ERA SÓLO CUESTIÓN de tiempo. Dados los superávits comerciales que China ha acumulado año tras año, su moneda fortalecida y su largo listado de compañías globalmente ambiciosas, no sorprende que haya llegado la oleada de inversión china directa en las principales economías occidentales.
En el primer trimestre de 2016, las compañías chinas han formalizado o propuesto acuerdos con valor de 100 000 millones de dólares en bienes extranjeros en toda una gama de industrias (dos veces la cantidad que compañías de Estados Unidos han pagado por bienes extranjeros en el mismo periodo). Entre los acuerdos de más alto perfil: ChemChina ofreció 43 000 millones de dólares por el gigante suizo de los agroquímicos Syngenta, Haier pagó 5400 millones de dólares por el negocio de electrodomésticos de General Electric, y el conglomerado y grupo HNA compró el gigante distribuidor de electrónicos Ingram Micro. Es casi seguro que se darán otros. El gigante del comercio electrónico Alibaba, por poner un ejemplo, se dice que está olisqueando en el espacio del entretenimiento y la tecnología.
El surgimiento de compañías chinas que compran bienes occidentales de alto perfil era inevitable por dos razones. La primera es que una de las formas principales en que todo el intercambio extranjero que el país ha acumulado al paso de los años (más de 3 billones de dólares) puede reciclarse es a través de la inversión extranjera directa; la segunda es que las compañías chinas, tanto las de propiedad estatal como privada, se están volviendo cada vez más sofisticadas. Hace más de una década, el gigante petrolero de propiedad estatal CNOOC hizo un intento torpe de comprar el gigante petrolero californiano Unocal; cuando esa apuesta se vino abajo —entre otras razones, generó controversia política en Washington—, China Inc. concentró sus inversiones extranjeras en el mundo en desarrollo, enfocándose principalmente en adquirir materias primas que necesitaba para alimentar la década pasada de rápido crecimiento chino.
Conforme se acelera el ritmo de acuerdos de alto perfil en Occidente, traerá una respuesta negativa predecible, una que el embrollo CNOOC-Unocal en 2005 auguró. Cuando una oleada similar de inversión directa japonesa se dio en las décadas de 1980 y 1990, pinchó un nervio nacional en Estados Unidos de inseguridad económica. Los políticos y la prensa se preocupaban de que las corporaciones japonesas estuvieran apoderándose del mundo, y la comilona de inversión extranjera directa a menudo fue presentada en términos militares, incluidos, vamos, esta revista y este corresponsal (cuando Sony compró Columbia Pictures, un artículo de portada que escribí llevaba el titular “Japón invade Hollywood” y presentaba la Estatua de la Libertad escondida en un kimono, un recuerdo demasiado doloroso para reprimirlo).
Se percibió un olorcillo de que la respuesta negativa está próxima, en una entrevista de CNBC el 30 de marzo, con un analista de la industria hotelera sobre la más reciente y grandiosa oferta de China por una compañía de Estados Unidos de alto perfil: la apuesta del Anbang Insurance Group de 14 000 millones por Starwood Hotels and Resorts, en la que la compañía poco conocida y domiciliada en Pekín se puso en guardia contra Marriott International en una guerra de pujas. Con cara impávida, el analista dijo que uno de los obstáculos que confronta la apuesta de Anbang por Starwood era que enfrentaría una revisión del CFIUS.
El CFIUS —Comité de Inversión Extranjera en Estados Unidos— es un grupo gubernamental que revisa la inversión extranjera por cuestiones de seguridad nacional. Starwood posee un puñado de cadenas hoteleras, desde la elegante marca St. Regis hasta la moderna W. Al CFIUS no se le obliga a revisar toda inversión extranjera, sólo aquellas que el comité juzga que podrían tener implicaciones de seguridad nacional. La idea de que Starwood encaja en esa categoría es, por decir lo menos, disparatada. Cuando CNBC lo presionó, el analista dijo que cabía la posibilidad de que haya hoteles cerca de bases militares. Por qué, exactamente, eso importa, nunca se estipuló.
El 31 de marzo, Anbang —citando “varias condiciones de mercado”— abruptamente se retiró del acuerdo con Starwood. Pero no se equivoque, hay más acuerdos de China por venir, y por lo menos algo de la inquietud que sin duda generarán será justificable. Una razón de que la reacción histérica de Tokio fue, en retrospectiva, tan injustificada es que Japón era (y sigue siendo) uno de los aliados más cercanos de Estados Unidos. Y aun cuando la superioridad tecnológica general de Japón al momento sí suscitó preocupaciones legítimas —en el terreno tanto de la seguridad nacional como de la salud de la economía de Estados Unidos en general—, estas se desvanecieron con rapidez cuando se volvió evidente que Japón era todo, menos un gigante económico.
