Un cambio político puede relanzar la imagen de México en el mundo y con esto recuperar aliados y fuentes de apoyo como pueden ser los países de la Unión Europea, Canadá y, sobre todo, la propia región latinoamericana tan olvidada por años.
ANTE UN NUEVO escenario político en México, que no es solo el cambio del grupo en el poder, sino la promesa de un cambio de modelo en un sentido más amplio, el principal reto en política exterior para el país seguirá su relación con Estados Unidos. La agenda con ese país es monumental, pues pasa por los temas más básicos hasta los más complejos. Desde la economía de gran escala (TLC, aranceles, cuotas), hasta la migración de millones de personas que viven entre ambas sociedades. Además, la intensidad del flujo financiero, comercial y humano a través de todos los cruces fronterizos de los dos países es por sí mismo un reto y una oportunidad. Geografía es destino y es imposible cambiar esta realidad sin considerar que el escenario de la relación bilateral pasa por un momento sombrío que ha impuesto la narrativa del presidente Trump desde su llegada al poder. Un nuevo gobierno tiene que trabajar desde ese escenario que implica incertidumbre ante los cuestionamientos del modelo comercial, TLC, que la administración de Trump simplemente tiene en el limbo y que el gobierno saliente mexicano no logró, pese a intentarlo, amarrar en algunas de sus propuestas más básicas.
Irónicamente esto le da la oportunidad a un nuevo equipo de relanzar una negociación bajo otras bases y, en todo caso, beneficiarse del discurso que impera en la opinión pública mexicana de que el TLC puede acabar —pese a México—, que hay otras fuentes de negociación comercial internacional (Organización Mundial de Comercio, OMC) a las que el país puede recurrir y que, en su caso, es necesario pensar nuevos esquemas y nuevas fuentes de desarrollo interno (inversión en el campo mexicano no solo de exportación), como opciones que no necesariamente eran lo que los mexicanos querían, pero que la presidencia actual de Estados Unidos acabó imponiendo. Quién lo diría, pero la postura intransigente de Trump benefició la idea de cambio en México, pues obligó al país a pensar que las cosas no iban a seguir igual, aunque desde la élite mexicana se insistiera que todo iba muy bien.
Este mismo esquema funciona para el tema migratorio. Los peores temores de que se pudiera dar una creciente deportación, persecución y asedio de la población migrante no documentada en Estados Unidos llegaron. El hecho de que pudiera darse un clima que exalta el odio e incluso que hubiera políticas draconianas como la separación de niños de sus padres migrantes en su mayoría centroamericanos, pero en un número muy importante mexicanos, también han sido elementos que obligaron al país (su clase política y la opinión pública) a reconocer que la posición de México como nación incondicional a Estados Unidos ya no le es útil.
En este escenario, un cambio político puede relanzar la imagen de México en el mundo y con esto recuperar aliados y fuentes de apoyo como pueden ser los países de la Unión Europea, Canadá y, sobre todo, la propia región latinoamericana, tan olvidada por años desde México.
En las relaciones internacionales el prestigio y la reputación son cartas de presentación fundamentales y el simple hecho de que los mexicanos apoyen un cambio no solo superficial sino más estructural, es mejor propaganda positiva ante el mundo que las miles de fotos de playas paradisiacas y lugares coloridos con que se promueve la imagen de México. Un país que por lo menos reconoce sus problemas para intentar resolverlos es un país respetable.
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La autora es profesora e investigadora del Instituto Mora