Los caminos de tierra son polvaredas en verano y pantanos cuando llegan las lluvias. Las alcantarillas, contadas y dispersas, se llenan muy pronto con agua lechosa y pútrida. Khayelitsha, el segundo municipio más grande de Sudáfrica, es un área de apretujadas chozas de madera y lámina. Y crece rápidamente: desde 2001, la población ha aumentado en 200 000, elevando el total a 500 000 habitantes. Las nuevas casas consumen los últimos sectores de tierras disponibles. Las chozas de lámina llegan a la playa, hasta las dunas que marcan el límite del municipio con la vecina Ciudad del Cabo.
Los pobres de estos suburbios sudafricanos habitan precarias viviendas construidas en la inmundicia. Familias enteras viven hacinadas en unos pocos metros cuadrados, donde el aire no circula y proliferan las bacterias. Es un ambiente propicio para la diseminación de una enfermedad infecciosa y mortal: la tuberculosis. El padecimiento inicia cuando la Mycobacterium tuberculosis entra en el cuerpo y comienza a multiplicarse. Casi siempre infecta los pulmones, pero si no se trata, puede diseminarse y atacar los riñones, la columna o el cerebro. La tuberculosis (TB) no hace noticia ni llama la atención, pese a que condena a muerte a 1.5 millones de personas en todo el mundo anualmente.
Ese bajo perfil puede deberse a que, si bien la TB fue alguna vez la principal causa de muerte en Europa Occidental y Estados Unidos, ha sido erradicada en esas regiones. Por ejemplo, en 1954 hubo 80 000 casos de TB en Estados Unidos; sesenta años después, sólo se registraron 9421. Hoy, más de 95 por ciento de las víctimas de TB viven en países en desarrollo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) calcula que, cada año, 450 000 sudafricanos se infectan de tuberculosis. En los minibuses que sirven de transporte público a la mayoría de los habitantes, en las iglesias, en los bares, en las casas —en cualquier espacio reducido y mal ventilado—, lo único que hace falta para el contagio es que alguien tosa. Y una vez infectados, muchos morirán. La OMS calcula que, en 2014, hubo alrededor de 96 000 muertes relacionadas con TB en Sudáfrica, lo que la convirtió en la principal causa de mortalidad en el país.
Phumeza Tisile, de Khayelitsha, fue diagnosticada con TB en 2010. Al principio le recetaron los medicamentos de primera línea para combatir la enfermedad, pero luego de unos meses de tratamiento los médicos descubrieron que su organismo no respondía: tenía tuberculosis multidrogo-resistente. La MDR-TB, como suele llamarse, es consecuencia de una infección por la M. tuberculosis que ha mutado y puede sobrevivir a fármacos comúnmente utilizados para tratar la tuberculosis típica (isoniazida, rifampicina, etambutol y pirazinamida).
Y el problema está escalando. La OMS calcula que en Sudáfrica, por ejemplo, los casos de MDR-TB aumentaron de 2000 en 2005 a unos 8000 en 2014. En esencia, la resistencia farmacológica aparece en regiones con malos programas de control para TB. Si un paciente no recibe tratamiento durante el tiempo necesario o con los medicamentos adecuados, las bacterias más débiles pueden morir, pero las más fuertes sobreviven. Y entonces, esas bacterias se reproducen y terminan diseminándose.
Por desgracia, nuestra mayor capacidad para reconocer la MDR-TB contribuye a fortalecer esta enfermedad. El tratamiento de la TB drogo-resistente es largo y doloroso, y muchos enfermos terminan renunciando a mitad de la terapia, lo que nuevamente fortalece la M. tuberculosis. A diferencia de la TB típica, cuyo tratamiento demora de seis a nueve meses, la MDR-TB requiere de un tratamiento de hasta dos años y consiste en unas 14 600 pastillas y cientos de inyecciones. Además, es muy costoso y conlleva un alto riesgo de graves efectos secundarios.
“Me sentí muy mal durante el tratamiento. Vomitaba y tenía náuseas todo el tiempo. No podía comer y dejé de oír poco a poco hasta que me quedé completamente sorda”, informa Tisile. Y aun así, el tratamiento no funcionó. Luego de nuevos análisis, sus médicos le dieron la mala noticia: tenía tuberculosis extremadamente drogo-resistente (XDR-TB), que es tan grave como parece. Esa forma de TB ni siquiera puede curarse con medicamentos de segunda línea.