China es diferente. Obviamente no es un aliado y, como lo ha mostrado la última década, podría decirse que está volviéndose el principal rival geopolítico de Washington (aunque no un adversario franco como la ex Unión Soviética). Y aun cuando no están tan avanzadas tecnológicamente como las compañías japonesas, las chinas están ascendiendo con rapidez, y una de las maneras en que tratan de hacerlo es adquiriendo tecnologías y empresas occidentales. Ello, por ejemplo, es parte del pensamiento detrás de la oferta de ChemChina por Syngenta.
Aún más, las compañías chinas con los recursos para hacer grandes transacciones extranjeras a menudo no son de propiedad privada. Cuando Japón estaba en su apogeo, solíamos utilizar el término “Japón Inc.” para describir el estilo elitista y aislado del capitalismo japonés. Muchas de las corporaciones chinas que van al extranjero en realidad son “China Inc.” y son propiedad de o controladas por el gobierno. Así, a menudo es el caso de que las acciones estratégicas que hacen no son únicamente para aumentar su proporción del mercado aquí, o adquirir una tecnología aquí, todo en nombre de, eventualmente, hacer subir el precio bursátil de la compañía adquiriente. Puede haber otras razones —intereses de seguridad nacional definidos por Pekín— y es del todo razonable que gobiernos extranjeros traten de descifrar estos, cuando se justifique.
Vea la apuesta de CNOOC por Unocal en 2005. CNOOC es uno de los principales desarrolladores en China de petróleo y gas mar adentro, y es de propiedad estatal. Fue razonable que el CFIUS revisara las implicaciones de seguridad de esa apuesta. Pero si, digamos, Mitsui Oil de Japón hubiera hecho la oferta, una revisión del CFIUS hubiera sido una pérdida de tiempo para todos.
Otra razón por la cual los gobiernos extranjeros podrían mirar con cautela algunas de las adquisiciones chinas es que tal inversión transfronteriza opera en un solo sentido. O sea, está bien para una compañía china de propiedad estatal el comprar una empresa agrícola europea, pero buena suerte a la inversa: las compañías extranjeras simplemente no pueden comprar compañías de propiedad estatal en China. No están a la venta (en este aspecto, hay algunas similitudes con la experiencia japonesa, porque las grandes compañías japonesas a menudo tienen estructuras entretejidas de propiedad corporativa que las hacen invulnerables a una adquisición hostil, extranjera o local. Vea, por ejemplo, las compañías del grupo Mitsubishi). Los economistas discuten si la llamada reciprocidad debería importar cuando se trata de considerar fusiones y adquisiciones extranjeras, pero es algo que los gobiernos pueden considerar legítimamente.
Desde la debacle de CNOOC, las compañías chinas —a instancias del gobierno— son más cautelosas con sus objetivos occidentales a adquirir. Hay poca controversia por los objetivos de los acuerdos anunciados desde principios de este año, a menos de que uno piense que los bares en hoteles W son un tesoro nacional que ha de protegerse a toda costa de los predadores comunistas chinos. Eso podría servir para mitigar cualquier histeria con respecto a que China Inc. se está “apoderando” del mundo. Por otra parte, como lo ilustra la campaña política de este año, Estados Unidos parece estar sufriendo una crisis nerviosa, y una de las causas es la inseguridad económica. Como resultado, quien resulte elegido —incluida Hillary Clinton— sin duda mirará cuidadosamente la codicia china.
Pero conforme se desarrolle el auge de fusiones y adquisiciones, tenga esto en mente: no es necesariamente la fortaleza económica de China (o las limitaciones occidentales) lo que está impulsándolo. Puede decirse que es la cada vez más evidente debilidad económica de China lo que está ayudando a impeler la cantidad creciente de inversión directa extranjera saliente. Conforme su economía pierde fuerza y una continua mano dura contra la corrupción pone nerviosos a los directores ejecutivos de las compañías de propiedad estatal y privada, se sigue una fuga de capitales. Adquirir bienes extranjeros —ya sean individuos adinerados que compran apartamentos de lujo en Manhattan o Anbang comprando el Hotel Waldorf Astoria, como lo hizo hace dos años— es visto cada vez más como una cosa inteligente y necesaria que hacer entre los capitalistas de China.
Tenga eso en mente cuando los grandes acuerdos se anuncien en CNBC, y todos empiecen a retorcerse las manos. Y recuerde cómo se desarrolló la histeria por Japón: en muchos casos, los compradores japoneses pagaron demasiado e incontroladamente por bienes, haciendo más ricos a sus propietarios occidentales. Hay pocas razones para pensar que no sucederá de nuevo.
Publicado en cooperación con Newsweek / Published in cooperation with Newsweek