Ser inmigrante es porfiar en una ingrata tarea: intentar convertirse en la pieza de un rompecabezas que ya está armado. Yo lo fui durante 13 años en Francia. Fue un acto de absoluto libre albedrío, pero no por ello simple.
La mañana del 22 de marzo, América despertó con la noticia de un doble atentado en Bruselas —en el aeropuerto de Zaventem y en la estación de metro de Maalbeek—. Mi mente divagaba sediciosa hacia lugares que conozco bien (entre París y Bruselas sólo median 80 minutos sobre rieles de acero).
Los nuevos atentados habían sido asestados en las entrañas de Europa sólo cuatro meses después de la afrenta múltiple a París.
¿Qué explica tanto odio? Los expertos en geopolítica, sociología y religión han ofrecido un alud de respuestas. La que martillaba en mi cabeza era mucho más orgánica y subconsciente: la inmigración es una bomba de efecto retardado que se alimenta de impotencia, cerrazón e ignorancia cuando la integración entre dos culturas es escarpada.
DIEZ VECES MÁS ATENTADOS
En un acto terrorista lo único verdaderamente relevante son las pérdidas humanas. Todo lo demás es prescindible.
Sin embargo, existe un efecto económico que es innegable y hablar de él no es frívolo o insensible. La destrucción engendra retroceso a todos los niveles.
El Instituto para la Economía y la Paz (IEP) trabaja desde hace tres años en la medición del impacto del terrorismo en el mundo. Su Índice del Terrorismo Global 2015 reveló que este tipo de ataques pasaron de ser 3329 en el año 2000 a 32 685 en 2014.
Es decir, se multiplicaron por diez.
Dos tercios de los mismos fueron perpetrados por grupos fundamentalistas como Al Qaeda, Boko Haram, el Estado Islámico y los talibanes. Esto explica que 80 por ciento de las víctimas pertenezcan a países como Irak, Afganistán, Nigeria, Pakistán y Siria.
No obstante —y paradójicamente—, es el 20 por ciento diseminado en el resto del mundo el que inflama el repudio de la opinión pública internacional, a pesar de que una muerte es una muerte, sin importar en que sitio tenga lugar.
RETROCESO ECONÓMICO
El IEP también se ha dado a la tarea de estimar el costo económico de las manifestaciones terroristas. Para ello debe contemplar los daños materiales, la inversión requerida para restaurarlos, las horas de trabajo productivo perdidas, los presupuestos gubernamentales destinados a fortalecer las medidas de seguridad y el daño que provocan las migraciones forzadas.
En 2014 –el año más reciente analizado—, el costo económico directo del terrorismo internacional ascendió a 53 000 millones de dólares. También se multiplicó por 10 con respecto al año 2000.
Estos datos no consideran aún el efecto de los ataques terroristas de París de noviembre de 2015, tampoco los de Bruselas en marzo, o el resto de las manifestaciones terroristas reportadas en Oriente Medio durante los últimos 15 meses.
Guerra y terrorismo están estrechamente ligados. El Banco Mundial, en su turno, también decidió analizar algunos de los efectos generados por el miedo al terrorismo en los flujos migratorios. La conflagración de Siria, por ejemplo, ha llevado 630 000 refugiados a Jordania, lo que supondrá para este país un costo anual de 2500 millones de dólares, equivalentes a una cuarta parte de sus ingresos públicos anuales. Una situación totalmente insostenible en el mediano plazo.
Líbano, por su parte, ha acogido a más de un millón de sirios, nueve de cada diez (en edad productiva) están desempleados. La tasa de paro libanesa superará el 20 por ciento a finales de este año.
Antes de que existieran el Índice del Terrorismo Global o las estimaciones del BM, Nueva York también hizo su recuento de daños posterior al derrumbe de las Torres Gemelas. Dicho atentado costó a la ciudad 105 000 millones de dólares, pero sus efectos colaterales fueron mucho más onerosos.
El gobierno de Estados Unidos destinó en la década siguiente 589 000 millones de dólares para la creación del Departamento de Seguridad Nacional y se requirieron 2 billones de dólares más para financiar las guerras de Afganistán y de Irak (en las que pereció más de un millón de personas).
