Entre 1997 y 1998 se tomaron varias decisiones de política pública bajo tres supuestos: 1) México completaría y consolidaría rápidamente su transición a la democracia; 2) México consolidaría sus reformas económicas, se crecería sostenidamente y se fortalecería el pacto fiscal, y, 3) nuestro país tendría una pluralidad política que se expresaría en cada vez mejores gobiernos locales, en medio de una “competencia virtuosa” generadora de bienestar y desarrollo desde lo local.
Para “apuntalar” estos procesos se reformó en aquellos días el Artículo 115 Constitucional, y se amplió de manera histórica el conjunto de facultades y competencias para los gobiernos municipales: manejo y regulación del uso de suelo, seguridad pública, medio ambiente y agua, algunas facultades en materia de educación, catastro, desarrollo urbano y prestación de servicios públicos.
Todo ello requería, por supuesto, de recursos fiscales. Y como no se quiso y no se ha querido desde entonces, otorgar facultades fiscales ni a los gobiernos estatales o municipales, se decidió que se descentralizaría una buena parte del gasto público. Fue entonces cuando se creó el Ramo 33, y se modificaron reglas de operación de los Ramos 20, 26 y 28.
La apuesta era la siguiente: crear fondos específicos con “recursos etiquetados”, los cuales,
Se asumía, llevarían a un proceso cada vez más racional, progresivo y transparente del gasto federalizado. De esta forma, se lograría abatir la marginación municipal, se potenciarían las capacidades para el combate a la pobreza, y se sentarían nuevas bases para el crecimiento económico sustentado en una poderosa infraestructura social.
A 20 años de esta historia los resultados son simplemente catastróficos. Un reciente estudio elaborado por Fernando Cortés y Delfino Vargas en el Programa de Estudios del Desarrollo de la UNAM arroja dos conclusiones tremendas: 1) los municipios más marginados hace 20 años siguen siendo los mismos de ahora y, 2) la desigualdad intermunicipal se ha mantenido intocada en las últimas dos décadas.
Asimismo, los resultados dados a conocer la semana pasada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), muestran tres cosas: 1) en el 75% de los municipios del país, el 50% o más de sus poblaciones son pobres; 2) en el 83% de los municipios del país el indicador de pobreza es superior a la media nacional; y 3) los municipios más pobres siguieron en 2015 igual o peor que en el 2010; es decir, confirman que la desigualdad es estructural y que nada o muy poco se ha hecho para reducirla.
La situación es tan dramática, que en más de 700 municipios la pobreza se ubica por arriba del 80% de sus poblaciones; y si bien la mayoría son municipios indígenas, también es cierto qué hay entidades como Guanajuato, San Luis Potosí y Chihuahua en donde se encuentran municipios con los niveles registrados.
No hay pues, ninguna entidad del país, en donde no haya municipios con importantes enclaves de pobreza, marginación y rezagos históricos acumulados. Es cierto, los municipios más pobres son los menos poblados; pero asumir esa idea como justificación de la segregación, representa una fractura ética inaceptable y al mismo tiempo una inaceptable renuncia del Estado a cumplir con sus mandatos constitucionales.
Todo lo anterior debe enmarcarse en un contexto de infinita corrupción municipal; de un fracaso rotundo en materia de fortalecimiento institucional y democratización de las estructuras de planeación, gobierno y administración; así como de un esquema fiscal fallido, que a lo que ha contribuido mayoritariamente es a la generación de cacicazgos y graves estancamientos y retrocesos en lo económico y lo social.
En la disputa por el poder hacia el 2018, ninguno de los aspirantes a gobernarnos ha hecho una sola alusión a la imperiosa necesidad de reformar a nuestro federalismo; y lo exigible es pues, que en la campaña federal, pero también en donde se elegirán gobiernos estatales y municipales, así como congresos locales, se plantee un debate de altura en la materia.