Para derrotar la XDR-TB hace falta un tratamiento que cuesta 26 392 dólares, cien veces más que el tratamiento de la TB típica. A la larga, con la ayuda financiera de Médicos sin Fronteras, Tisile recibió la terapia adecuada, y en agosto de 2013 sus exámenes de TB fueron negativos. Con todo, ya no puede oír ni hablar. Este año recibió dos implantes cocleares que restablecieron su audición. A pesar de su sufrimiento, Tisile fue relativamente afortunada. Los tratamientos para XDR-TB tienen éxito sólo en 20 por ciento de los casos, según el informe de la OMS más reciente sobre la enfermedad.
TB DESENMASCARADA
En el Hospital del Tórax de Brooklyn, a pocos kilómetros del centro de Ciudad del Cabo, hombres y mujeres, ancianos y jóvenes, recorren los pasillos con mascarillas en la cara, la señal de quienes han enfermado de TB. Las sencillas mascarillas de papel son indispensables para evitar el contagio, pero resultan insoportables por la incomodidad y la atención que causan. “Muchos prefieren el riesgo de contagiarse que usar las mascarillas”, comenta el Dr. Paul Spiller, director del hospital. “Esto se debe al estigma contra los enfermos de TB, que aún es muy fuerte en Sudáfrica”.
Los individuos con TB temen encontrarse con sus vecinos de camino al hospital, revelar a sus parientes que son TB-positivos, y ser repudiados por sus familiares y comunidades. “Hace dos años, cuando descubrí que era TB-positivo, y poco después supe que también era VIH-positivo, mi familia desapareció”, dice Moses Michize, de 42 años. “No he vuelto a saber de ellos. No recibí ni una llamada o visita durante todo el tratamiento. Ya no existo para ellos”.
Para evitar el aislamiento social, las personas con TB ocultan su enfermedad y no reciben el tratamiento adecuado. Eso significa que muchas veces desconocen los aspectos más básicos del padecimiento, explica Sive Mapeitu, trabajadora de la salud de veintisiete años. “La gente sabe poco o nada sobre las nuevas formas de tuberculosis, no saben cómo prevenirla, no entienden por qué son necesarias las mascarillas”, dice. “Cuando empiezan a toser, la mayoría trata de curarse sola como si tuviera un resfriado, y si la tos persiste fingen estar bien. Sólo unos cuantos deciden hacerse la prueba voluntariamente”.
RECONOCIMIENTO FACIAL: Mascarillas de papel blanco son la señal reveladora de que una persona es TB-positiva. La enfermedad se acompaña de un estigma, y los afectados suelen ser abandonados por sus comunidades. FOTO: FINBARR O’REILLY/REUTERS
Mapeitu es MDR-TB-positiva. “Estoy segura de que me infecté cuando trabajaba en Guguletu, un municipio de Ciudad del Cabo donde solía vivir y me pasaba el día con personas infectadas. Un ambiente inmundo, donde veinte personas usaban el mismo sanitario, sin cloacas; y por supuesto, la TB proliferaba”.
Cualquiera puede contagiarse de TB. Ivan Ross, pescador de 61 años que vive en una choza de madera, enfermó en la bodega de un barco, donde el aire no circulaba, había mucha humedad y el frío calaba los huesos. Debido a la enfermedad, Ross tuvo que dejar su trabajo; hoy gana unos pocos dólares con los niños del municipio de Hout Bay, quienes pagan para jugar viejos videojuegos en una consola de la década de 1990 de su propiedad. Al otro lado del espectro se encuentra Dalene von Delft, médica de 33 años, residente del acomodado barrio de Somerset West quien, igual que Mapeitu, fue infectada en el trabajo. Sin embargo, la enfermedad afecta particularmente a una comunidad sudafricana: los mineros.
LA ENFERMEDAD DEL PLATINO
Si sales de Johannesburgo y viajas unos pocos kilómetros hasta las colinas desnudas de la región de Gauteng, entenderás la importancia de las minas para la economía de Sudáfrica. Se alzan como árboles en el árido paisaje, donde caminos y demás maquinaria pesada levantan polvo las veinticuatro horas del día, oscureciendo los pequeños y estériles pueblos de trabajadores donde habitan miles de mineros, a menudo sin sus familias. Los mineros son la columna vertebral de la economía sudafricana. Con su platino, carbón, manganeso, cromo y oro, la industria minera representa uno de los recursos más importantes del país, pues aporta 8.3 por ciento del producto interno bruto.
