de los 60 jefes de Estado que, a diferencia de Obama y muchos de sus colegas occidentales, se tomaron la molestia de visitar Sochi para la inauguración: el presidente chino Xi Jinping.
La década de crecimiento de Rusia ha coincidido con el 10 por ciento de crecimiento anual del PIB chino, impulso que ha transformado a Pekín en la segunda economía mundial y el principal motor de una nueva demanda de todas las cosas que ofrece Rusia: crudo, hierro, metales preciosos, madera.
Lo irónico es que China no compró directamente a Rusia, pues su arraigada desconfianza geopolítica persiste en entorpecer el comercio directo entre ambas naciones (aunque el ritmo se ha incrementado en años recientes). En vez de ello, la demanda china elevó los precios globales de una gran variedad de recursos, lo que benefició a Rusia de manera indirecta, pero muy concreta.
Lo que nadie sabe es si continuará el crecimiento ruso bajo la dirección de Putin; de hecho, la incertidumbre económica podría ser la única amenaza política a corto plazo para el mandatario. El año pasado, el crecimiento se ralentizó a 1.4 por ciento y es posible que apenas supere esa cifra en 2014, sobre todo con la desaceleración del crecimiento chino y su impacto en el precio global de bienes de consumo.
En otras palabras, los siete años de preparación para los juegos de Sochi podrían ser el máximo logro de Rusia, en particular si la economía sigue vinculada a sus recursos naturales –en particular, petróleo y gas- como ha sido bajo Putin.
¿Cuánto tiempo más?
Es imposible saber qué pensaba Putin mientras contenía las lágrimas en la ceremonia inaugural de sus juegos. A pesar de sus 61 años, en todas las fotografías luce en estupenda condición física, ya sea derribando a un contrincante en un encuentro de judo o tendido en la proa del barco, ballesta en mano, para tomar una biopsia de carne de ballena frente a la costa del Pacífico.
Según la Constitución, puede permanecer en su cargo hasta 2024, pero algunos opinan que no permitirá que ese detalle le impida gobernar un periodo más prolongado, si así lo decide.
Algún tiempo después que dejara el gabinete estadounidense, pregunté a Albright si Putin –el reformador que celebrara tras su elección- se convertiría en presidente vitalicio.
“Es probable”, respondió.
En opinión de los seguidores del mandatario, como Yakunin, Rusia ha vuelto al escenario. Ya no se inclina ante Estados Unidos ni el FMI como hiciera a fines de la década de 1990, y ahora ejerce su influencia en Oriente Medio (donde Estados Unidos va en retirada) y en Asia Central (donde pretende frenar las ganancias de China).
La clase media rusa es más numerosa y sólida de lo que fuera hace una década; y esas son las cosas que importan a Putin.
Y si los juegos de Sochi se desarrollan en paz hasta su conclusión, bien podrían señalar el apogeo de su reinado pues, aunque Rusia se haya vuelto más relevante que hace 10 años, su influencia es limitada.
Nunca volverá a ser la potencia de la juventud de Putin o sus años en la KGB, y tal vez ese pensamiento cruzó por la mente del mandatario mientras Pedro el Grande pasaba flotando en un velero imaginario, rodeado de un anillo de acero, en una cálida noche de invierno.