Sonó de pronto, como suenan las cosas que no se anuncian: el ringtone de alguien en una sala de juntas.
Here comes the sun.
Los primeros acordes, ligeros, casi torpes en su alegría.
Y bastaron tres segundos para que algo en mí viajara en reversa.
Era esa canción.
La que elegí, en otro tiempo, para caminar hacia el altar.
No hacia uno figurado, sino hacia el literal: vestido blanco, flores color durazno, la certeza insólita de que estaba haciendo algo importante, casi sagrado.
Una decisión envuelta en fe, superstición y banda sonora.
Tal vez fue soberbio. Tal vez fue tierno.
A veces pienso que fue ambas.
Y ahí estaba de nuevo.
En medio de una reunión, sin contexto, sin aviso, justo esa melodía. Y aunque no me rompió, sí me atravesó.
Porque hay sonidos que no suenan: despiertan.
La memoria auditiva es una brújula descompuesta pero precisa.
Nos lanza al pasado con una fidelidad más emocional que exacta.
Y en ese pequeño cruce entre lo que fue y lo que creemos que fue, algo se mueve. Algo late.
Escuchar esa canción no trajo dolor, sino una especie de ternura resignada.
Como mirar una foto que una ya no sabe si conservar o borrar.
Pensé en cómo los rituales tienen ese poder: nos construyen en presente, aunque no garanticen futuro.
La música fue mi forma de marcar un hito, de creer que si empezaba con luz, con alegría, con los Beatles, entonces todo saldría bien.
Y no fue así.
Pero esa no es la parte importante.
Lo importante es que incluso lo que no dura, deja huella.
Y a veces regresa —como un ringtone ajeno, como un olor viejo, como una frase suelta— para recordarnos quiénes fuimos.
Y también para mostrarnos que ya no somos los mismos.
Las historias no siempre terminan.
Algunas se apagan sin resolverse.
Y otras, como esta, se transforman en canciones que suenan cuando menos lo esperamos.
Al fin y al cabo, los sonidos también son formas de memoria.
Una pista en loop que no pide explicaciones, solo un oído disponible.
Y cada vez que la escucho, ya no pienso en promesas rotas, ni en lo que no fue.
Pienso en que todo, incluso lo que dolió, puede resignificarse.
Como escribió Idea Vilariño,
con esa mezcla de esperanza y despedida:
“El sol caerá sobre mi espalda alguna vez, y ya no dolerá.”