Sobre Red Bull pesa el honor de haber sido la primera marca lanzada desde el espacio; cuando hace un año Felix Baumgartner se dejó caer desde una lata en la estratósfera, la mercadotecnia deportivo alcanzaba el sitio más alto que cualquiera hubiera imaginado.
Nike, Adidas, Coca Cola, se habían quedado lejos, parecían marcas terrestres al lado de la exótica bebida austriaca que, literalmente, estaba cumpliendo como ninguna otra su promesa de campaña: “Red Bull te da alas”.
El vuelo de Baumgartner no solo aprovechaba el desafío que suponía romper las leyes de gravedad, sino que explotaba el uso de internet como plataforma de lanzamiento. En realidad el astronauta no se estaba lanzando desde una cápsula, lo que estaba haciendo era sumergirse en el ciberespacio.
Aquellos días, mientras el viento y las condiciones atmosféricas retrasaban el evento, millones de personas enlazaban sus tabletas, iPhones y PC al sistema que Red Bull tenía montado para transmitir esta locura. La audiencia se contaba por millones, en cualquier idioma y desde cualquier punto, la humanidad presenciaba el hecho como si se tratara del primer hombre que pisaba la Luna. Baumgartner, patrocinado por Red Bull, estaba superando en popularidad a Neil Armstrong y la NASA.
El posicionamiento que la marca alcanzaba superaba los límites de lo razonable. Todas las variables por las que la mercadotecnia compite diariamente en cualquier sector coincidían en el mismo punto y a la misma hora: distribución, penetración, publicidad, fidelidad, imagen, comunicación, comunidad. Todavía no podemos definir si aquello se trató de una hazaña deportiva, científica o de mercado; sin embargo, la pregunta a la que cualquier estrategia de publicidad debe responder es: ¿cuántos litros de Red Bull extras se han vendido desde entonces?
Con una cuota de 80 por ciento de mercado en bebidas energizantes, Red Bull prácticamente no tiene competencia. La empresa austriaca fundada por Dietrich Mateschitz, con una fórmula tailandesa para combatir el jet-lag, reporta ventas anuales por 5.6 billones de dólares. La fortuna de Mateschitz está valuada en 7.1 billones; considerado el millonario número 168 en la lista de Forbes, este austriaco puede ser uno de los grandes genios de la mercadotecnia moderno, ese que aprovecha el entorno digital de tal forma que logra hacer de su marca un contenido, una noticia, un mensaje cada día.
El sueño de cualquier publicista es que los medios sean gratuitos. Los espacios por los que cada año las grandes marcas pagan millones, a Mateschitz y Red Bull prácticamente les salen gratis, incluso hay medios que llegan a pagar por emitir los contenidos que Red Bull produce.
Los deportes han demostrado, una vez más, la enorme penetración que alcanzan. Son la herramienta más efectiva que existe para impactar con un mensaje a millones en un suspiro. Aquí mismo, en Newsweek en Español, hemos dado cuenta del inmenso poder que organismos como la FIFA y el COI obtienen sobre la gestión de sus eventos, tanto a nivel político como comercial. Red Bull, sin embargo, se alejó de aquellos deportes tradicionales en los que existían enormes barreras de entrada y eligió otros, alternativos o espeluznantes, donde a través de cientos de nichos logró consolidar una enorme audiencia: el paracaidismo, parapente, surf, xgames, carreras de aviones, clavados extremos, biking, skating, snowboarding y en general cualquier actividad que se burle de la teoría del señor Isaac Newton.
La lista de deportes y atletas auspiciados por la marca es interminable. De ser una bebida enlatada, Red Bull ha pasado a ser un gran generador de contenidos, en paralelo construyó una auténtica liga con una comunidad de seguidores en crecimiento dispuestos a consumir, compartir y taggear todo aquello que la marca distribuye.
Red Bull, sin embargo, necesitaba triunfar allí donde las marcas más tradicionales y reconocidas han triunfado. El circo de la Fórmula Uno ha sido a lo largo de la historia el mejor escenario para posicionar a una marca en los niveles más altos de prestigio. Son legendarias las escuderías que, asociadas a un patrocinio, gozaron de enormes porcentajes de lealtad, admiración y reconocimiento; el viejo modelo de la Fórmula Uno fue el que antes del surgimiento de internet mejor explotaba el fenómeno fan. Todavía se recuerda aquel impresionante Lotus dorado con negro de John Player Special que conducía un novato Ayrton Senna, el Benetton de Gerhard Berger, el Marlboro Maclaren de Alain Prost el mismo Senna, las flechas plateadas de Mercedes Benz y, desde luego, la marca de marcas, Ferrari, un símbolo histórico de la mercadotecnia deportivo y uno de los escudos más admirados en el mundo, representante perfecto de la sensualidad, el poder, el glamur, la elegancia y el arrojo. Ferrari convoca todos los valores que hacen aspiracional a una marca: admirada, reconocida y memorable.
