Nos agrada cuando nuestros iconos culturales representan el papel de personas marginales: Charles Bukowski se coronó como “el poeta laureado de los barrios bajos”, Jean-Paul Sartre rechazó el Premio Nobel de Literatura porque le repugnaban los “honores oficiales”, Muhammad Ali se negó a enrolarse en el ejército estadounidense para combatir en el extranjero porque “No voy a luchar contra el Viet Cong”, Sinead O’Connor rompió una imagen del Papa Juan Pablo II en Saturday Night Live.
Por otro lado, tenemos a Diego Velázquez, el cofrade consumado, un pintor de la corte que no tenía ningún reparo con respecto a su acogedora posición cercana a los miembros de la realeza española. No era ni un revolucionario ni un iconoclasta, ni siquiera según los estándares del siglo XVII. Las pinturas que ejecutó al servicio del Rey Felipe IV tienen una belleza rigurosa y austera, una gran atención al detalle humano que encuentra todo lo que busca en los sujetos: la manera en que el Papa frunce los labios, la esbelta gracia de los dedos de una infanta. Dejemos que Pollock tenga sus arrebatos etílicos, que Gauguin tenga sus ensueños románticos en Tahití. Lo que atrajo a Velázquez fue el oficio puro, el dominio sobriamente adquirido.
Ese oficio estará a la vista del público en el Museo del Prado de Madrid a partir del 8 octubre en una exposición titulada “Velázquez y la familia de Felipe IV”, que reúne 30 obras realizadas por el artista sevillano y acólitos como Mazo (su yerno) y Carreño. Comprenden el período que va de 1649 hasta su muerte en 1660, abarcando su segundo viaje a Roma y la última década productiva en la corte de Felipe. Durante esa época, creó su pintura más famosa, Las Meninas (o las Damas de honor), una obra maestra de la intriga que, por sí sola, le otorgó a Velázquez un lugar en el nivel más alto del canon artístico. También se encuentran en la exhibición, para la cual se pidieron prestadas pinturas de Viena, Nueva York y París, obras como la oscura y delicada Infanta Margarita con vestido azul y la imagen del Papa Inocencio X, que luce como si estuviera enfrascado en un juego de miradas con el Demonio mismo.
Por su parte, Felipe IV se muestra ceniciento, con los ojos caídos y la mirada perdida, quizás con la conciencia de que preside un imperio en decadencia. De hecho, cuando Velázquez nació, en 1599, la época dorada de la monarquía Habsburgo se acercaba a su fin. Después de desempeñarse como aprendiz de Francisco Pacheco, que era un mejor maestro que pintor, encontró un puesto en la corte de Felipe, donde permanecería por el resto de sus días, asumiendo finalmente tareas administrativas, similares a las de un curador.
Quizás su biografía sea aburrida. Sin embargo, sus obras no lo son, aun si no siempre resultan agradables para el espectador informal. Como escribió el historiador del arte Willibald Sauerlãnder en The New York Review of Books: “[Sus] pinturas eluden la empatía subjetiva. No es posible relacionarse con ellas en términos familiares, sino simplemente admirar su colorido esplendor desde la lejanía. Se yerguen ante el observador como un soberano que concede una audiencia”.
El realismo es la regla aquí: las cosas como eran, no como podían o debían ser. A diferencia del místico e hiperbólico Greco, que surgió antes que él, Velázquez no era dado a los ensueños religiosos; a diferencia de Goya, que vino después, no exploró los rincones más oscuros del corazón humano. Velázquez pintó lo que vio. Afortunadamente para nosotros, lo vio espléndidamente.
Además, Velázquez siempre ha sido relevante para la concepción que España tiene de sí misma; el país estaba en decadencia durante esa época, mientras que crecían los imperios del norte. Lo mismo ocurre hoy, con los países mediterráneos empantanados en la deuda, buscando ayuda de países como Alemania. Parece muy natural que, en una época de caos, una cultura se vuelva hacia aquellas piedras de toque en las que más confía. Explica Javier Portús, jefe de conservación de pintura española del Museo del Prado: “Velázquez es uno de los puntos de referencia de nuestra memoria colectiva. Durante siglos, hemos usado con frecuencia sus obras para reflexionar acerca de nosotros mismos y de nuestra historia, a manera de espejo.”
Algunas personas han sugerido que, dado que España se encuentra en recesión y sus instituciones culturales están en problemas, el Prado ha organizado una exposición de Velázquez porque está seguro de que atraerá a multitudes de españoles y de turistas. María de la Peña Fernández-Nespral, portavoz del Museo del Prado, cuestiona esa afirmación. “Ese no es el propósito”, dice.
Pero esas son consideraciones secundarias, o terciarias. Dejemos que los críticos riñan por ellas. En lugar de ello, miremos el retrato de La Infanta Margarita, una flor exuberante pero rígida, constreñida por su propio esplendor. O a Felipe Próspero, con sus características indeleblemente delicadas. Un perro reposa en un sillón, mucho más a gusto que su amo. Tampoco necesitamos una excusa para admirar largamente el gran misterio que es Las Meninas, así como tampoco necesitamos una excusa para enamorarnos.