Desde hace siglos, las tasas de tuberculosis en el sector minero han sido superiores al promedio de la población. En la actualidad, pese a los compromisos de las compañías extractoras para garantizar la salud y seguridad de sus trabajadores, la TB sigue reclamando muchas víctimas. “El problema fundamental es que las minas son, en mi opinión, peores que el mismo infierno”, afirma Georgina Jephson, abogada de Johannesburgo. “Las temperaturas alcanzan 35º a 38º centígrados. El aire se estanca. No hay ventilación alguna y el polvo se mete en los pulmones. Y cuando los mineros inhalan el polvo de silicio que producen las explosiones, quedan expuestos a grandes riesgos para la salud”. Los mineros suelen pasar doce a catorce horas del día en ese calor sofocante.
Jephson, junto con el Despacho Legal Richard Spoor, representa a miles de mineros en un juicio contra treinta de las compañías mineras más importantes de Sudáfrica. Buscan justicia —y compensación— por los problemas de salud desarrollados en el trabajo. “Según estudios recientes, uno de cada cuatro mineros tiene silicosis, y ese es el primer paso hacia la tuberculosis”, informa Jephson. La silicosis es una enfermedad provocada por la inhalación de polvo de silicio, presente en cantidades tremendas en las minas. Al pasar el tiempo, ese polvo debilita el sistema inmunológico de los pulmones, volviéndolos más susceptibles a la infección por M. tuberculosis.
“Estoy seguro de que enfermé en la mina”, dice Tembe Djais, quien vive en una pequeña población a orillas de Bizana, en la provincia Oriental. Djais trabajó treinta años en una mina de oro en el pueblo minero de Carletonville. “Era líder de un equipo”, agrega. “Era el primero que entraba en los corredores recién abiertos y el primero que respiraba el polvo, incluso antes de que se asentara en el suelo”. Cuando se jubiló, Djais comenzó a padecer de fuertes dolores de pecho. Tenía dificultades respiratorias, tosía continuamente, perdió el apetito y, muy pronto, empezó a perder peso. Así que consultó al médico y descubrió que era TB-positivo. Por fortuna, era una forma sensible a los medicamentos. Ya se encuentra en tratamiento y los médicos tienen confianza en que se recuperará. Pero ahora quiere que los responsables de su enfermedad den la cara. “Enfermé bajo tierra, y creo que una compensación es lo menos que la compañía minera puede hacer por mí y mi familia”.
El caso de los mineros ilustra el problema mayor en cuanto se refiere al tratamiento de la tuberculosis: es una enfermedad “poco atractiva” que afecta a quienes viven en las sombras de la sociedad. Investigadores, médicos, profesores y trabajadores de la salud concuerdan en que la tuberculosis no recibe la atención ni la inversión de donantes internacionales que amerita semejante asesino, el agente infeccioso más letal del mundo. En buena medida, esto se debe a que las farmacéuticas están abandonando las inversiones en investigación de la TB. Pfizer dejó de financiar la investigación en 2012, AstraZeneca hizo lo mismo en 2013 y Novartis, en 2014. En general, las inversiones del sector privado han disminuido un tercio desde 2011. “La explicación es muy simple: la investigación en TB no genera suficientes utilidades”, dice Nesri Padayatchi, directora asistente del Centro para el Programa de Investigación en Sida de Sudáfrica. “Además, los países occidentales la consideran una enfermedad del Tercer Mundo, una enfermedad de pobres”.
En septiembre, Naciones Unidas adoptó una nueva serie de objetivos de desarrollo sustentable, metas intergubernamentales para un mejoramiento más amplio del mundo. Uno de los propósitos clave: acabar con la epidemia de tuberculosis para 2030. Sin embargo, Mario Raviglione, director del programa de tuberculosis en OMS, opina que es poco realista. No dice que sea una meta imposible, sino que la premisa es fallida. Argumenta que la TB ya no es una epidemia como el ébola, que inicia con violencia y luego desaparece en el recuerdo. La TB “se ha vuelto endémica”, señala. “Ha encontrado un equilibrio en la población”. Como planeta, más o menos hemos aceptado el hecho de que algunos moriremos de esa enfermedad tan temida, insidiosa y casi imposible de erradicar. Y quizá no sea malo, dice. Pero te invito a que visites el desolado municipio de Khayelitsha, o los espectrales pasillos del Hospital del Tórax de Brooklyn, o las sofocantes y polvorientas minas de Gauteng, y verás que se equivoca.
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Publicado en cooperación con Newsweek/ Published in cooperation with Newsweek