Ese mundo de la Fórmula Uno parecía aún más difícil de romper, que la gravedad que tantas veces había desafiado Red Bull. Su llegada al automovilismo profesional fue vista en un principio como una nueva acción de mercadotecnia, pronto los autos de la escudería empezaron a circular a través de virales en línea en desiertos, tundras, ciudades, playas; la espectacularidad de un Fórmula Uno, su fuerza, su rugido, a nadie deja indiferente. Pero la estrategia de Red Bull esta vez iba más allá de un simple patrocinio. La escudería fue adquirida por 120 millones de dólares a la antigua Jaguar Racing, propiedad de Ford y, a partir de ahí, temporada tras temporada, convirtió la competencia en un infierno para los viejos rivales Ferrari, Maclaren, Williams, Lotus. El éxito ha sido basar buena parte de la ingeniería en las manos de un joven agresivo que está a punto de convertirse en uno de los pilotos más ganadores de la historia: Sebastian Vettel.
En este momento, el alemán, con tres campeonatos mundiales, se coloca en una lista de leyendas que con solo leerlas ponen los pelos de punta: Jack Brabham, Jackie Stewart, Nikki Lauda, Nelson Piquet y Ayrton Senna, todos ellos con el mismo número de títulos que él; pero ahora Vettel, con el cuarto título en el bolsillo, se coloca a la altura de Alain Prost dejando a tiro, con apenas 26 años, las hazañas de Juan Manuel Fangio con cinco campeonatos, y Michael Schumacher con siete.
Sobre Vettel pesa, sin embargo, la leyenda negra de la aerodinámica. Tras sus cuatro campeonatos y los títulos de Red Bull en el mundial de constructores, existe para la mayoría algo más que audacia deportiva, la bravura del piloto se ha puesto en discusión gracias a la ciencia de dos hombres: Christian Horner y Adrian Newey. El director de escudería y su director técnico diseñaron una máquina infernal que, otra vez, basándose en la premisa de la marca, te da alas, ha logrado dominar como nadie las corrientes, turbulencias y el viento sobre las pistas que a través de multidifusores, propulsores y escapes combinados con la electrónica, hacen del Red Bull el auto más rápido de la historia.
Pero en defensa del alemán, debo decir que su tercer campeonato, hace un año, lo consiguió prácticamente solo, dando una muestra de su gran capacidad y valentía. Mientras la FIA (Fereación Internacional de Automóvil) y el resto de constructores y pilotos le perseguían, Vettel llegaba al último gran premio en una situación desfavorable. Vettel arrancaba la carrera en cuarta posición, pero una gota, dos gotas, tres gotas y después, la teoría caos: cambio de posición, rebase, trompo, y colisión. El agua en la visera de Sebastian Vettel (Heppenheim 1987) estaba a punto de escurrirse. Minutos antes de arrancar, un murmullo escalofriante recorría la parrilla de salida: se oyeron tambores, llegó el agua. El título de F1 lo decidía el cielo. El líder del campeonato cayó del cuarto al puesto 21 de salida en tres segundos. El inmenso circo de sistemas y fibras de carbono inventado por Red Bull, capaz de aventarnos un hombre desde el espacio, claudicaba frente al suave canto de una tribu Yanonami. El encanto del Amazonas en Brasil, donde se decidía el título, hacía llover sobre el circuito de Interlagos y las condiciones de carrera, tan naturales, se volvían contra las máquinas.
Webber y Vettel, dos toros mecánicos, patinaron como reses ensebadas. Button, Hamilton y Alonso, más hábiles y ligeros, aprovecharon el rocío sobre la pista y se lanzaron en estampida. Allí iban miles de caballos de fuerza con esa música que desgarra el tímpano y enchina el cuero. No hay espectáculo más auténtico en la F1 que una arrancada rompiendo cortinas de agua. Quedaban 70 húmedas vueltas para Vettel, el campeón remontó hasta 17 posiciones con el auto herido en un costado y tres cambios de llanta. Una lección de conducción que alcanzó para terminar séptimo y asegurar el título. El tercero de su vida, que lo metía a la exclusiva familia de Fangio, Stewart, Brabham, Lauda, Piquet, Prost, Senna y Schumacher.
Pero la pregunta es si Vettel, un piloto in vitro de Red Bull, nació en esa familia o fue adoptado. Bajo la lluvia y todavía sonando los tambores Zoé, Fernando Alonso (2) volvió a montar su caballo para refugiarse en la jungla…
La historia del tercer campeonato mundial de Vettel sirve para entender que Red Bull, más allá de mercadotecnia, estrategias, sistemas y publicidad, es también una de las grandes promotoras del deporte mundial. Y para eso hace falta mucha pasión.
José Ramón Fernández Gutiérrez de Quevedo es periodista, escritor y director de operaciones de Publicidad y Clubes de Fútbol en CANAL+ España.