Todo proceso de construcción de gobierno enfrenta diferentes niveles de
complejidad. Una de sus aristas es el tema relativo al diseño, implementación y
evaluación de las políticas públicas, lo cual exige al menos tres elementos: a)
generación de consensos políticos y sociales que garanticen la viabilidad de la
política de que se trate; b) un adecuado diseño técnico, que parte de un
diagnóstico apropiado y se traduce en la generación de estrategias de intervención
que deben obedecer a los criterios de eficiencia, eficacia y pertinencia, y c) un
adecuado diseño financiero y presupuestal que garantice que la política pública
tendrá efectos positivos en la generación de bienestar y capacidades para el
desarrollo.
Diseñar políticas públicas es un proceso en el que debe interactuar el rigor de la
ciencia con la sensibilidad política y social de quien las implementa. Apegarse sólo
a lo que dictan los criterios científicos ha derivado en la fría racionalidad
tecnocrática que hemos padecido en los últimos 30 años. Por el contrario, diseñar
y operar estrategias de gobierno sólo con base en la buena voluntad y el interés
genuino de ayudar puede tener resultados catastróficos.
Las políticas públicas tienen además como característica que no se pueden
diseñar desde “cero”; es decir, su construcción está regida por el orden
constitucional, por el entramado jurídico y por el sistema normativo que existe en
materias específicas y que se articula a través de las Normas Oficiales Mexicanas
y Normas Mexicanas.
Para el gobierno que habrá de iniciar el 1º de diciembre hay condiciones
excepcionales de mayoría y representación legislativa, tanto en el Congreso
federal como en los Congresos estatales. Lo que debe evitarse es la tentación del
“mayoriteo”, es decir, la enorme legitimidad que se le dio a López Obrador a través
del voto implica el mandato de cambiar el estilo de gobernar y transitar de un
modelo aun vertical y autoritario a uno que auténticamente democratice a la
Presidencia de la República.
Este es un reto mayúsculo, sobre todo para un líder carismático -en el sentido que
le dio al término Max Weber-, porque lo que una buena parte de la ciudadanía
espera es que López Obrador se convierta en el estadista que el país necesita
para pasar de la alternancia a una auténtica transición democrática: nada abonaría
más a un país de justicia que despojar a la Presidencia de la figura de “un solo
gran hombre” y transformarla en una institución articuladora de la pluralidad
nacional.
De manera paradójica, los gobiernos tecnocráticos habían ofrecido eliminar la
discrecionalidad y el voluntarismo del ejecutivo, tomando medidas apegadas a una
estricta racionalidad científico-técnica. Sin embargo, se mantuvo intacta a la
Presidencia y sus facultades, tanto constitucionales, como varias de las llamadas
“meta-constitucionales”, además de un esquema de relación con las entidades
federativas en las que los gobernadores se convirtieron, en la práctica, en una
especie de virreyes que provocaron, con la complicidad y complacencia de las
autoridades federales, la existencia de lo que Rolando Cordera ha llamado “un
federalismo social salvaje”.
Para que la implementación de las políticas públicas sea la correcta, se necesita
una burocracia profesional, con la formación y conocimiento apropiados, ya no
sólo del gobierno, sino de la población y del territorio en que habrá de operar. En
ello también hay un importante reto, pues si la lógica del diseño e implementación
habrán de modificarse, también deberá ser prioridad la capacitación o incluso la
formación de quienes serán los responsables operativos en campo.
El triunfo de López Obrador ha abierto enormes expectativas y, en amplios
sectores de población, una auténtica esperanza de que las cosas habrán de
cambiar para bien. Por ello, él y su gabinete tendrán que ser capaces de avanzar,
atendiendo las urgencias del día a día; pero, sobre todo, articulando las
transformaciones estructurales que nos hacen falta. No más, pero tampoco menos
que eso.