Un dato de referencia: el costo de las medidas tomadas tras el 11/9 habría cubierto holgadamente 50 años del presupuesto para abatir la pobreza mundial contemplado en los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
ISLAMISMO EUROPEO
Europa olvida a veces que ella dio el primer paso. Fueron sus naciones las que a finales de la década de 1940 llamaron a la población musulmana porque requerían mano de obra para la reconstrucción posterior a la Segunda Guerra Mundial.
Los inmigrantes procedían inicialmente de Argelia, Marruecos y Túnez, pero después llegaron de otras latitudes. Los europeos los miraban como trabajadores de paso. Pero no fue así. Se quedaron y repatriaron a sus familias en las dos décadas posteriores.
Hoy, la Unión Europea cuenta con 20 millones de habitantes de origen musulmán asentados preponderantemente en Francia, Holanda, Alemania, Reino Unido y Bélgica.
No todos son practicantes y cada familia —y sus circunstancias— han determinado su grado de integración a la vida del país occidental que habitan. La mayoría, es justo decirlo, repudia los actos de violencia cometidos en nombre de Alá.
Pero persiste un punto de fractura estructural: muchos de los nietos y bisnietos de aquellos migrantes originales aún siguen sintiéndose extranjeros.
En octubre del 2001, cuando la caída de las Torres Gemelas era una herida abierta para el mundo, el destino me colocó por azar en un compartimento de tren en el que viajaba una pareja joven que profesaba la religión musulmana. Todos íbamos hacia Bruselas.
Eran abiertos y simpáticos. Ambos habían nacido en Bélgica (él era fisioterapeuta y ella, enfermera), pero ninguno de los dos se sentía europeo.
El atentado neoyorquino era un tema obligado en toda conversación en aquel momento. Hoy recuerdo —y me hace más sentido que nunca— un comentario que hizo uno de mis fugaces compañeros de travesía: “La generación de mi abuelo y de mi padre sólo tenían tiempo para trabajar. No pensaban en religión, pero para nuestra generación las cosas son distintas”.
El ser humano necesita pertenecer a algo, y este sentimiento exacerba con frecuencia cuando se está lejos de casa. Para ellos, el viejo continente no era su hogar. En aquella charla sincera e improvisada los tres coincidimos en que Europa vivía (vive) un proceso de “islamización” que se respiraba en las calles y podía observarse en los gestos de la vida cotidiana, en los diarios, en las canciones escuchadas en la radio.
¿QUIÉN SE EQUIVOCÓ?
En la década de 1960, Serge Gainsbourg, uno de los compositores más prolíficos y provocadores que ha dado Francia, escribió una canción llamada “Je t’aime… Moi, non plus” (“Yo te amo… Yo tampoco”), que interpretaba con Brigitte Bardot. Nada tiene que ver con el terrorismo o la guerra, pero sí con las diferencias y la complejidad de las relaciones humanas.
Hace siete décadas, Europa carecía de una estrategia de inmigración y era comprensible. No lo es que aún adolezca de ella.
El temor a los horrores del terrorismo y de la guerra han llevado a migrar a siete millones de sirios, según la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur).
La mayoría ha partido hacia naciones vecinas. Pero la UE registró 1.8 millones de inmigrantes irregulares sólo en 2015. Un dato histórico. Pese a ello, aún no existe consenso en Europa sobre la forma en la que afrontará esta ola humana que busca trabajo y una nueva vida.
Sin una integración real, la violencia en Occidente seguirá escalando.
Pero conseguirla, lo creo sinceramente, es un camino de dos vías.
El que llega precisa coherencia. No arrancará las raíces que lo explican o sus creencias, pero intentar construir un islote de la tierra propia en una ajena es andar hacia un abismo. El rompecabezas ya estaba armado cuando llegamos.
Europa, por su parte, tendrá que aceptar que no hay marcha atrás. Puede acrecentar sus presupuestos y políticas para contener la llegada de extranjeros y para reducir los riesgos de terrorismo; puede seguir ganando adeptos la ultraderecha; pero el continente envejece minuto a minuto y, sin sangre nueva —que hablará otra lengua y orará a otro Dios—, su maquinaria económica no podrá seguir andado.