“La duda es un tributo que pagamos a la verdad.”
Voltaire
Mientras México se prepara para sus elecciones presidenciales de 2024, existe una creciente preocupación sobre los riesgos potenciales que enfrentará la frágil democracia mexicana debido al resurgimiento de un régimen cuyo principal -y, quizá, único- propósito parece ser una desmedida concentración de poder.
Los últimos 5 años de la vida pública en México han sido la pesadilla de cualquier sistema democrático. Hemos visto de todo, desde la obsesión por debilitar institucional y financieramente a los órganos electorales, hasta la abierta intervención en los procesos de selección para nombrar como consejeros a activistas e incondicionales de la autodenominada cuarta transformación. No se ha escatimado en la utilización clientelar de programas sociales, al grado que ya, a esta fecha, se han convertido abiertamente y sin pudor en la principal bandera electoral del partido del presidente. Se ha dado un uso sesgado al presupuesto público; la Secretaría de Hacienda castiga y amaga a gobiernos locales que no se someten, a la par que amenaza con estrangular la operación del Poder Judicial de la Federación por considerarlo incómodo. Se ha llegado, incluso, al extremo de permitir la capitulación del Estado a favor de los intereses del crimen organizado en ciertas regiones del país, con tal de controlar algún resultado electoral.
Pero de todas las afrentas que vive la democracia en México, hay una que es particularmente dañina: la constante y permanente labor del gobierno para ocultar, manipular y falsear información. Ésta, la de mentir o tergiversar la verdad en cualquier tema, parece ser una tarea que la llamada cuarta transformación ha cumplido con
empeño; y es, al mismo tiempo, la mayor amenaza vertida sobre nuestro sistema democrático. La era de la posverdad, le llaman algunos.
No es, desde luego, que condicionar la entrega de apoyos sociales a cambio del voto, acosar al árbitro electoral, denostar constantemente a opositores o entregar territorios al crimen organizado sea un tema menor. Se trata igualmente de actitudes condenables. Pero un sistema democrático no puede subsistir en un país plagado de información falsa o imprecisa. La democracia no sólo se basa en la participación ciudadana, también requiere que dicha participación surja de decisiones genuinas y bien informadas, de una voluntad que no esté contaminada por la mentira. La información es el torrente sanguíneo de la democracia; si ese torrente se envenena, el paciente muere.
De acuerdo con el Centro de Análisis Spin, a diciembre de 2022, en 4 años de administración el presidente de la República habría expresado 101,155 afirmaciones que resultan falsas, engañosas o difíciles de comprobar (Revista Etcétera Online). Si tomamos como cierto ese análisis, el dato sería alarmante: un jefe de Estado que utiliza los medios a su alcance, el presupuesto público y la tribuna presidencial para diseminar e insertar entre la población información “imprecisa” o falsa. Conforme a los datos aportados por esa empresa consultora, con aproximadamente 1000 conferencias de prensa a esa fecha, el presidente habría mentido, ocultado información o manipulado datos en promedio 103 veces por día.
Lo anterior es particularmente relevante si partimos de que la población mexicana lamentablemente no goza de los mejores niveles de educación y preparación. Durante décadas, nuestro país ha sido presa del rezago educativo. México participa en la prueba PISA desde el año 2000, cuya última evaluación publicada fue en el 2018 (la siguiente, programada para 2021, fue pospuesta debido a la pandemia de COVID-19). En esa medición, México se encuentra en el penúltimo lugar de la OCDE; en 2018, los estudiantes mexicanos obtuvieron un puntaje bajo en el promedio de lectura, matemáticas y ciencias. Solo el 1% de nuestros estudiantes cuentan con un desempeño
en los niveles de competencia más altos, en al menos un área, mientras el promedio de la OCDE es de 16%. Un 35% de alumnos mexicanos no lograron aprendizajes suficientes en comparación con el promedio de los países de la OCDE, que es de 13%. Nada alentador.
En un país cuyos ciudadanos son víctimas de un histórico rezago educativo y padecen una degradación crónica del sistema de educación pública, la difusión de información falsa, imprecisa o manipulada desde el gobierno es veneno puro para la democracia. Por eso cada vez es más común presenciar discusiones políticas que apelan al sentimiento y las emociones (rencores y resentimientos incluidos) que al análisis serio de los temas. Esto sucede lo mismo en debates públicos, que en programas de noticias o charlas de café. Porque lo que prevalece, incluso desde el púlpito presidencial, es la desinformación. La política del argüende, pues.
De tal suerte amable lector, mi recomendación es que no le crea a nadie. Aplique para usted la máxima de Aristóteles: “la duda es el principio de la sabiduría”. Dude, infórmese y analice. Y en 2024 ejerza su voto con la determinación de saberse bien informado. Sólo así podrá prevalecer nuestra frágil democracia. N
** El autor es abogado, profesor y político. Fue senador de la República en la LXIII Legislatura, presidente de la Comisión de Justicia y de la Comisión de Asuntos Fronterizos Norte.