Fue una época muy oscura.
A veces siento que me encuentro en medio de un profundo pozo de agua en desuso del que no puedo salir y aún no tengo claro como caí, hay momentos del día en el que escucho claramente una voz en mi cabeza que me repite de forma constante que nada de lo que hago tiene sentido, que todo está mal y que mi vida no se dirige a ningún rumbo; me encontraba en uno de esos momentos cuando después de varios meses escuché de nuevo la voz de Marina, quien buscaba verme para hablar de un tema importante con urgencia.
Por fin volvíamos a vernos, contrario a lo que esperaba mi ansiedad no escaló a niveles desproporcionados, por el contrario verla era como volver a respirar después de estar sumergido varios minutos bajo el agua. Acababa de darse cuenta de que tenía ya varios meses de embarazo y yo era el padre, me dejó claro que su decisión era convertirse en madre de ese bebé, de nuestro hijo y me abrió la puerta para participar tanto en lo que restaba de su embarazo, acompañándola, como a ser parte de la vida de ese bebé, de nuestro hijo.
En ese momento fue como casi instantánea el silencio de aquella voz que me jalaba al abismo, comencé a limpiarme de nuevo, me comprometí con una nueva rutina, cuidados profesionales, seguimiento en grupos de apoyo y recuperé mediante un nuevo trabajo y estas redes de apoyo las ganas de seguir viviendo por ella, por ellos. Por fin llegó el día, Mateo nació y con él me sentía por fin completo, era como si el universo me hubiese enviado una ancla a la realidad de este mundo y todo estuviera iluminado por una nueva luz, mucho más cálida y llena de esperanza.
Pasé así varios meses, Marina y yo estábamos viviendo juntos, habíamos decidido darle una oportunidad tanto a nuestra relación de pareja como a la vida en familia, fue hasta el día de hoy la mejor etapa de mi vida, y así lo sentía entonces, hasta que entre la rutina, el trabajo y el exceso de confianza comencé a dejar a un lado los grupos de apoyo y el seguimiento médico, creía que ya no necesitaba los antidepresivos ni mucho menos estar en sesiones semanales que me ‘quitaban’ tiempo de calidad con la familia, en cuestión de semanas comencé a sentir una opresión en el pecho antes de tomar cualquier decisión, no podía dormir y mi rendimiento en el trabajo se veía afectado, de igual manera en casa estaba pero no presente, dormía durante el día, iba a la fábrica sin ganas y durante la noche combatía los pensamientos encontrados que comenzaron a resurgir, no quería aceptar entonces lo que ahora se con certeza, que la constancia es clave para superar cualquier dependencia y que la depresión no es una decisión personal, ni mucho menos una construcción racional del ser, sino un desajuste químico y una enfermedad mental que necesita atención y tratamiento.
Creía que podía manejar aquella situación, que estaba adaptándome de golpe a muchos cambios y que era normal sentirme así, la verdad es que no quería prestarle tanta importancia puesto que no estaba consumiendo, decidí volver al psiquiatra pero cuando lo hice sólo hablé de mis problemas de sueño y conseguí fármacos para dormir, los primeros días cumplieron con su función, pero a pesar de que ya podía estar en cama con Marina por las mañanas me costaba mucho trabajo despertar, comencé a bajar de peso y fue cuando se volvió mucho más obvio, mi madre se acercó a ofrecerme su ayuda, a preguntar cómo iba todo y sentí que aquella intromisión no era más que un afán de control, sin quererlo de forma consciente comencé a alejar a todo aquel que se acercara aunque fuese claro que iban en son de paz, y así de nuevo le di forma a una nueva bola de nieve, que comenzó a crecer a la par de mis ganas de ir a dormir pero no tener que despertar.
Mucho se habla hoy en día de las banderas rojas, sabemos que es difícil verlas en los demás así que cuando el tema es uno mismo todo se complica el triple, Matías comenzaba a hacer preguntas preocupado por mi aspecto y mi ausencia presente mientras Marina trabajaba durante el día, decidí solicitar esquema de trabajo en casa algunos días a la semana para pasar tiempo con él, pero mis niveles de energía no subían, así que suspendí de nuevo los fármacos, esta vez por completo, y al hacerlo le abrí las puertas de par en par al pasado. Recaí.
Un martes cerca del medio día me sentía muy cansado, sabía que Matías dormía y estaba a salvo en la casa, no quería seguir así, al verlo la voz de mi cabeza me repetía de forma constante que él se merecía algo mejor, que yo no era capaz de darle nada de lo que él necesitaba, y aquella mañana no sólo la escuché sino que le hice caso, tomé casi de forma automática un puñado de pastillas, abría una tira, luego la siguiente, después otra, y espere sentado el efecto para por fin descansar, y con fortuna, esta vez no despertar en esta realidad de nuevo. La bola de nieve legó y en un estruendo silencioso nos aplastó a todos.
No recuerdo nada después, cuando desperté estaba conectado a varias máquinas en un cuarto de hospital, todo era aún muy confuso y borroso, me dolía la garganta y no podía hablar, me costaba trabajo articular y por horas me mantuve ahí mirando el techo, en un silencio obligado por doctores y enfermeras, al llegar la tarde apareció Marina. Para mi sorpresa en su rostro había más compasión que desilusión, pero también miedo.
Llevo 6 meses en esta clínica de rehabilitación, tengo un seguimiento diario de medicación, alimentos y narcóticos, aún no me recomiendan las visitas, por videos veo como Matías se convierte en un niño fuerte y sano, y como Marina es la mejor madre que pudiera haber tenido en este mundo, acordamos que, hasta que el diagnóstico sea otro lo mejor es mantener la distancia, por desgracia cuando ella llegó aquella tarde Matías lloraba asustado mientras mi cuerpo estaba tendido en la sala. La bola de nieve siempre fui yo, mis asuntos inconclusos y la falta de atención puntual para prevenir que acabara esto con todo a su paso, incluyéndome.
Hoy más que nunca comprendo que nadie puede salvarnos de nosotros mismos pero que pedir ayuda no te hace más débil, por el contrario, es la única manera de ver luz al final de ese profundo pozo de agua en el que a veces me siento aún metido.
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