Hoy mantengo lo dicho entonces: no es realmente legítimo el presidente de un país cuyo total de votos recibidos no alcance, o es más, quede tan lejos siquiera de las preferencias de la mitad de los votantes. Parece un chiste. Pero solo ocurre que en México no hay segunda vuelta electoral, de modo que nunca sabremos en verdad quién hubiese sido el candidato electo.
Así, observemos que en aquellas elecciones presidenciales de 2006, ese 41 por ciento de abstenciones significó que “solo” 29.5 millones de mexicanos no ejercieron su derecho al voto, lo cual, claro, demuestra la falta de fe en la democracia existente —o en los políticos que la representan—, pero sobre todo deja explícito un alto grado de irresponsabilidad de la ciudadanía. Además, al tomar en cuenta ese nivel de abstencionismo, surgen varias preguntas: ¿hubieran resultado tan reñidas las elecciones de 2006 si aquel 29.5 millones de personas que no votaron lo hubieran hecho?, ¿sería presidente de México quien hoy lo es si esos ciudadanos hubieran ejercido su derecho? Nunca lo sabremos. No existen estadísticas para determinar a cuáles grupos sociales pertenecían los abstencionistas de entonces y, por tanto, no podemos tener una idea de cuál hubiera sido su intención de voto, su preferencia posible. Así las cosas, no es muy errado suponer que quienes entonces no emitieron su opinión, hoy se arrepientan de haber actuado de esa manera al constatar la situación política, económica y social del país; de su país.
De lo antes dicho podríamos concluir que quienes no ejercen el derecho al voto asumen una posición cuando menos egoísta y que, ponderada con neutralidad, a la corta o a la larga va en contra de ellos mismos, puesto que enrarecen el presente y el porvenir de la sociedad de la cual forman parte; y aun es elemental, en lo que se refiere a lo personal, que perjudican indirectamente, pero en buena medida, a sus descendientes. Agréguese que desconocer el alto costo financiero de unas elecciones que se pagan con los impuestos de los ciudadanos —bueno, de los que pagan impuestos— patentiza no otra cosa que un bajo sentido de los valores colectivos, de carencia de civismo.
Por otra parte, no son pocos los que piensan que votar por uno de los partidos pequeños, que de antemano sabemos que no obtendrá victoria alguna, es un voto inútil. Yo no lo creo, al emitir nuestra preferencia por uno de esos partidos manifestamos cierta dimensión de las inclinaciones presentes, pero sobre todo, de las potencialmente futuras; algo de sumo valor para establecer los proyectos de una sociedad avanzada. El único voto inútil es el que no se ejerce.
Así las cosas, ante esta situación del creciente abstencionismo en las elecciones en México, podríamos preguntarnos: ¿tendrá razón la legislación de esos países donde el voto es obligatorio?